De manera que el problema, el verdadero problema, era encontrar algún sitio donde vivir. Bueno, más tarde, cuando se casaran. Mientras tanto podía dormir en el sótano noches como ésta, en las que Staffan venía a casa. A las ocho acabaría su turno en Åkeshov y vendría directamente aquí. Y Tommy no pensaba esperarle sentado y escuchar ningún jodido sermón de aquel tío. Para nada.
Así que fue a su habitación y cogió el edredón y la almohada de la cama mientras Yvonne seguía sentada fumando y mirando por la ventana de la cocina. Después apareció en el umbral con la almohada debajo de un brazo y el edredón enrollado debajo del otro.
– Bueno, ya me voy. No le digas que estoy ahí, por favor.
Yvonne se volvió hacia él. Tenía lágrimas en los ojos. Le sonrió.
– Pareces como cuando… cuando viniste e ibas…
Se le hizo un nudo en la garganta. Tommy se quedó parado. Yvonne tragó, se aclaró la garganta y lo miró con los ojos totalmente limpios, y dijo en voz baja:
– Tommy, ¿qué vas a hacer?
– No sé.
– ¿Tendré que…?
– No. Por mí no. Las cosas son como son.
Yvonne asintió. Tommy notó que también él estaba a punto de ponerse muy triste, que tenía que marcharse ya, antes de que fuera tarde.
– ¿Oye? No digas que…
– No, no. No lo digo.
– Bien. Gracias.
Yvonne se levantó y se acercó a Tommy. Lo abrazó. Olía mucho al humo de los cigarros. Si Tommy hubiera tenido libres los brazos también la habría abrazado. Pero los tenía ocupados, así que sólo apoyó la cabeza en el hombro de su madre y permanecieron así un rato.
Después, Tommy se fue.
No me fío de ella. Staffan puede montar un numerito de la hostia y… En el sótano tiró el edredón y la almohada en el sofá. Se metió una bolsita de pasta de tabaco, se tumbó y se puso a pensar.
Lo mejor sería que lo mataran.
Pero Staffan no era de los que… no, no. Más bien al contrario, de los que harían diana en la frente del asesino. Recibiría una caja de bombones de sus compañeros maderos. El héroe. Luego vendría aquí a buscar a Tommy. Quizá.
Cogió la llave, salió al pasillo y abrió la puerta del refugio; se llevó la cadena. Con el encendedor como lámpara avanzó por el pequeño corredor que tenía dos trasteros a cada lado. En los trasteros había alimentos secos, conservas, viejos juegos de mesa, cocinas de gasóleo y otras cosas por el estilo, para que uno pudiera arreglárselas en caso de asedio.
Abrió una puerta, tiró dentro la cadena. Bueno. Tenía una salida de emergencia.
Antes de abandonar el refugio bajó el trofeo de tiro, lo sopesó con la mano. Dos kilos por lo menos. A lo mejor se podía vender. Sólo por el valor del metal. Para fundirlo.
Observó la cara del tirador de pistola. ¿No guardaba cierto parecido con Staffan, mirándolo bien? Entonces era la fundición lo que le esperaba.
Cremación. Definitivamente.
Le dio la risa.
Lo mejor de todo sería fundir todo menos la cabeza y después devolvérselo a Staffan. Una balsa de metal endurecido sólo con aquella cabecilla encima. Probablemente no se podría hacer. Por desgracia.
Volvió a colocar la escultura en su sitio, salió y cerró la puerta sin girar el volante. Ahora podría entrar allí si fuera necesario. Lo que no creía que llegara a ocurrir.
Sólo por si acaso.
Lacke dejó que dieran diez señales antes de colgar. Gösta, que estaba sentado en el sofá acariciándole la cabeza a un gato con rayas anaranjadas, preguntó sin levantar la vista:
– ¿No hay nadie en casa?
Lacke se pasó la mano por la cara y contestó irritado:
– Sí, joder. ¿No has oído que estábamos hablando?
– ¿Quieres tomar otro?
Lacke se ablandó, intentó sonreír.
Sorry, no quería… sí, joder. Gracias.
Costa se inclinó sobre la mesa con tan poco cuidado que aplastó al gato que tenía en sus rodillas. El gato pegó un bufido y se escurrió al suelo, se sentó y miró ofendido a Gösta, que estaba echando un chorrito de tónica y una buena dosis de ginebra en el vaso de Lacke y que, acercándose a éste, le dijo:
– Ten. No te preocupes, ella sólo estará… sí…
– Ingresada. Gracias. Ha ido al hospital y la han ingresado.
– Sí… eso es.
– Pues dilo, entonces.
– ¿Qué?
– Ah, no era nada. Salud.
– Salud.
Bebieron los dos. Después de un rato Gösta empezó a hurgarse la nariz. Lacke lo miró y Gösta retiró el dedo y sonrió como para disculparse. No estaba acostumbrado a la compañía.
Un gato gordo de color gris estaba espatarrado en el suelo, parecía como si apenas tuviera fuerzas para levantar la cabeza. Gösta movió la cabeza dirigiéndose a él.
– Miriam va a tener gatitos pronto.
Lacke pegó un buen trago, hizo una mueca. Por cada gota de adormecimiento que el alcohol le proporcionaba, menos sentía el olor del apartamento.
– ¿Qué haces con ellos?
– ¿Con quienes?
– Con los gatillos. ¿Qué haces con ellos? Los dejas que vivan, ¿no?
– Sí, aunque normalmente nacen muertos. Últimamente.
– Así que… cómo. Esa gorda, ¿cómo la llamaste…?, ¿Miriam?… la tripa, ¿sólo hay… una lechigada de crías muertas ahí dentro?
– Sí.
Lacke se bebió todo lo que quedaba en el vaso, lo dejó en la mesa. Gösta le preguntó con un gesto señalando la botella de ginebra. Lacke negó con la cabeza.
– No. Esperaré un poco.
Bajó la cabeza. Una alfombra de color naranja tan llena de pelos de gato que parecía que estuviera hecha de ellos. Gatos y más gatos por todas partes. ¿Cuántos había? Empezó a contar. Llegó hasta dieciocho. Sólo en aquel cuarto.
– No has pensado nunca en… hacer algo con ellos. Me refiero a castrarlos, o cómo se dice… ¿esterilizarlos? Sería suficiente con dejar un solo sexo.
Gösta le miraba sin comprender.
– ¿Y eso cómo se hace? No, claro.
Lacke se imaginó a Gösta yendo en el metro con unos… veinticinco gatos. En una caja. No. En una bolsa, en un saco. Llegando a casa del veterinario y soltándolos allí a todos: «Cástrenlos, por favor». Se ahogaba de la risa. Gösta volvió la cabeza.
– ¿Qué pasa?
– Nada, sólo pensaba… que a lo mejor os hacen rebaja de grupo. A Gösta no le hizo gracia la broma y Lacke daba manotazos en el aire.
– No, sorry. Yo sólo… ah, estoy totalmente… con esto de Virginia, yo…
De pronto se enderezó, golpeó la mesa con la mano.
– No quiero estar más tiempo aquí.
Gösta saltó en el sofá. Los gatos que estaban delante de los pies de Lacke salieron corriendo y se escondieron debajo del sofá. De algún sitio del cuarto llegó un silbido. Gösta se revolvía, daba vueltas a su vaso.
– No te preocupes. Al menos, no por mí…
– No es eso. Aquí. Aquí. Toda la mierda. Blackeberg. Todo. Estas casas, las calles por las que andamos, los sitios, las personas, todo no es más que… una única gran enfermedad endiablada, ¿entiendes? Hay algo que está mal. Se imaginaron el sitio, planificaron todo para que fuera… perfecto, ¿no? Y de alguna jodida manera se equivocaron. Alguna mierda.
«Como si… no puedo explicarlo… como si hubieran tenido una idea de los ángulos, o lo que sea, joder, ángulos en los que tuvieran que estar las casas, en relación con las demás, ¿no? Para que hubiera armonía o algo así. Y entonces hubieran tenido algún fallo con la vara de medir, la escuadra o lo que cojones usen, y entonces se produjo un pequeño fallo desde el principio y después se hizo más grande. De manera que uno va por aquí entre las casas y no piensa más que… no. No, no, no. Aquí no tiene uno que estar. Aquí hay algo que no funciona, ¿entiendes?