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Eli se puso la bata, se anudó el cinturón.

– No. Luego me lo llevo -y dándole un toque a Oskar en el hombro-: ¿Tú? Sabes que no soy una chica, que no… Oskar dio un paso hacia atrás.

– ¡Por Dios, qué pesada! Ya lo de sobra. Ya me lo has dicho.

– Eso no es verdad.

– Claro que lo has dicho.

– A ver, ¿cuándo?

Oskar se quedó pensando.

– No me acuerdo, pero lo sabía de todas las formas. Lo he sabido desde hace mucho tiempo. -¿Estás… triste?

– ¿Por qué iba a estarlo?

– Porque… no sé. Porque te parezca que es… un rollo. Tus amigos…

– ¡Déjalo! Déjalo. Tú estás mal de la cabeza. Déjalo.

– Vale.

Eli se puso a jugar con el cinturón de la bata, luego fue hacia el tocadiscos y se quedó observando cómo giraba el disco. Se volvió y se puso a mirar a su alrededor.

– ¿Sabes? Hace mucho tiempo que no estaba… así en casa de alguien. No sé muy bien… lo que hay que hacer.

– Yo tampoco.

Eli dejó caer los hombros, se metió las manos en los bolsillos de la bata, mirando hipnotizada el agujero oscuro del LP. Abrió la boca para decir algo y la cerró de nuevo. Sacó la mano derecha del bolsillo, la acercó hasta el disco y lo apretó con el dedo índice de manera que éste se detuvo.

– Cuidado. Se puede… rayar.

– Perdón.

Eli quitó rápidamente el dedo y el disco cogió velocidad, siguió dando vueltas. Oskar vio que el dedo había dejado una mancha de humedad que se vería cada vez que el disco diera vueltas bajo la luz de la lámpara del techo. Eli volvió a meter la mano en el bolsillo de la bata, miró el disco como si intentara escuchar la música estudiando los surcos.

– Esto, claro, suena a… pero… -a Eli le temblaban las comisuras de los labios-, yo no he tenido ningún… amigo normal desde hace doscientos años.

Miró a Oskar con una sonrisa en la que se leía: perdona-que-diga-cosas-tan-tontas. Oskar abrió los ojos.

– ¿Eres tan viejo?

– Sí. No. Nací hace aproximadamente doscientos años, pero la mitad del tiempo he estado dormido.

– Eso me pasa a mí también. O por lo menos… ocho horas… que sale… una tercera parte.

– Sí. Aunque… cuando yo digo dormir me refiero a que pasan varios meses en los que no… me levanto en absoluto. Y luego otros meses en los que… vivo. Aunque entonces descanso durante el día.

– ¿Es así como funciona eso?

– No sé. Eso es en todo caso lo que me pasa a mí. Y después cuando me despierto soy… pequeño de nuevo. Y débil. Es entonces cuando necesito ayuda. Quizá sea por eso por lo que he sobrevivido. Porque soy pequeño. Y la gente quiere ayudarme. Aunque… por motivos bien distintos.

Una sombra se posó sobre la mejilla de Eli cuando apretó las mandíbulas; hundiendo las manos en los bolsillos de la bata encontró algo, lo sacó: una tira estrecha de papel brillante. Algo que su madre se había dejado; solía usar la bata de Oskar a veces. Eli volvió a dejar con cuidado en el bolsillo la tira de papel como si fuera algo valioso.

– ¿Duermes en un ataúd entonces?

Eli se echó a reír, negando con la cabeza.

– No. No. Yo…

Oskar no pudo quedarse con ello dentro más tiempo. No era esa su intención, pero le salió como una acusación cuando dijo:

– ¡Pero tú matas a la gente!

Eli le miró a los ojos con una expresión que parecía de asombro, como si Oskar le hubiera señalado con ímpetu que tenía cinco dedos en cada mano o algo igual de evidente.

– Sí, mato a gente. Es una lástima.

– Entonces, ¿por qué lo haces?

Un destello de furia en los ojos de Eli.

– Si se te ocurre alguna idea mejor la escucharé encantado.

– Sí, bueno… sangre… tiene que haber… alguna manera… de que tú…

– No la hay.

– ¿Por qué no?

Eli resopló, sus ojos se estrecharon.

– Porque yo soy como tú.

– ¿Cómo que como yo? Yo…

Eli hizo un movimiento envolvente en el aire como si llevara un cuchillo en la mano y dijo:

– «¿Qué estás mirando, idiota? ¿Quieres morir o qué?» -Golpeó con la mano vacía-. «Eso es lo que pasa si alguien se queda mirándome».

Oskar se frotó los labios uno contra otro, se los humedeció.

– ¿Qué dices?

– No soy yo el que lo digo. Lo dijiste tú. Fue lo primero que te oí decir. Abajo, en el parque.

Oskar lo recordaba. El árbol. El cuchillo. Cómo luego, inclinando la hoja del cuchillo como si fuera un espejo, vio a Eli por primera vez.

¿Te reflejas en los espejos? La primera vez que te vi estabas reflejada en un espejo.

– Yo… no mato a la gente.

– No. Pero te gustaría. Si pudieras. Y lo harías realmente si lo tuvieras que hacer.

– Porque los odio. Hay una gran…

– Diferencia. ¿Es eso?

– ¿Sí…?

– Si con eso te libraras. Si sólo fuera que ocurrió. Si pudieras desear que estuvieran muertos y ellos murieran. ¿No lo harías entonces?

– … Sí.

– Sí. Y eso sólo sería para divertirte. Por venganza. Yo lo hago porque tengo que hacerlo. No hay ninguna otra forma.

– Pero es porque ellos… ellos me maltratan, porque me provocan, porque yo…

– Porque tú quieres vivir. Exactamente igual que yo. Eli extendió los brazos, los puso sobre las mejillas de Oskar y acercó su cara a la de él. -Sé un poco como yo. Y le besó.

Los dedos del hombre estaban cerrados alrededor de los dados y Oskar vio que llevaba las uñas pintadas de negro.

El silencio se extiende por la sala como una bruma asfixiante. La estrecha mano se vuelca… lentamente… y los dados caen de ella, encima de la mesa… Chocan entre ellos, dan vueltas, se paran.

Un dos. Y un cuatro.

Oskar se siente aliviado, no sabe por qué, cuando el hombre camina a lo largo de la mesa, se coloca ante la fila de chicos como un general ante su ejército. La voz del hombre es inexpresiva, ni oscura ni clara, cuando estira un alargado dedo índice y empieza a contar a lo largo de la fila.

– Uno… dos… tres… cuatro…

Oskar mira hacia la izquierda, hacia el sitio en donde el hombre empieza a contar. Los chicos están relajados, liberados. Un sollozo. El muchacho que está al lado de Oskar se encorva, le tiembla el labio inferior. Ah. Es el… número seis. Oskar comprende ahora su alivio.

– Cinco… seis… y… siete.

El dedo señala directamente a Oskar. El hombre le mira a los ojos. Y sonríe.

– ¡No!

Pero si era… Oskar retira su mirada de la del hombre, mira los dados.

Ahora muestran un tres y un cuatro. El chico que está al lado de Oskar mira a su alrededor, medio dormido como si acabara de despertar de una pesadilla. Durante un segundo sus miradas se cruzan. Vacías. Sin comprender.

Luego un grito de la pared del fondo.

… mamá…

La mujer del chal marrón corre hacia él, pero dos hombres le salen al paso, la cogen por los brazos y… la tiran contra la pared de piedra. Los brazos de Oskar se estremecen como si quisieran cogerla cuando ella cae y sus labios forman la palabra:

– ¡mamá!

Entonces unas manos duras como puños lo cogen por los hombros y lo sacan de la fila, hacia una puerta. El hombre de la peluca aún sigue con el dedo levantado, siguiéndolo con él mientras Oskar es empujado fuera de la sala y conducido a una habitación oscura que huele