– No digas tonterías. Puedes…
– Esto vale.
Eli empezó a ponerse la camisa manchada de sangre y Oskar dijo:
– Eres asqueroso, ¿es que no lo entiendes? Eres asqueroso.
Eli se dio la vuelta con la camisa en las manos.
– ¿Es eso lo que piensas?
– Sí.
Eli volvió a guardar la camisa en la bolsa.
– ¿Qué me pongo entonces?
– Coge algo del armario, lo que quieras.
Eli asintió, entró en la habitación de Oskar donde estaban los armarios; mientras, éste se deslizó de lado en el sofá y apretó las manos contra las sienes como tratando de evitar que le estallaran.
Mamá, la mamá de Eli, mi mamá, Eli, yo. Doscientos años. El papá de Eli. ¿El papá de Eli? Ese viejo que… el viejo.
Eli volvió a entrar en el cuarto de estar. Oskar estaba a punto de decir lo que había pensado decir, pero se contuvo cuando vio que Eli llevaba puesto un vestido. Un vestido de verano de color amarillo pálido con lunares blancos. Uno de los vestidos de su madre. Eli pasó la mano por el vestido.
– ¿Está bien? He cogido el que parecía más viejo.
– Pero si es…
– Lo voy a devolver, luego.
– Sí. Sí, sí.
Eli se le acercó, se acurrucó delante de él, le cogió la mano.
– ¿Oye? Siento que… no sé lo que voy…
Oskar agitó la otra mano para hacerle callar, dijo:
– Tú sabes que ese viejo… que se ha escapado, ¿verdad?
– ¿Qué viejo?
– El viejo que… el que dijiste que era tu papá. El que vivía contigo.
– ¿Qué pasa con él?
Oskar cerró los ojos. Unos rayos azules resplandecieron dentro de sus párpados. La cadena de acontecimientos reconstruida a partir de los periódicos pasó chirriando ante él y se puso furioso, apartó su mano de las de Eli y cerró el puño, y se golpeó con él su dolorida cabeza mientras decía con los ojos aún cerrados:
– Déjalo, déjalo ya. Lo sé todo, ¿vale? Deja de fingir. Deja de mentir, estoy harto de eso.
Eli no dijo nada. Oskar apretó los ojos, tomando aire.
– El viejo ha huido. Lo han estado buscando todo el día y no lo han encontrado. Así que ya lo sabes.
Una pausa. Luego la voz de Eli por encima de la cabeza de Oskar.
– ¿Dónde?
– Aquí. En Judarn. En el bosque. En Åkeshov.
Oskar abrió los ojos. Eli se había levantado, estaba con la mano sobre la boca y unos ojos grandes y asustados por encima de la mano. El vestido era demasiado grande, colgaba como un saco sobre sus hombros estrechos y parecía un niño que se hubiera puesto sin permiso la ropa de su madre y ahora estuviera esperando algún duro castigo.
– Oskar -dijo Eli-. No salgas fuera. Mientras sea de noche. Prométemelo.
El vestido. Las palabras. Oskar sonrió, no pudo evitar decirlo.
– Suenas como mi mamá.
La ardilla está ocupada abajo, en el tronco del roble, se para, escucha. Una sirena, a lo lejos.
Por la calle Bergslagsvägen pasa una ambulancia con la luz azul encendida y la sirena puesta.
Dentro de la ambulancia hay tres personas. Lacke Sörenssson va sentado en un asiento abatible y sostiene una mano exangüe, llena de rasguños, que pertenece a Virginia Lindblad. El enfermero ajusta el tubo que introduce suero en el cuerpo de Virginia para darle a su corazón algo que bombear, después de haber perdido tanta sangre.
La ardilla juzga el ruido poco peligroso, irrelevante. Continúa bajo el tronco. Todo el día ha habido gente en el bosque, perros. Ni un momento de tranquilidad, y hasta ahora, cuando se ha hecho de noche, no se ha atrevido a bajar del roble en el que se ha visto obligada a permanecer todo el día.
Ahora los ladridos de los perros y las voces se han callado, han desaparecido. También el pájaro alborotador que ha estado revoloteando por las copas de los árboles parece que ha volado a su nido.
La ardilla llega hasta el pie del árbol, corre a lo largo de una gruesa raíz. No le gusta moverse por el suelo cuando es de noche, pero el hambre manda. Avanza con cautela, se para y escucha, mira cada diez metros. Da un rodeo para evitar una tejonera donde hasta el verano pasado vivía una familia de tejones. Hace mucho que no los ve, pero todas las precauciones son pocas.
Finalmente alcanza su objetivo: el más cercano de los muchos almacenes de invierno que ha preparado durante el otoño. La temperatura, ya por la tarde, ha descendido bajo cero, y en la nieve que se ha fundido durante el día ha comenzado a formarse una costra delgada y dura. La ardilla raspa la costra con sus patas, la atraviesa y se mueve hacia abajo. Se para, escucha y sigue cavando. A través de la nieve, las hojas, la tierra.
Justo cuando ha cogido una nuez entre las patas oye un ruido.
Peligro.
Coge la nuez entre los dientes y se sube corriendo a un pino sin tiempo para tapar el almacén. Ya fuera de peligro, arriba, en una rama, vuelve a coger la nuez entre las patas, intenta localizar de dónde viene el ruido. El hambre es mucha y la comida sólo a unos centímetros de su boca, pero primero hay que localizar el peligro, esquivarlo antes de que haya tiempo para comer.
La cabeza de la ardilla se mueve de un lado a otro, el hocico le tiembla cuando mira furtivamente el paisaje cubierto de sombras a la luz de la luna que tiene bajo sus pies y localiza el origen del ruido.
Sí. El rodeo ha merecido la pena. Esos crujidos y sonidos húmedos proceden de la tejonera.
Los tejones no pueden trepar a los árboles. La ardilla baja un poco la guardia, da un bocado a la nuez mientras sigue estudiando el terreno, ahora más como espectadora en una representación teatral, tercer palco. Quiere ver lo que pasa, cuántos tejones hay.
Pero lo que sale de la madriguera no es un tejón. La ardilla se retira la nuez de la boca, observa. Intenta comprender. Interpretar lo que ve según lo conocido. No lo consigue.
Por eso se lleva la nuez a la boca de nuevo y echa a correr árbol arriba, hasta la copa.
Quizá uno de ésos pueda trepar por los árboles.
Todo cuidado es poco.
Domingo 8 de noviembre
(Tarde/ Noche)
Las ocho y media, domingo por la tarde. Al mismo tiempo que la ambulancia con Virginia y Lacke conduce sobre el puente de Traneberg, al mismo tiempo que el jefe de la policía de Estocolmo muestra una fotografía a los periodistas ávidos de material gráfico, al mismo tiempo que Eli elige vestido en el armario de la madre de Oskar, al mismo tiempo que Tommy echa pegamento en una bolsa de plástico y aspira por la nariz el dulce embotamiento y el olvido, al mismo tiempo que una ardilla es el primer ser viviente que ve a Håkan Bengtsson en las últimas catorce horas, Staffan, uno de los que ha participado en la búsqueda, está a punto de servir el té.
No ha notado que la tetera está un poco desportillada justo en el orificio de salida, y buena parte del té se escurre por la manga, por la tetera, y cae en la encimera. Murmura algo y vuelca el recipiente tan deprisa que el líquido rebosa y la tapa de la tetera cae en la taza. El té hirviendo le salpica las manos y suelta de golpe la tetera, pone los brazos rígidos a lo largo del cuerpo mientras mentalmente recita el alfabeto hebreo para contener el impulso de lanzar el recipiente contra la pared. Aleph, Beth, Gimel, Daleth…
Yvonne entró en la cocina y vio a Staffan doblado sobre el fregadero con los ojos cerrados.
– ¿Qué ha pasado? Staffan meneó la cabeza.
– Nada.
Lamed, Mem, Nun, Samesh…
– ¿Estás triste?
– No.
Koff, Resh, Shin, Taff. Así. Mejor.