Bonita como… como el verano.
– ¿Ha llegado el verano de repente? -preguntó.
La chica ladeó la cabeza.
– ¿Qué?
– No, como llevas puesto un… cómo se llama… vestido de verano.
– Sí.
Tommy asintió, satisfecho de haber encontrado la palabra. ¿Qué había dicho ella? ¿Dinero? Ah, sí. Oskar le habría contado…
– ¿Es que quieres… comprar algo?
– Sí.
– ¿El qué?
– ¿Puedo entrar?
– Sí, sí.
– Di que puedo entrar.
Tommy hizo con el brazo un gesto exagerado, envolvente. Vio su propia mano moviéndose en ultrarrápido, un pez drogado nadando en el aire por encima del suelo.
– Entra. Bienvenida a la… sucursal.
No le quedaban fuerzas para estar más tiempo de pie. El suelo quería hacerse con él. Se volvió, se desplomó en el sofá. La chica entró, después cerró la puerta, echó el cerrojo. Él la vio como un pollo increíblemente grande, se rio de la ocurrencia. El pollo se sentó en la butaca.
– ¿Qué pasa?
– Nada, yo sólo… estás tan… amarilla.
– Ah.
La chica cruzó las manos encima de un bolso pequeño sobre las rodillas. Él no se había fijado en que lo llevaba. No. Un bolso no. Más como un… neceser. Tommy lo miró. Uno ve un bolso. Se pregunta qué habrá en él.
– ¿Qué llevas en… eso?
– Dinero.
– Sí, claro.
No. Esto no encaja. Aquí hay algo raro.
– ¿Y qué es lo que quieres comprar?
La chica abrió la cremallera del neceser y sacó un billete de mil. Otro. Otro. Tres mil. Los billetes parecían ridículamente grandes en sus manos pequeñas cuando se inclinó y los puso en el suelo.
Tommy resopló:
– Pero ¿esto qué es?
– Tres mil.
– Sí. ¿Para qué?
– Para ti.
– No.
– Que sí.
– Será alguna cagada de… dinero del Monopoly o algo así, ¿no?
– No.
– ¿No?
– No.
– Entonces, ¿por qué me lo das?
– Porque quiero comprarte algo.
– Quieres comprar algo por tres mil… no.
Tommy estiró uno de sus brazos todo lo que pudo, agarró un billete. Comprobó el tacto, lo arrugó, lo puso a contraluz y vio que llevaba la marca al agua. El mismo rey o lo que fuera que había en el billete. Auténtico.
– O sea, que no estás bromeando.
– No.
Tres mil. Puedo… viajar a algún sitio. Volar a algún sitio.
Staffan y su madre se podían quedar ahí y… Tommy sintió que se le aclaraba la cabeza. Todo esto era una locura, pero de acuerdo: tres mil. Ahí estaban. Ahora sólo quedaba saber…
– ¿Qué es lo que quieres comprar entonces? Por esto puedes tener…
– Sangre.
– Sangre.
– Sí.
Tommy dio un bufido, meneó la cabeza.
– Oye, no, lo siento. Las reservas se… han acabado. La chica estaba sentada tranquilamente en la butaca, mirándole. Ni siquiera sonrió.
– No, pero en serio -dijo Tommy-: ¿qué quieres?
– Tú tienes el dinero… si yo tengo un poco de sangre.
– No tengo.
– Sí.
– No.
– Sí.
Tommy comprendió.
Qué cojones…
– ¿Estás hablando en serio? La chica señaló los billetes.
– No es peligroso.
– ¿Pero… qué… cómo?
La chica metió la mano en el neceser, sacó algo. Un trozo de plástico blanco, rectangular. Lo meneó. Raspaba un poco. Entonces Tommy vio lo que era. Un paquete de cuchillas de afeitar. Lo dejó en la rodilla, sacó otra cosa. Un rectángulo de color carne. Una tirita grande.
Esto es ridículo.
– No, déjalo ya. No comprendes que… te puedo limpiar sencillamente ese dinero, ¿eh? Metérmelo en el bolsillo y decirte «No, qué va». ¿Tres mil? No las he visto en mi vida. Eso es mucho dinero, ¿no lo entiendes? ¿De dónde lo has sacado?
La chica cerró los ojos, suspiró. Cuando los abrió de nuevo ya no parecía tan amable.
– ¿Quieres o no quieres?
Está hablando en serio. No me jodas que está hablando en serio. No… No…
– ¿Qué vas a hacer…?, ¿un corte o así…? La chica asintió, impaciente.
¿Un corte? Espera un poco. ESPERA ahí un momento… qué era eso… cerdos…
Arrugó el entrecejo. El pensamiento rebotaba en su cabeza como una pelota de goma lanzada con fuerza en una habitación, intentaba agarrarse, parar. Y se paró. Recordó. Abrió la boca. La miró a los ojos,
– ¿no…?
– Pues sí.
– Esto será una broma, ¿no? Escucha: lárgate ahora mismo. No. Ahora te largas de aquí.
– Tengo una enfermedad. Necesito sangre. Te puedo dar más dinero si quieres.
Revolvía en el neceser, rebuscando, sacó otros dos billetes de mil, los dejó en el suelo. Cinco mil.
– Por favor.
El asesino. Vällingby. El cuello cortado. Pero qué cojones… esta chica…
– Para qué lo quieres… pero qué cojones… no eres más que una cría, tú…
– ¿Tienes miedo?
– No, yo está claro que puedo… tú tienes miedo, ¿no?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Por si me dices que no.
– Bueno, pues te digo que no. Esto es… no, espabílate. Vete a casa.
La chica estaba sentada tranquilamente en la butaca, pensando. Después asintió con la cabeza, se levantó y recogió el dinero del suelo, lo guardó en el neceser. Tommy miraba el sitio donde habían estado. Cinco. Mil. Un ruido metálico al abrirse el cerrojo. Tommy se puso boca arriba en el sofá.
– Pero… ¿qué?…, ¿me vas a cortar el cuello?
– No. Sólo en la parte interior del codo. Un poco.
– ¿Pero qué vas a hacer con ello?
– Bebérmelo.
– ¿Ahora?
– Sí.
Tommy se sondeó por dentro y vio esa lámina de la circulación de la sangre puesta como un papel de calco en la parte interior de su cabeza. Sintió, tal vez por primera vez en su vida, que tenía una circulación sanguínea. No sólo puntos aislados, heridas por donde salen una o dos gotas de sangre, sino un gran árbol que bombeaba lleno de arterias llenas de… ¿cuánto sería?… cuatro, cinco litros de sangre.
– ¿Qué enfermedad es ésa?
La chica no dijo nada, estaba al lado de la puerta con el picaporte en la mano, observándole, y las líneas de las arterias y de las venas de su cuerpo, el mapa, adquirieron de pronto el aspecto de una lámina de despiece. Eludió ese pensamiento, pensó en cambio: Hazte donante. Veinticinco coronas y un bocadillo de queso. Después dijo:
– Entonces, dame el dinero.
La chica abrió la cremallera del neceser, volvió a sacar los billetes.
– ¿Y si te doy… tres ahora y dos después?
– Vale, vale. Pero podría sobradamente… echarme encima de ti y quitarte el dinero, ¿es que no lo entiendes?
– No. No podrías.
Le extendió tres billetes de mil, sujetos entre los dedos índice y corazón. Él miró cada uno de ellos a contraluz, comprobó que eran auténticos. Los enrolló como un cilindro y los cogió con la mano izquierda.
– Bueno. ¿Ahora entonces?
La chica dejó los otros dos billetes de mil en la butaca, se sentó de rodillas al lado del sofá, sacó el paquete de cuchillas del neceser, extrajo una cuchilla.
Ya ha hecho esto antes.
La chica volvió la cuchilla como para ver qué lado era el más afilado. Se lo acercó a la cara. Un leve aviso cuya única palabra era: Schvittt. Ella dijo:
– No se lo cuentes a nadie.
– ¿Qué pasa entonces, di?
– No lo cuentes. A nadie.
– No -Tommy miró de reojo hacia su codo estirado, hacia los billetes que había en la butaca-. ¿Y cuánto me vas a sacar?
– Un litro.
– ¿Es… mucho?
– Sí.
– ¿Es tanto que yo…?
– No. No te pasará nada.
– Se renueva otra vez, claro.
– Sí.
Tommy asintió. Luego miró fascinado mientras la cuchilla, reluciente como un pequeño espejo, bajaba hasta su piel. Como si le estuviera pasando a otro, en algún otro sitio. Sólo vio el juego de líneas. Las mandíbulas de la chica, su pelo negro, su propio brazo blanco, el rectángulo de la cuchilla que apartaba el ralo vello del brazo y llegaba a su meta; se apoyó un momento sobre la vena hinchada, algo más oscura que la piel de alrededor.
Presionó hacia abajo, suave, suave. Una esquina se hundió en la piel sin romperla. Luego:
Schvittt
Una sacudida hacia atrás y Tommy resopló, apretó la otra mano, en la que tenía los billetes, con más fuerza. Dentro de su cabeza, los dientes retumbaron al apretar y rechinar unos contra otros. Apareció la sangre, salía a borbotones.
El tintineo cuando la cuchilla cayó al suelo y la chica cogió su brazo con las dos manos, apretando sus labios contra el pliegue del codo.
Tommy volvió la cabeza, no sintió más que sus cálidos labios, la lengua batiendo contra su piel y de nuevo vio el mapa interior de su cuerpo, los canales por los que corría la sangre, agitándose contra… la hendidura.
Sale de mí.
Sí. El dolor iba aumentando. El brazo empezaba a paralizarse, ya no sentía los labios, sólo la succión, cómo se… absorbía de él, cómo…
Sale.
Se asustó. Quería dejarlo. Dolía demasiado. Los ojos se le llenaron de lágrimas, abrió la boca para decir algo, para… no pudo. No había palabras que pudieran… Dobló el brazo que tenía libre sobre la boca, apretando la mano cerrada contra los labios. Sintió el cilindro de papel que sobresalía. Lo mordió.