– Era marino. Había estado en la Marina Real.
– Tiene su lógica.
Esperé que continuara, pero guardó silencio.
– ¿Qué hago, Stephen? -dije al cabo del rato.
– ¿Qué quieres hacer, Rebecca?
– Nunca he tenido una familia.
– ¿Te parece tan importante?
– Ahora sí.
– Entonces ve a verle. ¿Hay alguna razón para que no lo hagas?
– Tengo miedo.
– ¿De qué?
– No lo sé. De que me rechacen, supongo. O de que me den de lado.
– ¿Había peleas sonadas en la familia?
– Sí. Y rupturas violentas. Y «no vuelvas a poner los pies en esta casa». Ya sabes.
– ¿Te sugirió tu madre que fueras?
– No. Con esas palabras no. Pero dijo que había objetos que le pertenecían y pensaba que yo tenía que recuperarlos.
– ¿Qué objetos?
Se lo conté.
– Sé que no es mucho. Puede que ni siquiera valgan la pena de hacer el viaje. Pero me gustaría tener algo de mi madre. Además -traté de darle un enfoque humorístico-, podrían llenar el piso que acabo de alquilar.
– Yo creo que ésa debería ser una razón secundaria. Lo primero es hacer buenas migas con Grenville Bayliss.
– ¿Y si a él no le interesa mi amistad?
– Entonces no habrá problema. Nadie resultará herido, salvo tu amor propio, pero no te morirás por eso.
– Casi me estás obligando a ir -dije.
– Si no querías mi consejo, ¿por qué has venido a verme?
Tenía razón.
– No lo sé -admití.
Se echó a reír.
– Hay muchas cosas que no sabes, ¿verdad? -Y cuando por fin pude sonreírle, añadió-: Mira, hoy es jueves. Vete a casa y duerme un poco. Y si mañana te parece demasiado pronto, entonces ve a Cornualles el domingo o el lunes. Pero ve. Y mira cómo está la tierra, cómo está tu abuelo. Puede llevarte un par de días, pero no importa. No regreses a Londres hasta que hayas hecho todo lo que puedas. Y si recuperas tus objetos, mejor, pero recuerda que no son lo más importante.
– Sí. Lo recordaré.
Se puso en pie.
– Ahora, fuera -dijo-. No puedo perder el tiempo haciendo de consejero.
– ¿Seguiré trabajando aquí cuando todo esto termine?
– Más te vale. No sé qué haría sin ti.
– Entonces, adiós.
– Au revoir -dijo Stephen y entonces, como si hubiera tardado todo aquel rato en decidirse, se adelantó y me besó con torpeza-. ¡Buena suerte!
Ya había gastado demasiado dinero en taxis, así que fui con la maleta a cuestas hasta la parada del autobús, esperé a que llegara y, otra vez traqueteando, volví a Fulham. Mientras miraba por la ventanilla, sin verlas, las calles grises y llenas de gente, me puse a hacer planes. Iría a Cornualles el lunes, como había sugerido Stephen. En aquella época del año no sería difícil conseguir un billete de tren ni encontrar lugar donde hospedarme cuando llegara a Porthkerris. Y Maggie cuidaría del piso.
Pensar en el piso me recordó las sillas que había comprado antes del viaje a Ibiza. Me daba la sensación de que había pasado toda una vida desde entonces. Pero si no pasaba a recogerlas, las venderían a otra persona, tal como me había advertido aquel joven tan desagradable. Decidí bajar del autobús unas paradas antes, ir hasta la tienda y abonar el importe de las sillas para asegurarme de que estarían esperándome a la vuelta.
Me preparé para enfrentarme otra vez al joven de los téjanos, pero cuando entré y sonó el timbre de la puerta vi, con cierto alivio, que quien se levantaba de detrás del escritorio era otro hombre, un señor mayor de cabello gris y barba oscura.
Avanzó hacia mí mientras se quitaba las gafas. Dejé la maleta en el suelo.
– Buenas tardes.
– Buenas tardes. Vengo por unas sillas de cerezo y respaldo acolchado que compré el lunes pasado.
– Ah, sí, ya sé.
– Había que arreglar una.
– Sí, ya está arreglada. ¿Quiere llevárselas?
– No, con esta maleta no podría cargar con ellas. Y me voy fuera unos días. Pero pensé que si las pagaba ahora, me las podrían guardar aquí hasta mi regreso.
– Cómo no, señorita. -Tenía una voz profunda y encantadora y cuando sonreía, se le iluminaba aquella cara que tenía, de aspecto más bien taciturno.
Fui a abrir el bolso.
– ¿Aceptan cheques? Sólo llevo una tarjeta de crédito.
– No hay problema, ¿quiere utilizar mi escritorio? Aquí tiene un bolígrafo.
– ¿A nombre de quién?
– Al mío. Tristram Nolan.
Me gustó comprobar que el dueño del establecimiento era aquel hombre y no mi amigo el vaquero maleducado. Rellené el cheque, lo crucé y se lo di. Se puso a leerlo con la cabeza gacha, pero tardó tanto tiempo que pensé que me había olvidado de algo.
– ¿He puesto la fecha?
– Sí. Está perfecto. -Levantó la vista-. Es sólo su apellido, Bayliss. No es muy común.
– Sí, tiene razón.
– ¿Tiene usted algún parentesco con Grenville Bayliss?
Verme ante su nombre de aquella forma tan intempestiva y precisamente en aquel momento, me pareció extraordinario, pero también normal al mismo tiempo; como en esas ocasiones en que un nombre o una frase destacan en el interior de una página impresa sin que los busquemos.
– Sí -dije. Y a continuación, pensando que no había ningún motivo para ocultarle mi identidad a aquel hombre, añadí-: Soy su nieta.
– Increíble -dijo.
Me quedé atónita.
– ¿Por qué?
– En seguida se lo explico. -Dejó el cheque en el escritorio y sacó un óleo sólido y grande con marco dorado de detrás de una mesa de laterales abatibles bajados. Lo apoyó en una esquina del escritorio y vi que era de mi abuelo. La firma estaba en el ángulo y la fecha escrita debajo decía 1932.
– Acabo de comprarlo. No hay duda de que necesita una limpieza, pero creo que es estupendo.
Me acerqué para verlo mejor y contemplé unas dunas bajo un cielo vespertino y a dos niños pequeños, desnudos, inclinados sobre una colección de conchas. Puede que la obra fuese un algo anticuada, pero la composición era encantadora -los colores eran delicados y al mismo tiempo intensos- como si los niños, a pesar de la fragilidad de su desnudez, fuesen criaturas fuertes, criaturas que había que tener en cuenta.
– Era buen pintor, ¿verdad? -dije, sin evitar que se me escapara una nota de orgullo en la voz.
– Sí. Un colorista fantástico. -Puso el cuadro en su lugar-. ¿Lo conoce bien?
– No lo conozco. No lo he visto en mi vida. -Enmudeció en espera de que le ampliase el extraño comentario. Para llenar el silencio, añadí-: Pero ya va siendo hora de que lo conozca. El lunes me voy a Cornualles.
– ¡Magnífico! En esta época las carreteras estarán vacías y el paisaje es precioso.
– Voy en tren, no tengo coche.
– Aun así será un viaje precioso, ojalá luzca el sol.
– Muchas gracias.
Fuimos hasta la puerta. Me la abrió y recogí la maleta.
– ¿Me cuidará las sillas?
– Por supuesto. Adiós. Y que lo pase bien en Cornualles.
Capítulo 3
Pero el sol no brilló para mí. El lunes amaneció tan gris y deprimente como siempre y mis vagas esperanzas de que el clima mejorara un poco a medida que el tren me fuera llevando hacia el oeste se desvanecieron muy pronto: el cielo se fue oscureciendo conforme se sucedían los kilómetros, se levantó un viento muy fuerte y el día terminó con una lluvia torrencial. No había nada que contemplar al otro lado de las ventanillas por las que chorreaba el agua: sólo las siluetas borrosas de las colinas y las granjas y, de vez en cuando, las apelotonadas techumbres de algún pueblo que pasaba fugazmente o la estación medio vacía de pequeñas ciudades anónimas que atravesábamos a toda velocidad.