Todo cambiaría cuando llegáramos a Plymouth, me decía para consolarme. Cruzaríamos el Puente de Saltash y sería como estar en otro país, en otro clima, un lugar con chalés rosados y palmas, y el resplandor agotado del sol de invierno. Pero lo que sucedió fue que la lluvia se volvió más inclemente aún. Cuando miré al exterior y vi los campos inundados y los árboles sin hojas quebrados por el viento, mis esperanzas se desvanecieron definitivamente.
Eran casi las cinco menos cuarto cuando llegamos al nudo ferroviario en que terminaba mi viaje y la tarde oscura ya avanzaba hacia el ocaso. Cuando el tren redujo la velocidad pegado al andén, vi una palma inverosímil perfilada como un paraguas roto sobre el cielo lluvioso. El agua producía tenues destellos y bailoteaba ante el rótulo luminoso que decía: «St. Abbotts, trasbordo dirección Porthkerris». El tren se detuvo. Me eché la mochila al hombro y abrí la puerta maciza que el viento me arrebató inmediatamente de las manos. La brusca bofetada del aire helado que soplaba hacia tierra me hizo jadear. Cogí el bolso y salté al andén. Me uní al desfile general de pasajeros y crucé el puente de madera para llegar al edificio de la estación. Me dio la sensación de que los demás pasajeros tenían amigos que les esperaban; por lo menos cruzaban el vestíbulo con paso decidido, como si supieran que habría un coche aguardándoles en el otro extremo. Fui tras ellos a ciegas, sintiéndome inexperta y extraña, pero con la esperanza de que me condujeran a una parada de taxis. No había ninguno cuando salí de la estación. Me quedé a esperar, deseando que alguien se ofreciera a llevarme, ya que era demasiado tímida para pedírselo a nadie directamente. Por fin, las luces traseras del último coche desaparecieron colina arriba, en dirección a la carretera, y me vi obligada a regresar al vestíbulo para pedir ayuda y consejo.
Encontré a un mozo amontonando jaulas de gallinas en un maloliente despacho de paquetes.
– Disculpe, pero tengo que llegar a Porthkerris. ¿Sabe si hay algún taxi?
Negó despacio con la cabeza, desalentadoramente, y luego, como con un rayo de esperanza, dijo:
– Hay un autobús. Sale uno cada hora. -Echó un vistazo al lento reloj que había en lo alto de la pared-. Pero acaba de perderlo; tendrá que esperar.
– ¿No puedo pedir un taxi por teléfono?
– No hay demanda de taxis en esta época del año.
Dejé caer la mochila al suelo y nos miramos, derrotados por la enormidad del problema. Tenía los pies mojados y se me congelaban poco a poco. Por encima del crepitar de la lluvia oí un automóvil que bajaba la colina a toda velocidad, procedente de la carretera.
Alcé un poco la voz, dispuesta a salirme con la mía:
– Tengo que conseguir un taxi. ¿Dónde hay un teléfono?
– Ahí mismo tiene una cabina.
Me volví para dirigirme al lugar indicado con la mochila a rastras y oí que el coche se detenía en el exterior, a continuación un portazo, pasos de una persona que corría y un momento después apareció un hombre que abrió de golpe la puerta y la cerró empujándola para vencer la fuerza del viento helado. Se sacudió como un perro antes de cruzar el vestíbulo y desaparecer por la puerta abierta del despacho de paquetes. Le oí decir:
– Hola, Ernie. Creo que hay un encargo para mí. De Londres.
– Qué tal, señor Gardner. Hace una tarde de perros.
– Asquerosa. La carretera está inundada. Me parece que es aquél… el que está allí. Sí, ése. ¿Quieres que firme el recibo?
– Ah, sí, tiene que firmar. Aquí…
Imaginé el papel estirado encima de la mesa y el trozo de lápiz procedente de la oreja de Ernie. Y el caso es que no podía recordar dónde había oído antes aquella voz ni por qué la conocía.
– Estupendo. Muchas gracias.
– De nada.
Me había olvidado ya del teléfono y del taxi y me dedicaba a mirar la puerta en espera de que apareciese el hombre. Cuando apareció finalmente -con una caja grande y cubierta de etiquetas que decían «CRISTAL» con letras rojas- vi las largas piernas, los téjanos empapados hasta la rodilla y un impermeable negro por el que resbalaban las gotas de agua. Llevaba la cabeza descubierta, el cabello negro pegado a la piel; con el paquete ante sí, como una ofrenda, se detuvo en seco al verme. Hubo un destello de perplejidad en sus ojos oscuros y me reconoció al instante. Esbozó una sonrisa.
– ¡Dios mío! -exclamó.
Era el joven que me había vendido las sillas de cerezo.
Me quedé con la boca abierta, pensando en lo más profundo de mi ser que me habían jugado una mala pasada. Si alguna vez había necesitado ayuda era en aquellos momentos y hete aquí que el destino me mandaba a la última persona en el mundo que hubiese querido volver a ver. Y que él me viera de aquel modo, empapada y desesperada, era, de alguna manera, la gota que hacía desbordar el vaso.
Dilató la sonrisa.
– ¡Qué asombrosa casualidad! ¿Qué haces aquí?
– Acabo de bajar del tren.
– ¿Adonde vas?
Tuve que decírselo.
– A Porthkerris.
– ¿Van a venir a buscarte?
Estuve a punto de mentirle y decirle que sí. Cualquier cosa con tal de quitármelo de encima. Pero no sirvo para mentir y él se habría dado cuenta de la verdad. Dije que no y luego añadí, con ánimo de aparentar suficiencia:
– Iba a llamar un taxi.
– Tardarías horas. Yo voy a Porthkerris. Te llevo.
– No hace falta que te molestes.
– No es molestia. Voy allí de todos modos. ¿Ése es todo tu equipaje?
– Sí, pero…
– Entonces, vamos.
Yo todavía dudaba; sin embargo él parecía haber dado el asunto por concluido porque ya me había abierto la puerta para que saliera. Eché a andar pues, esquivándole al pasar, y salí al crepúsculo negro y lleno de furia.
En medio de la oscuridad dominante vi la furgoneta descubierta con las luces de posición encendidas.
Soltó la puerta del vestíbulo para que se cerrara de golpe, se dirigió al vehículo, puso el paquete con sumo cuidado en la parte trasera, cogió a continuación mi mochila, la arrojó sin miramiento y cubrió precipitadamente ambos bultos con un fragmento de lona vieja. Me quedé inmóvil, observándole, dijo:
– ¡Vamos, sube! Es absurdo que los dos nos calemos hasta los huesos. -Hice lo que me ordenaba y me acomodé en el asiento del copiloto con el bolso apretado entre las piernas. Apareció casi al momento, cerró de un portazo y puso el motor en marcha como si no hubiese un instante que perder. Nos alejamos de la estación colina arriba y un momento después accedíamos a la carretera principal y poníamos rumbo a Porthkerris.
– Anda, cuéntame cosas. Creí que vivías en Londres -dijo.
– Así es.
– ¿Has venido de vacaciones?
– Más o menos.
– Eso no es muy exacto. ¿Vas a casa de algún amigo?
– Sí. No. No sé.
– ¿Qué quieres decir?
– Pues eso. Que no lo sé. -Puede que fuese grosera, pero no pude evitarlo. Me resultaba imposible controlar lo que decía.
– Bueno, será mejor que te decidas antes de llegar a Porthkerris o no tendrás más remedio que pasar la noche en la playa.
– Me alojaré en un hotel… sólo durante esta noche.
– Fabuloso. ¿En cuál? -Le dirigí una mirada cargada de irritación y añadió con lógica aplastante-: Si no me dices a qué hotel vas, no sabré adonde llevarte, ¿no te parece?
Era evidente que me tenía acorralada.
– No he reservado habitación en ningún hotel -dije-. Bueno, pensé que podría hacerlo al llegar. Porque imagino que habrá hoteles.
– Porthkerris está lleno de hoteles. Una de cada dos casas es un hotel. Pero en esta época del año están cerrados casi todos.
– ¿Conoces alguno que esté abierto?
– Sí. Depende de lo que quieras gastarte.
Me miró de reojo. Se fijó en los vaqueros zurcidos, en los zapatos estropeados y en el abrigo viejo de cuero forrado de piel que me había puesto por encima para estar cómoda y caliente. En aquel momento olía como un perro mojado y además lo parecía.