Выбрать главу

Trasladó el beicon a un plato tibio y me puso éste delante.

– Cómetelo antes de que se enfríe.

– Señora Kernow -dije-, el señor Bayliss es mi abuelo.

Se me quedó mirando con el ceño fruncido.

– ¿Tu abuelo? Entonces, ¿de quién eres hija?

– De Lisa.

– La hija de Lisa. -Acercó una silla y se sentó con lentitud. Me di cuenta de que la noticia la había conmocionado-. ¿Lo sabe Joss?

Aquello parecía más bien irrelevante.

– Sí. Se lo dije anoche.

– Era una criatura encantadora. -Me miró un rato a la cara, con atención-. Eres su vivo retrato… sólo que ella era morena y tú rubia. La echamos de menos cuando se fue. ¿Dónde está ahora?

Se lo conté.

– ¿Y el señor Bayliss -dijo al terminar- no sabe que estás aquí?

– No.

– Tienes que ir a verle. Ahora mismo. ¡Ah! Me gustaría estar delante para verle la cara. Adoraba a tu madre.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Antes de que nos pusiéramos a llorar las dos, le dije:

– No sé cómo se va.

Quiso explicármelo, pero se hizo un lío, tanto que al final cogió un sobre y un lápiz y dibujó un mapa bastante torpe. Mientras la miraba, recordé que Joss había prometido venir a buscarme a las once para llevarme a Boscarva con la furgoneta. Y sin embargo, la idea de ir sola e inmediatamente me parecía ahora preferible. Además, la noche anterior había sido demasiado sumisa y complaciente. Joss tenía un egoísmo ilimitado y no le haría ningún daño descubrir que ya me había ido cuando llegara. Este pensamiento me levantó el ánimo y subí a buscar el abrigo.

Nada más salir noté en la cara la bofetada del viento, que corría por la callejuela como un chorro de humo por una chimenea. Era un viento frío que olía a mar, pero cuando apareció el sol llameante detrás de las nubes que corrían por el cielo, la luminosidad del día se volvió cegadora y resplandeciente. Las gaviotas chillaban y planeaban en las alturas con las alas blancas extendidas sobre el azul del cielo.

No tardé en encontrarme en un laberinto de calles estrechas y empedradas que corrían entre hileras de casas construidas sin orden. Subí cuestas y escaleras. Cuanto más subía, más arreciaba el viento. Y según ascendía, la ciudad encogía a mis pies y veía el océano, de un azul intenso, veteado de jade y violeta y salpicado de espuma blanca. Su superficie se extendía hasta el horizonte, donde comenzaba el cielo, y a mis espaldas la ciudad y el puerto eran como juguetes insignificantes.

Me detuve a contemplarlos mientras recuperaba el aliento y de pronto me ocurrió algo curioso. Aquel lugar desconocido no era tan desconocido: por el contrario, me resultaba del todo familiar. Me sentía en mi propio medio, como si hubiese vuelto a un lugar que hubiera conocido toda la vida. Y aunque apenas había pensado en mi madre desde que había tomado la decisión de ir a Porthkerris, la intuí a mi lado, subiendo las calles empinadas con sus largas piernas, jadeando, acalorada por el esfuerzo, lo mismo que yo.

Me tranquilizó aquel efecto de déjá vu. Hacía que me sintiera más acompañada y me daba valor. Seguí andando y me alegré de no haber esperado a Joss. Es verdad que su presencia me turbaba, pero no hubiera sabido decir por qué aunque en ello me hubiera ido la vida. Después de todo, se había sincerado conmigo, había contestado preguntas y había justificado con lógica cada una de sus actitudes.

Era evidente que existía una profunda antipatía entre él y Eliot Bayliss, pero era fácil de entender. No tenían nada en común. Aunque contra su voluntad, Eliot vivía en Boscarva. Era un Bayliss y la casa, por el momento, era su casa. Por otro lado, el trabajo de Joss le daba libertad para ir y venir a su antojo y, por tanto, lo encontraban en la casa inesperadamente, a horas intempestivas, quizá en momentos en que su presencia no era ni apropiada ni deseable. Me lo imaginaba tratando a todo el mundo con desenvoltura, molestando a veces, y lo que es peor, sin darse cuenta de la molestia que causaba. A un hombre como Eliot le tenía que afectar esta actitud y era lógico que Joss, a su vez, reaccionase ante el resentimiento del otro.

Cavilando de aquel modo y absorta en el ascenso, no miraba a mi alrededor, pero cuando el camino se volvió llano tuve que detenerme para orientarme. Sin duda estaba ya en lo alto de la colina. Detrás de mí, abajo, estaba la ciudad; delante se extendía la línea accidentada de la costa, que trazaba una curva a lo lejos. Bordeaba la campiña verde, cuadriculada por granjas pequeñas y sembrados en miniatura y cruzada por barrancos profundos y alfombrados de espinos y olmos achaparrados allí donde las rías se abrían paso hacia el mar.

Miré a mi alrededor. También aquello era el campo. O lo había sido un año antes. Pero al parecer se había vendido una granja, habían llegado las excavadoras, se habían arrancado los antiguos setos, se había removido y apisonado la tierra fecunda y se estaba construyendo una urbanización. Todo estaba al descubierto y al desnudo y era repugnante. Las hormigoneras gruñían, un camión avanzaba entre el barro, había montones de ladrillos y sacos de cemento, y delante de todo, como una bandera orgullosa, un tablón que proclamaba el nombre del responsable de la carnicería:

ERNEST PADLOW

MAGNIFICAS VIVIENDAS INDEPENDIENTES

EN VENTA

Dirigirse a Sea Lane, Porthkerris Teléfono Porthkerris 873

No cabía duda de que las casas eran independientes, pero por muy poco. Apenas había un metro de distancia entre una y otra y la ventana de una daba exactamente a la ventana de la casa contigua.

Mi corazón derramó lágrimas por los campos condenados y las oportunidades perdidas. Mientras estaba allí reconstruyendo mentalmente toda la urbanización, un coche subió la colina detrás de mí y se detuvo delante de las obras. Era un Jaguar viejo, de color azul marino, y el hombre que bajó dando un portazo vestía una chaqueta de trabajo y llevaba una carpeta y un montón de papeles que se agitaban al viento. Me vio al volverse, titubeó unos segundos y echó a andar hacia mí, mientras se aplastaba el pelo contra la calva cabeza.

– Buenos días. -Me sonrió con familiaridad, como si fuésemos viejos amigos.

– Buenos días.

Lo había visto antes. La noche anterior, en «El Ancla», hablando con Eliot Bayliss.

Miró el tablón.

– ¿Quiere comprar una casa?

– No.

– Debería hacerlo. Aquí arriba se disfruta de una vista estupenda.

Fruncí el ceño.

– No quiero una casa.

– Sería una buena inversión.

– ¿Es usted el encargado?

– No. -Miró con orgullo el cartel que se levantaba por encima nosotros-. Soy Ernest Padlow.

– Entiendo.

– Hermoso lugar éste… -Contempló la devastación con aire satisfecho-. Eran muchos los que andaban tras el solar, pero la propietaria era una viuda y supe convencerla para que me lo vendiese.

Yo estaba sorprendida. Mientras hablaba, sacó y encendió un cigarrillo, sin ofrecerme ninguno. Tenía los dedos manchados de nicotina y me pareció el hombre menos atractivo que había conocido en mi vida.

Volvió a fijarse en mí.

– No la he visto antes por aquí, ¿verdad?

– No.

– ¿De visita?

– Sí, tal vez.

– Es mejor fuera de temporada. No hay tanta gente.

– Estoy buscando Boscarva -dije.

Le cogí desprevenido y la campechanía se le fue como por ensalmo. Los ojos se le endurecieron como si fueran de piedra.

– ¿Boscarva? ¿Se refiere a la casa del viejo Bayliss?

– Sí.

Puso cara de astucia.

– ¿Busca a Eliot?

– No.

Esperó a que le diera más información. Como no lo hice, trató de bromear a costa de la situación.

– Bueno, siempre digo que en boca cerrada no entran moscas. Si quiere llegar a Boscarva, vaya por ese sendero. Hay casi un kilómetro. La casa está abajo, hacia el mar. El tejado es de pizarra y hay un gran jardín alrededor. Es imposible perderse.