– Muchas gracias. -Le sonreí con amabilidad-. Adiós.
Me volví y eché a andar; sentí sus ojos en mi espalda. Cuando volvió a hablar, me giré para mirarle. Sonreía; otra vez éramos amigos.
– Si quiere una casa, decídase pronto. Se están vendiendo como rosquillas.
– Le creo. Pero no busco casa. Gracias.
El sendero me condujo colina abajo, hacia la lámina azul e infinita del mar, y no tardé en salir al campo verdadero, a la tierra cultivada donde pastaban las vacas de Guernsey, aquellos animales de mirada dulcísima. Entre los setos crecían prímulas y violetas silvestres y cuando salía el sol teñía la hierba lozana de color verde esmeralda. Al doblar una curva vi las puertas blancas articuladas entre dos muros de manipostería levantados a hueso; un camino en pendiente trazaba una curva y en el punto en que se perdía de vista se alzaban macizos de escalonias y olmos que los vientos implacables habían deformado de manera antinatural.
No se veía la casa desde allí. Me detuve junto a las puertas abiertas y miré hacia el camino mientras el valor se me iba como el agua de la bañera cuando se quita el tapón. No sabía qué hacer ni qué iba a decir cuando me decidiera a entrar.
La decisión se tomó, de manera tan inesperada como milagrosa, un poco a pesar mío. Junto a la casa, fuera de mi vista, oí que un coche se ponía en marcha y se aproximaba a toda velocidad. Era un deportivo de estribos rasantes y con la capota abierta; cuando llegó a mi altura, me hice a un lado para que pasara como un rayo por entre el jambaje de la entrada, colina arriba, por donde yo acababa de llegar. Aun así, tuve tiempo de ver al conductor y al gran setter rojo que estaba instalado en el asiento trasero con esa expresión desbordante de alegría que tienen los perros cuando dan un paseo en un descapotable.
Creí que había pasado inadvertida, pero no fue así. El coche se detuvo al instante. Se oyó un chirrido de frenos y de las ruedas traseras brotó un chorro de piedrecillas. Retrocedió hacia mí casi a la misma velocidad. Eliot Bayliss pisó el freno, apagó el motor y me inspeccionó desde el otro lado del asiento vacío del copiloto, con el brazo apoyado en el volante. Iba sin sombrero y con un abrigo de piel de oveja. Había una expresión divertida en su cara, o tal vez de intriga.
– Hola -dijo.
– Buenos días. -Me sentí ridícula, envuelta en el abrigo viejo mientras el viento me cubría la cara con mi propio pelo. Me lo aparté con la mano.
– Pareces perdida.
– Pues no, no me he perdido.
Me miró con fijeza y de pronto frunció el ceño.
– Te vi ayer, ¿verdad? En «El Ancla», con Joss.
– Sí.
– ¿Buscas a Joss? Creo que aún no ha llegado. En caso de que venga. No es seguro.
– No. No busco a Joss.
– Entonces -preguntó con amabilidad-, ¿a quién buscas?
– Yo… quería ver al anciano señor Bayliss.
– Es un poco temprano para eso. Normalmente no sale de su habitación hasta el mediodía.
– Ah. -No había pensado en aquello.
Seguramente se me transparentó parte de la desilusión en la cara porque añadió en el mismo tono amable y cordiaclass="underline"
– A lo mejor puedo ayudarte yo. Soy Eliot Bayliss.
– Ya lo sé. Bueno… Joss me lo comentó anoche.
Aparecieron dos discretos surcos entre sus cejas. Era evidente y natural que estuviera perplejo ante mi relación con Joss.
– ¿Por qué quieres ver a mi abuelo? -Y como no le contesté, se inclinó de súbito para abrir la portezuela del coche-. Sube -dijo con voz fría y autoritaria.
Subí y cerré la puerta. Sentía sus ojos clavados en mí, en el abrigo deformado y los téjanos zurcidos.
El perro se acercó para olisquearme el oído, tenía el hocico frío y alargué la mano para acariciarle la oreja larga y sedosa.
– ¿Cómo se llama? -pregunté.
– Rufus. Rufus el Rojo. Pero eso no contesta mi pregunta. ¿O sí?
Otra interrupción vino en mi ayuda. Otro coche. Pero esta vez era la furgoneta de Correos, roja, alegre y dando bandazos. Se detuvo y el cartero bajó el cristal de la ventanilla para decirle a Eliot con buen humor:
– ¿Cómo voy a llegar a entrar para entregar el correo si usted estaciona el automóvil en la entrada?
– Disculpe -dijo Eliot sin perder la calma. Y se levantó de detrás del volante para ir a recoger el puñado de cartas y el periódico que le alargaba el cartero-. Las llevo yo y así se ahorra el viaje.
– Fantástico -dijo el cartero-. Ojalá todos hicieran el trabajo por mí. -Se despidió con un guiño y un gesto de la mano y continuó su camino, supongo que con rumbo a alguna granja apartada.
Eliot volvió al coche.
– Bueno -dijo sonriendo-. ¿Qué voy a hacer contigo?
Pero yo apenas le oí. Tenía el fajo de cartas sobre las rodillas y en primer lugar había un sobre de correo aéreo, con matasellos de Ibiza, dirigida al señor Grenville Bayliss. La letra puntiaguda era inconfundible.
Los coches son aptos para las confidencias. No tienen teléfono y no hay riesgo de sufrir interrupciones inesperadas.
– Esa carta -dije-, la que está encima. Es de un hombre que se llama Otto Pedersen. Vive en Ibiza.
Eliot cogió el sobre con el ceño fruncido. Le dio la vuelta y leyó el nombre de Otto en el remite. Me miró.
– ¿Cómo lo sabías?
– Reconozco la letra. Lo conozco a él. Le escribe a… a tu abuelo para decirle que Lisa ha muerto. Falleció hace una semana. Vivía con Otto en Ibiza.
– Lisa. ¿Te refieres a Lisa Bayliss?
– Sí. La hermana de Roger. Tu tía. Mi madre.
– ¿Eres hija de Lisa?
– Sí. -Me volví para mirarle con fijeza a los ojos-. Soy tu prima. Grenville Bayliss también es mi abuelo.
Sus ojos eran de un color extraño, entre grises y verdes, como guijarros bañados por el agua de un río que discurriera a gran velocidad. No manifestaron sorpresa ni placer, sólo me observaron con ecuanimidad y sin expresión. Dijo al cabo del rato:
– Que me ahorquen.
No era ni por asomo lo que yo esperaba. Permanecimos sentados en silencio porque no se me ocurrió qué decir, y luego, como si de pronto hubiese tomado una decisión, arrojó el montón de cartas en mi regazo, volvió a poner el motor en marcha y giró el volante para entrar en la mansión.
– ¿Qué haces? -pregunté.
– ¿Tú qué crees? Te llevo a casa, naturalmente.
A casa. A Boscarva. Doblamos la curva del camino y la vi aguardándome. No era pequeña, pero tampoco grande. De piedra gris y cubierta de enredadera, tejado de pizarra gris y un porche semicircular de piedra con la puerta abierta para que entrara el sol; y en el interior, un vislumbre de baldosas rojas, una serie de macetas, y el rosa y el rojo de los geranios y las fucsias. Una cortina se agitaba en una ventana de arriba y salía humo de una chimenea. En el momento de bajar del coche salió el sol de detrás de una nube y, atrapado entre los brazos abiertos de la mansión, guarecida del viento del norte, se puso a caldear el patio.
– Ven conmigo -dijo Eliot y echó a andar delante de mí con el perro pisándole los talones. Cruzamos el porche y accedimos a un vestíbulo revestido de madera e iluminado por la luz que entraba por el ventanal que había en el recodo de la escalera. Me había imaginado Boscarva como una casa del pasado, triste y nostálgica, estremecida por viejos recuerdos. Pero no era así en absoluto. Era vital y vibraba de actividad. Sobre la mesa había papeles, un par de guantes de jardinero y una correa para el perro. Al otro lado de una puerta, de la cocina sin duda, se oía un murmullo de voces y platos. Arriba zumbaba una aspiradora. Y flotaba en el ambiente un aroma que mezclaba el olor de la piedra lavada, de la cera que cubría los suelos antiguos y de los fuegos de leña que se habían encendido con el suceder de los años.
Eliot se detuvo al pie de la escalera y exclamó: «¡Mamá!». Pero como no obtuvo respuesta, sólo el zumbido de la aspiradora, dijo: