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Me imaginé a los diecisiete años, en el lugar de la desconocida Andrea: estar en esa casa cálida y acogedora, atendida por Mollie y Pettifer, con el mar y los acantilados en la puerta, con aquel paisaje que invitaba a dar largos paseos y con todas las callejuelas sinuosas de Porthkerris esperándome para que las explorara… habría sido como tocar el cielo con las manos, jamás me habría aburrido. Me pregunté si la sobrina de Mollie y yo tendríamos algo en común.

– Bueno -prosiguió-, como ya sabes, Eliot y yo estamos aquí solamente porque murió la señora Pettifer y los dos ancianos no podían arreglárselas solos. Tenemos a la señora Thomas, que viene todas las mañanas a ayudarme con la casa, pero cocino yo y procuro tener este lugar lo más brillante y hermoso que puedo.

– Las flores son preciosas.

– No soporto una casa sin flores.

– ¿Y qué hay de tu propia casa?

– Ay, querida, está vacía. Te llevaré un día a High Cross para enseñártela. Después de la guerra compré dos chalés antiguos y los reformé. Está feo que lo diga yo, pero la casa es preciosa. Y está cerca del salón-garaje de Eliot; desde que estamos aquí, no abandona la carretera.

– Sí, ya me lo imagino.

Volví a oír pasos que se acercaban por el vestíbulo. Un momento después se abrió la puerta y entró Pettifer con mucho cuidado con una bandeja cargada con todo lo necesario para un café de media mañana, incluida una humeante cafetera de plata.

– Ah, gracias, Pettifer.

Pettifer se adelantó, vencido por la carga, y Mollie se levantó para coger un taburete y ponerlo con rapidez debajo de la bandeja para que el anciano la dejara antes de que se le cayera al suelo.

– Espléndido, Pettifer.

– Una de las tazas era para Joss.

– Está arriba, trabajando. Seguramente se ha olvidado del café. No te preocupes, ya me lo tomaré yo. Otra cosa, Pettifer… -Pettifer se enderezó con lentitud, como si le dolieran todas las articulaciones. Mollie cogió la carta de Ibiza que había dejado sobre la chimenea para mayor seguridad-. Pensamos, todos nosotros, que sería mejor que fueses tú quien le comunicara al capitán lo de su hija y quien le entregara la carta. Pensamos que le resultaría menos doloroso si lo escuchara de tus labios. ¿Te importaría?

Pettifer cogió el delgado sobre azul.

– No, señora. Lo haré. Ahora mismo iba a subir para ayudar al capitán a levantarse y a vestirse.

– Eres muy amable, Pettifer.

– Gracias, señora.

– Y dile que Rebecca está aquí. Y que se va a quedar con nosotros. Habrá que ponerle la cama en la buhardilla, pero estará bien.

El rostro de Pettifer volvió a iluminarse. Me pregunté si alguna vez sonreiría de verdad o si estaría tan acostumbrado a aquella expresión lúgubre que las manifestaciones de alegría se le habían vuelto ya físicamente imposibles.

– Me alegra que se quede -dijo-. Al capitán también le gustará.

Cuando nos quedamos solas, dije:

– Seguramente tienes mucho que hacer. ¿No sería mejor que me fuera? Para no molestar, digo.

– Bueno, en realidad tienes que ir a buscar tus cosas a casa de la señora Kernow. ¿Cómo podemos arreglarlo? Podría llevarte Pettifer, pero ahora estará ocupado con Grenville y yo tengo que hablar con la señora Thomas por lo de tu habitación y pensar en la comida. ¿Qué podríamos hacer? -Yo no sabía qué decirle. Desde luego, no iba a poder cargar todo mi equipaje colina arriba desde la ciudad. Pero, por suerte, Mollie respondió a su propia pregunta-. Ya lo sé. Joss. Él puede llevarte y traerte con la furgoneta.

– Pero, ¿no está trabajando?

– Creo que por una vez podemos interrumpirle. No ocurre muy a menudo. Estoy segura de que no le importará. Anda, vamos a buscarlo.

Había creído que me conduciría a alguna dependencia olvidada o a un cobertizo donde encontraría a Joss rodeado de virutas y olor a cola de carpintero, pero, ante mi sorpresa, me llevó al piso de arriba, motivo por el que me olvidé de Joss; porque se trataba de mis primeras impresiones de Boscarva -el lugar donde había crecido mi madre- y no quería perderme ningún detalle. Las escaleras no estaban alfombradas, la madera que revestía las paredes llegaba hasta la mitad y de aquí hasta el techo estaban decoradas con papel de color oscuro. Sobre este papel colgaban cuadros macizos pintados al óleo. Todo contrastaba con el salón femenino y delicado de la planta baja. En el primer piso había dos pasillos que conducían uno a la derecha y el otro a la izquierda; y una cómoda de nogal barnizado y anaqueles repletos de libros. Seguimos subiendo. Vi esterillas rojas, pintura blanca y el pasillo que volvía a bifurcarse. Mollie dobló a la derecha. Al final de este pasillo había una puerta abierta por la que salían las voces de un hombre y una joven.

Mollie pareció vacilar y apretó el paso con determinación. Vista desde atrás, me pareció impresionante.

La seguí por el pasillo y a través de la puerta, y nos encontramos en una buhardilla que, gracias a un tragaluz, habían convertido en estudio o tal vez en una sala de billar, ya que, pegado a la pared, había un abultado sofá con asiento de cuero y brazos y patas de roble. Pero era evidente que aquella habitación fría y aireada se utilizaba como taller. Joss estaba en el centro, rodeado de sillas, marcos rotos, una mesa con una pata torcida, retazos de cuero, herramientas, clavos y un viejo hornillo de gas sobre el que había un pote de cola de aspecto desagradable. Envuelto en un gastado delantal azul, colocaba con cuidado un precioso trozo de cuero escarlata sobre el asiento de una de las sillas, mientras charlaba con una joven que se volvió, con gesto apático, para ver quién había entrado en la habitación a interrumpir aquel íntimo tete á tete.

– ¡Andrea! -dijo Mollie. Y luego, con menos aspereza-: Andrea, no sabía que te habías levantado.

– Bueno, hace ya varias horas.

– ¿No has desayunado?

– No tenía ganas.

– Andrea, te presento a Rebecca. Rebecca Bayliss.

– Ah, sí. -Se volvió a mirarme-. Joss me ha estado hablando de ti.

– Encantada -dije. Era muy joven y muy delgada. El pelo largo le caía a ambos lados de la cara igual que manojos de algas marinas. Era bonita excepto por los ojos, muy claros, algo saltones y estropeados por el exceso de maquillaje. Llevaba téjanos, inevitablemente, y una camiseta de algodón que no parecía muy limpia y que dejaba bien claro que no llevaba nada debajo. Calzaba unas sandalias que parecían botas ortopédicas que se hubiesen decorado con franjas verdes y moradas. Del cuello le colgaba un cordón de cuero con una pesada cruz de plata de forma vagamente celta. Andrea, me dije. Aburrida de Boscarva. Y me sentí incómoda al pensar que ella y Joss habían hablado de mí. Me pregunté qué le habría dicho éste.

La joven no se movió: se quedó donde estaba, con las piernas abiertas, apoyada en una vieja mesa de caoba.

– Hola -dijo.

– Rebecca va a quedarse aquí -dijo Mollie. Joss levantó la vista, tenía la boca llena de clavos y un mechón de cabello negro sobre la frente; los ojos le brillaron con interés.

– ¿Dónde va a dormir? -preguntó Andrea-. Creí que la casa estaba llena.

– En la habitación que está al final del pasillo -le dijo su tía con brusquedad-. Joss, ¿me harías un favor? -Joss escupió limpiamente los clavos en la palma de la mano y se puso en pie mientras, con la muñeca, se apartaba de la frente el mechón de pelo-. ¿Podrías llevar a Rebecca ahora a casa de la señora Kernow, decirle que se viene aquí y ayudarla a traer el equipaje? ¿Sería mucha molestia?

– Ninguna -dijo Joss. Pero la cara de Andrea adoptó una expresión de resignación aburrida.