– Sé que es un engorro con el trabajo que tienes, pero la verdad es que nos harías un gran favor…
– No se preocupe. -Joss dejó el martillo y se puso a desanudar el lazo del delantal. Me hizo un guiño de complicidad-. Empiezo a acostumbrarme a ser el chófer de Rebecca.
Andrea dio un bufido, aunque ignoro si de fastidio o de impaciencia, se puso en pie de un salto y salió de la habitación. Por suerte, no nos regaló ningún portazo, pero creo que todos temimos la posibilidad.
Y de aquel modo volví al punto en que había comenzado, empotrada con Joss en su desvencijada furgoneta. Fuimos en silencio desde Boscarva hasta la urbanización del señor Padlow y por la ladera de la colina que conducía a la ciudad.
Fue Joss quien rompió el silencio.
– Así que todo ha salido bien.
– Sí.
– ¿Qué te parece tu familia?
– Todavía no los conozco a todos. No he visto a Grenville.
– Te caerá bien -dijo, pero de tal modo que fue como si hubiese dicho: El te caerá bien.
– Me caen bien todos.
– Estupendo.
Lo miré. Llevaba puesta la raída cazadora vaquera de color azul y un polo azul marino. De perfil parecía impasible. Pensé que tenía que ser muy fácil volverse loca por él.
– Háblame de Andrea -dije.
– ¿Qué quieres saber de Andrea?
– No lo sé. Cualquier cosa.
– Tiene diecisiete años y cree que está enamorada de un chico que ha conocido en Bellas Artes. Como sus padres no están de acuerdo con esa relación, la han mandado al campo con la querida tía Mollie. Y se aburre como una ostra.
– Ni que fueras su confidente.
– No hay nadie más con quien hablar.
– ¿Por qué no se vuelve a Londres?
– Porque tiene diecisiete años. No tiene dinero. Y creo que tampoco tiene el valor que haría falta para enfrentarse a sus padres.
– ¿Qué hace por el día?
– No sé. No estoy con ella todo el día. Por lo visto, no se levanta hasta la hora de comer y luego se pone a ver la televisión. Boscarva es un asilo de ancianos. Es lógico que se aburra.
– Sólo los aburridos se aburren -dije sin pensar. Aquello me lo había metido en la cabeza una maestra sabia y bien intencionada.
– Eso -dijo Joss- es de un mojigato que da pena.
– No era ésa mi intención.
Sonrió.
– ¿Nunca te has aburrido?
– Nadie que viviera con mi madre se habría aburrido.
– Me sacabas de quicio, pero no me aburría contigo -canturreó.
– Exacto.
– Por lo que cuentas, era una mujer fabulosa. De las que me a mí gustan.
– Casi todos los hombres que la conocían pensaban igual.
Cuando llegamos a Fish Lane, la señora Kernow no estaba, pero Joss tenía llave. Entramos y subí a hacer la maleta y a preparar la mochila, mientras Joss escribía una nota a la señora Kernow en que le explicaba la nueva situación.
– ¿Y cómo le pago? -pregunté al bajar, mientras me echaba la mochila a la espalda.
– Ya lo arreglaré con ella cuando la vea. Se lo he puesto en la nota.
– También puedo pagarle yo.
– Desde luego, pero déjalo en mis manos.
Cogió la maleta y se dirigió a la puerta; no hubo oportunidad, pues, de seguir discutiendo.
Volvió a cargar mis cosas en la parte trasera de la furgoneta y partimos hacia Boscarva, pero esta vez por el camino del puerto.
– Quiero enseñarte la tienda… bueno, sólo quiero que veas dónde está. Para que sepas dónde encontrarme si me necesitas para algo.
– ¿Por qué iba a necesitarte?
– No sé. Podrías necesitar un buen consejo o dinero o divertirte un rato. Allí está, es inconfundible.
Era una casa alta y estrecha, encajada entre dos casas anchas y bajas. Tenía tres pisos con una ventana en cada uno, y la planta baja todavía en trance de reconstrucción, con la madera nueva sin pintar y grandes círculos de pintura blanca en el escaparate.
Cuando pasamos delante de la tienda, con los neumáticos vibrando sobre los adoquines, dije:
– Está bien situada, seguro que todos los turistas entrarán a gastarse el dinero.
– Ojalá.
– ¿Cuándo podré verla?
– La semana próxima, si quieres. Creo que para entonces ya estará más o menos arreglada.
– De acuerdo. La semana próxima.
– Es una cita -dijo Joss, y dobló al llegar a la esquina de la iglesia. Puso la segunda y subimos rugiendo, con un ruido semejante al de una moto sin tubo de escape.
Al llegar a Boscarva, Pettifer apareció en la puerta principal en el momento en que Joss cogía la maleta de la parte trasera del vehículo. Nos había oído llegar.
– Joss, el capitán está abajo, en su estudio. Dijo que Rebecca fuera a verle en cuanto llegara.
Joss le miró.
– ¿Cómo está?
Pettifer bajó la cabeza.
– Así así.
– ¿Está muy alterado?
– Está perfectamente… Deja la maleta, ya la subo yo.
– Ni hablar -dijo Joss. Y por una vez me alegré de que se comportara con su habitual sentido de la autoridad-. La llevo yo. ¿Dónde va a dormir Rebecca?
– En la buhardilla… al fondo del pasillo donde está la sala de billar. Pero el capitán dijo que fuera enseguida.
– Ya sé. -Joss esbozó una sonrisa-. Y los relojes de la Marina adelantan cinco minutos. Pero todavía nos queda tiempo para instalar a la joven, de manera que sé bueno y no me líes.
Dejamos a Pettifer quejándose en voz baja y subí detrás de Joss los dos tramos de escalera que ya había subido aquella misma mañana. Ya no se oía la aspiradora pero percibía el olor del cordero asado. Entonces me di cuenta de que tenía un hambre de lobo y la boca se me hizo agua. Joss subía volando gracias a sus largas piernas y cuando yo llegué a la habitación de techo inclinado que iba a ser mía, ya había soltado la maleta y la mochila y había abierto la ventana de par en par. Una ráfaga de aire salado y frío me dio la bienvenida.
– Ven a ver el paisaje.
Me situé junto a él. Contemplé el mar, los acantilados, el matiz dorado de los helechos y los cirios amarillentos de las primeras aulagas. Debajo se extendía el jardín de Boscarva, que no había podido ver desde la ventana del salón debido al antepecho de piedra que rodeaba la terraza. Constaba de una serie de terrazas que escalonaban la falda de la colina y, al fondo, pegado a un ángulo del muro del jardín, había una pequeña casa de piedra con techo de pizarra. No, no era una casa, tal vez un establo con altillo espacioso.
– ¿Qué es ese edificio? -pregunté.
– El estudio -respondió Joss-. Allí pintaba tu abuelo.
– No parece un estudio.
– Por el otro lado sí. La pared que da al norte es toda de cristal. Lo diseñó él mismo y mandó que lo construyera un albañil de aquí.
– Parece cerrado.
– Totalmente. Incluso los postigos. Nadie lo ha abierto desde que tuvo el infarto y dejó de pintar.
De pronto me estremecí.
– ¿Tienes frío? -preguntó Joss.
– No sé. -Me aparté de la ventana, me desabroché el abrigo y lo tiré a los pies de la cama. La habitación era blanca y la alfombra de color granate. Había un ropero empotrado, estantes repletos de libros y una pila. Fui a lavarme las manos e hice girar el jabón varias veces bajo el agua caliente. Encima de la pila había un espejo que me devolvió una imagen tan desaliñada como tensa. Entonces me di cuenta de que me había puesto nerviosa pensar en el encuentro con Grenville y en lo importante que me parecía que tuviera buena impresión de mí. Me sequé las manos, abrí la mochila y busqué el cepillo y el peine.
– ¿Era buen pintor? ¿Crees que era un buen artista?
– Sí, de la vieja escuela, por supuesto, pero magnífico. Y un colorista fantástico.
Me quité la goma del extremo de la trenza, sacudí los mechones para que se soltaran y volví al espejo para cepillarme. Veía a Joss, que me observaba, por encima del reflejo de mi hombro. Mientras me cepillaba, me peinaba y volvía a trenzarme el cabello, no dijo ni una sola palabra. Cuando sujeté la punta de la trenza, dijo: