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– Entonces, ¿Sophia no estuvo nunca aquí?

– Oh, sí. Iba y venía. Iba al estudio con el capitán y cuando él se cansaba o perdía la paciencia, le decía que había terminado la jornada y ella subía por el jardín, aparecía por la puerta de servicio y decía: «¿Podrían darme una taza de té?», y como era Sophia, la señora Pettifer siempre tenía el agua al fuego.

– Leía el futuro en las tazas de té.

– ¿Quién se lo ha dicho?

– Mi madre.

– Es verdad. Y a todos nos decía que iban a pasarnos cosas maravillosas. Claro que no pasaban, pero era divertido oírselo decir. Ella y su madre eran buenas amigas. Sophia la llevaba a la playa y la señora Pettifer les preparaba una cesta con la merienda. Y si hacía mal tiempo daban largos paseos por el páramo.

– Pero, ¿qué hacía mi abuela mientras tanto?

– La mayoría de las tardes jugaba al bridge o al mahjong. Tenía un círculo de amigos muy selecto. Era toda una señora y en realidad no le interesaban mucho los niños. Si se hubiera preocupado más por Lisa cuando era pequeña, quizás hubieran tenido más cosas en común cuando creció y, probablemente, su madre no se habría fugado ni nos habría hecho sufrir como lo hizo.

– ¿Qué pasó con Sophia?

– Volvió a Londres, se casó y tuvo un hijo, según creo. Murió en 1942 durante un bombardeo. El niño estaba en el campo y su marido en el extranjero, pero Sophia se había quedado en Londres porque trabajaba en un hospital. Nos enteramos mucho después.

Para la señora Pettifer y para mí fue como si se hubiese apagado una luz en nuestra vida.

– ¿Y mi abuelo?

– También lo sintió mucho, como es lógico. Pero hacía años que no la veía. Sophia no era más que una modelo que había trabajado para él.

– ¿Hay más cuadros de ella?

– Hay cuadros de Sophia en las galerías de provincias de todo el país. Si quiere ir a verlo, hay uno en la galería de Porthkerris. Y un par arriba, en la habitación de la señora Roger.

– ¿Me los podrías enseñar ahora? -lo dije con tanta vehemencia que Pettifer pareció sorprenderse, como si le hubiese pedido algo inmoral-. Bueno, si a la señora Bayliss no le molesta.

– No… no le molestará. No veo por qué. Vamos.

Se levantó con esfuerzo y le seguí escaleras arriba y por el pasillo del primer piso hasta el dormitorio que quedaba encima del salón, una habitación amplia y amueblada de un modo muy femenino, con muebles Victorianos y una alfombra rosa y crema. Mollie la había limpiado y ordenado hasta un extremo que daba grima. Los dos pequeños óleos colgaban juntos entre las ventanas: en uno había un castaño y una joven recostada a su sombra; en el otro, la misma joven tendía la ropa durante un día ventoso. Me sentí desilusionada.

– Todavía no sé cómo es Sophia.

Pettifer iba a contestarme cuando sonó un timbre en algún punto de la casa. Levantó la cabeza como un perro servicial.

– Es el capitán, nos habrá oído hablar a través de la pared. Discúlpeme.

Salí con él de la habitación de Mollie y cerré la puerta tras de mí. Avanzó por el pasillo, abrió una puerta y oí la voz de Grenville.

– ¿Qué estáis murmurando los dos ahí dentro?

– Estaba enseñándole a Rebecca los dos cuadros de la habitación de la señora Roger…

– ¿Está Rebecca ahí? Dile que entre…

Entré, pasando delante de Pettifer. Grenville no estaba en la cama, sino sentado en un sillón hondo y con los pies apoyados en un taburete. Estaba vestido pero tenía una manta sobre las rodillas. El alegre chisporroteo de las llamas animaba la habitación. Todo estaba en orden y en su sitio, y olía a la brillantina que el abuelo se ponía en el cabello.

– Creí que estabas en la cama -dije.

– Pettifer me ayudó a levantarme después de comer. Me aburro como una ostra si me quedo todo el día en la cama. ¿De qué estabais hablando?

– Pettifer me enseñaba cuadros tuyos.

– Pensarás que son muy anticuados. Los jóvenes vuelven ahora al realismo. Sabía que tendría que ocurrir. Me gustaría regalarte uno. En el estudio hay montones sin catalogar. Hace diez años que lo cerré y aún no he vuelto por allí. Pettifer, ¿dónde está la llave?

– En un lugar seguro, señor.

– Tendrás que pedirle la llave a Pettifer e ir al estudio a husmear. A ver si encuentras uno que te guste. ¿Tienes casa donde ponerlo?

– Tengo un piso en Londres. Y necesita un cuadro.

– Me he acordado de otra cosa mientras estaba aquí. El jarrón de jade que está en la vitrina, abajo. Lo traje de China hace años y se lo regalé a Lisa. Ahora es tuyo. Y un espejo que le dejó su abuela… ¿Dónde está, Pettifer?

– En la sala de tomar el sol, señor.

– Bueno, habrá que descolgarlo y limpiarlo. Te gustaría tenerlo, ¿verdad?

– Claro que sí. -Sentí un gran alivio. Me había estado preguntando cómo abordar el tema de las pertenencias de mi madre y Grenville lo había hecho por mí. Titubeé, pero ya que estábamos en ello, mencioné el tercer objeto-: ¿No había también un buró?

– ¿De veras? -Clavó en mí su temible mirada-. ¿Cómo lo sabes?

– Mi madre me habló sobre el jade y el espejo y dijo que había también un buró. -Siguió mirándome con fijeza. De pronto deseé no haber abierto la boca-. En realidad no importa, pero pensé que si nadie lo quería… si no se utilizaba…

– Pettifer, ¿recuerdas el buró?

– Sí, señor, ahora que lo menciona. Estaba arriba, en el desván, pero no recuerdo haberlo visto últimamente.

– Sé bueno y búscalo cuando puedas. Y echa más leña al fuego… -Pettifer obedeció. Mientras le observaba, preguntó Grenville-: ¿Dónde están todos? La casa está muy silenciosa. No se oye más que la lluvia.

– La señora Roger ha ido a una partida de bridge. La señorita Andrea creo que está en su habitación…

– ¿Te apetece un té? -Grenville me guiñó un ojo-. Te gustaría, ¿verdad? Todavía no hemos tenido la oportunidad de conocernos. Cuando no te desplomas en medio de la cena, la vejez me confina a mí en la cama. Formamos una excelente pareja, ¿no crees?

– Me encantaría tomar el té contigo.

– Pettifer subirá una bandeja.

– No -dije-. Yo voy por ella. Las piernas de Pettifer han estado subiendo y bajando esas escaleras todo el día. Se merece un descanso.

Aquello hizo gracia a Grenville.

– Como quieras. Trae la bandeja y disfrutemos de un buen plato de tostadas calientes con mantequilla.

Tendría que lamentar muchas veces la mención del buró, porque no pudieron encontrarlo. Mientras Grenville y yo tomábamos el té, Pettifer empezó la búsqueda. Cuando vino a llevarse la bandeja, había registrado toda la casa y el buró seguía sin aparecer.

Grenville no podía creerlo.

– Será que no lo has visto. Tus ojos están tan viejos como los míos.

– Es imposible no ver un buró. -Pettifer parecía ofendido.

– Bueno -dije tratando de ser útil-, puede que lo estén reparando en alguna parte… -Me miraron como si fuera tonta y cerré la boca en el acto.

– ¿No estará en el estudio? -aventuró Pettifer.

– ¿Qué iba a hacer yo con un buró en el estudio? Yo pintaba, no escribía cartas. No iba a poner allí una mesa que me entorpeciera el paso… -Grenville empezaba a ponerse nervioso.

Me puse en pie.

– Ya aparecerá -dije con mi voz más dulce y recogí la bandeja del té para llevarla abajo. Pettifer me alcanzó en la cocina. Estaba trastornado por lo sucedido.

– La excitación no es buena para el capitán… y va a seguir con este asunto como un lebrel detrás de una presa. Se lo aseguro.

– La culpa ha sido mía. Ni siquiera sé por qué lo he mencionado.

– Pero yo lo recuerdo. Aunque sé que no lo he visto últimamente. -Me puse a fregar los platos y las tazas y Pettifer cogió un trapo para secarlos-. Y hay algo más. Había una silla Chippendale con el buró… No digo que hicieran juego, pero la silla estaba siempre delante del escritorio. Tenía el asiento tapizado, muy raído, con pájaros, flores y otras cosas. Bueno, tampoco la encuentro… pero no voy a decírselo al capitán y usted tampoco.