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Se lo prometí.

– Para mí no tiene importancia de todos modos -dije.

– No, pero para el capitán sí. Puede que fuera pintor, pero tenía memoria de elefante y no la ha perdido. A veces desearía que fuera un poco más olvidadizo -añadió con tristeza.

Aquella noche, después de ponerme otra vez el vestido castaño de bordados de plata, encontré a Eliot en el salón, acompañado solamente por su inevitable perro. Estaba sentado junto al fuego, con una copa, con el diario de la tarde y con Rufus a sus pies, echado igual que una vistosa piel de adorno en la pequeña alfombra que había delante del hogar. A la luz de la lámpara eran el vivo retrato del perfecto compañerismo, pero mi presencia perturbó la paz de la escena y Eliot se puso en pie mientras dejaba caer el periódico en el asiento del sillón.

– Rebecca. ¿Cómo estás?

– Muy bien.

– Anoche tuve miedo de que te pusieras enferma.

– No. Estaba muy cansada. Sólo eso. Hoy he dormido hasta las diez.

– Sí, me lo ha dicho mi madre. ¿Quieres una copa?

Acepté y me sirvió un poco de jerez. Fui a agacharme junto al fuego para acariciarle al perro las orejas.

Cuando Eliot me tendió la bebida, le pregunté:

– ¿Va contigo a todas partes?

– Sí, a todas partes. Al salón-garaje, a la oficina, a comer fuera, a los bares, a cualquier lado. Es un perro muy conocido en esta parte del mundo.

Me senté en la alfombra, Eliot se dejó caer en el sillón y cogió su copa.

– Mañana tengo que ir a Falmouth para ver a un hombre a propósito de un vehículo -dijo-. Si me acompañaras, verías un poco los alrededores. ¿Te gustaría?

Me sorprendió mi propio entusiasmo ante la invitación.

– Me encantaría.

– No creo que sea muy emocionante. Pero podrías distraerte durante un par de horas, mientras yo me ocupo de lo mío; comeríamos de camino, en una pequeña casa de comidas que conozco. Tienen un marisco delicioso. ¿Te gustan las ostras?

– Sí.

– A mí también. Al volver podríamos -pasar por High Cross para que veas dónde vivimos mi madre y yo normalmente.

– Tu madre me habló de High Cross. Parece un sitio bonito.

– Mejor que este mausoleo…

– Vamos, Eliot, esta casa no es un mausoleo.

– Nunca me han gustado las reliquias victorianas…

Antes de que pudiera protestar, se nos unió Grenville. Primero le oímos bajar con lentitud las escaleras, luego se puso a hablar con Pettifer, con su voz aguda y sus gruñidos roncos, y por último oímos el ruido que producía su bastón en el suelo encerado del vestíbulo.

Eliot me hizo un guiño, fue a abrir la puerta y entró Grenville, semejante al mascarón de proa de un barco indestructible…

– Está bien, Pettifer, ya puedo arreglármelas solo. -Yo me había levantado de la alfombra para arrimar el sillón en que se había sentado la noche anterior, pero aquello pareció enfurecerle. Evidentemente, no estaba de buen humor.

– ¡Por Dios, niña, deja de molestar! ¿Crees que quiero sentarme encima del fuego? Me quemaré vivo si me siento ahí…

Volví a poner el sillón como estaba y Grenville se dejó caer en él.

– ¿Te apetece una copa? -preguntó Eliot.

– Whisky.

– ¿Whisky? -Eliot parecía sorprendido.

– Sí. Whisky. Sé lo que dijo el cretino del médico pero esta noche voy a tomar un whisky.

Eliot se limitó a asentir con un gesto de paciente consentimiento y fue a servir la bebida. Grenville se volvió y dijo apoyándose en el respaldo:

– Eliot, ¿has visto el buró por alguna parte?

Se me encogió el corazón.

– Vamos, Grenville, no empieces otra vez…

– ¿Qué quieres decir con eso de que no empiece otra vez? Hay que encontrar ese maldito trasto. Acabo de decirle a Pettifer que no pararemos hasta encontrarlo.

Eliot volvió con el vaso de whisky. Acercó una mesa y puso el vaso al alcance de Grenville.

– ¿Qué buró?

– El buró, el que estaba en una de las habitaciones. Era de Lisa y ahora es de Rebecca. Quiere llevárselo. Tiene un piso en Londres y quiere ponerlo allí. Y Pettifer no lo encuentra, dice que ya ha mirado con lupa toda la casa y no lo encuentra. No lo habrás visto tú, ¿verdad?

– No lo he visto nunca. Ni siquiera sé de qué buró hablas.

– Un escritorio pequeño. Con cajones a un lado. Y con cuero en la parte superior. Según creo, son difíciles de encontrar en estos tiempos. Valen un dineral.

– Puede que Pettifer lo pusiera en algún rincón y se haya olvidado.

– Pettifer nunca se olvida de esas cosas.

– En ese caso, puede que la señora Pettifer hiciera algo con él y se olvidara de decírselo.

– Te digo que Pettifer nunca se olvida de nada.

En aquel momento se nos unió Mollie, que apareció sonriendo y con cara de resolución, como si hubiese oído las voces desde fuera y estuviese dispuesta a calmar la tempestad.

– Hola a todos. Creo que se me ha hecho un poco tarde. He tenido que añadirle unos detallitos fantásticos al atún que compró Rebecca esta mañana. Eliot, querido… -le dio un beso. Al parecer era la primera vez que lo veía aquella tarde-. Grenville… -Se inclinó para besarlo también-. Pareces más descansado. -Antes de que el aludido pudiera contradecirla, Mollie me sonrió por encima de la cabeza del anciano-. ¿Has pasado bien la tarde?

– Sí, gracias. ¿Qué tal el bridge?

– Podía haber sido peor. He ganado veinte peniques. Eliot, cariño, me gustaría mucho tomar un trago. Andrea está al venir. -Pero al final se le acabaron las frases de táctica defensiva y Grenville abrió fuego al instante.

– Hemos perdido un objeto -le dijo.

– ¿Otra vez tus gemelos?

– Hemos perdido un buró.

El tema empezaba a parecer absurdo.

– ¿Que habéis perdido un buró?

Grenville detalló todo el confuso episodio para que Mollie se enterase. Cuando supo que había sido yo quien había precipitado los acontecimientos, me miró con cierto aire de reproche, como si considerara que mi actitud era una manera lamentable de retribuirle su amable hospitalidad. Yo estaba bastante de acuerdo con ella.

– Pero tiene que estar en alguna parte. -Mollie cogió la copa que le alargó Eliot, acercó una silla y se sentó, lista para encontrar una solución-. Lo habrán puesto en algún lugar para que estuviera más seguro.

– Pettifer lo ha estado buscando.

– Quizá se le ha pasado por alto. Creo que es hora de que vaya al oculista. Tal vez lo puso en alguna parte y ahora no se acuerda.

Grenville golpeó el brazo del sillón con el puño cerrado.

– Pettifer nunca se olvida de nada.

– En realidad… -dijo Eliot con voz impasible- se olvida continuamente de muchas cosas.

Grenville lo fulminó con la mirada.

– ¿Qué insinúas?

– Nada personal. Sólo que se está haciendo viejo.

– ¿Me estás diciendo que la culpa la tiene Pettifer…?

– No estoy diciendo nada…

– Acabas de decir que está demasiado viejo. Si él está demasiado viejo, ¿cómo crees que estoy yo?

– Yo no he dicho que…

– Le has echado la culpa a él…

Eliot perdió la paciencia.

– Si tuviera que culpar a alguien -dijo levantando la voz casi hasta el nivel de la de Grenville-, yo preguntaría al joven Joss Gardner. -Se produjo un silencio. Luego, con voz más moderada, prosiguió-: Está bien. Nadie quiere acusar a nadie de ladrón. Pero Joss entra y sale continuamente de esta casa, de todas las habitaciones. Él sabe lo que hay aquí mejor que nadie. Y es un experto, sabe lo que valen las cosas.

– Pero, ¿para qué se va a llevar un escritorio? -preguntó Mollie.