¿Qué sabes de Joss? ¿Qué sabe de él ninguno de nosotros?
Por mi parte, hubiera querido no saber nada. Di vueltas en el lecho y golpeé las almohadas con la infundada esperanza de conciliar el sueño.
Llovió durante la noche, pero a la mañana siguiente había escampado, el cielo era de un azul pálido y desteñido, todo estaba húmedo, brillante, transparente a la fresca luz de la primavera. Me asomé a la ventana para aspirar el olor de la humedad, mohosa y dulzona. El mar estaba tranquilo y azul como una colcha de seda; las gaviotas volaban perezosamente sobre el borde del acantilado; un barco se alejaba del puerto rumbo a lejanas zonas de pesca y el aire estaba tan inmóvil que se podía oír el resoplido lejano del motor.
Se me levantó el ánimo. El día anterior pertenecía al pasado, el presente seria mejor. Me alegraba la idea de tener que salir de la casa, alejarme de los reproches de Mollie y de la turbadora presencia de Andrea. Me bañé, me vestí y fui abajo. Encontré a Eliot en el comedor, dando cuenta de un plato de huevos con beicon. Parecía contento y el hecho me satisfizo.
Levantó la vista del periódico de la mañana.
– Ya me preguntaba si tendría que ir a despertarte -dijo-. Creí que a lo mejor te habías olvidado de mi invitación.
– No. Claro que no.
– Somos los primeros en bajar. Con un poco de suerte nos iremos antes de que aparezca nadie. -Hizo una mueca de tristeza, como un muchacho arrepentido-. No quisiera estropearme la mañana oyendo más reproches.
– La culpa la tuve yo por sacar a relucir el buró de las narices. Anoche le dije a tu madre que lo sentía mucho.
– Ya es agua pasada -dijo Eliot-. Siempre aparecen estas pequeñas diferencias de opinión. -Me serví una taza de café-. Lo que lamento es que te hayas visto involucrada.
Nos fuimos nada más acabar el desayuno y experimenté una maravillosa sensación de desahogo al estar en su coche, con Rufus en el asiento trasero, rumbo a la libertad. El coche rugió colina arriba y se alejó de Boscarva. El asfalto parecía azul a causa del reflejo del cielo y el aire olía a prímulas. Según ascendíamos hacia el páramo y lo cruzábamos, el paisaje se alargaba y se hundía delante de nosotros; vi lomas coronadas por mojones y columnas antiquísimos, pequeños pueblos olvidados, agazapados entre los pliegues de barrancos imprevistos por los que serpeaban las rías, olmos y robles añejos que se alzaban apelotonados junto a puentes jorobados y estrechos.
Pero yo sabía que no podríamos disfrutar de aquella jornada compartida, que no estaríamos totalmente a gusto hasta que hubiéramos hecho las paces.
– Ya sé que es agua pasada y que quizás no tuvo importancia, pero tenemos que hablar de lo que pasó anoche -dije.
Me sonrió mirándome de reojo.
– ¿Qué hay que decir?
– Sólo una cosa, lo que dijo Grenville acerca de que tenía más nietos. Lo dijo sin querer. Sé que lo dijo sin querer.
– No. Puede que no. Puede que quisiera enfrentarnos, como si fuéramos perros.
– Nunca me dejaría Boscarva a mí. Jamás. Ni siquiera me conoce, acabo de aparecer en su vida.
– No vuelvas a pensar en eso, Rebecca. Yo tampoco lo haré.
– Al fin y al cabo, si algún día ha de ser tuya, no entiendo por qué no puedes pensar ya en lo que quieres hacer con ella.
– ¿Te refieres a Ernest Padlow? Todos los viejos son unos cotillas. Siempre contando chismes y metiendo cizaña. Si no es el gerente del banco, es la señora Thomas, y si no es la señora Thomas, es Pettifer.
Me esforcé por aparentar indiferencia:
– ¿Venderías las tierras?
– Si lo hiciera, tal vez pudiera permitirme el lujo de vivir en Boscarva. Ya es hora de que me instale por mi cuenta.
– Pero… -elegí las palabras con tacto- pero ¿no sería entonces como… como echarla a perder… quiero decir, vivir rodeado de esas casas que construye el señor Padlow?
Eliot se echó a reír.
– Has cogido el rábano por las hojas. No sería una urbanización como la de la colina. Sería de categoría, con parcelas de una hectárea y haremos muy altos en cuanto al estilo y al precio de las viviendas que se construyesen. No se talarían árboles, ni se regatería en cuanto a confort. Serían casas de lujo para personas de lujo, y no habría muchas. ¿Qué te parece?
– ¿Se lo has dicho a Grenville?
– No me deja. No quiere escucharme. No le interesa.
– Pero si se lo explicaras…
– Me he pasado la vida tratando de explicarle cosas y nunca he conseguido nada. Bueno, ¿hay algún otro tema que quieras discutir?
Lo pensé un poco. Como es lógico, no quería hablar de Joss.
– No -dije.
– En ese caso, ¿qué tal si nos olvidamos de lo que pasó anoche y disfrutamos del paseo?
Parecía buena idea. Nos sonreímos.
– De acuerdo -dije.
Cruzamos un puente y llegamos a una colina de pronunciada pendiente. Eliot cambió de marcha, con ademán de experto, con la anticuada palanca del cambio de velocidades. El coche se lanzó hacia arriba por la cuesta con la proa larga y elegante apuntando hacia el cielo.
– Llegamos a Falmouth alrededor de las diez. Mientras Eliot iba a lo suyo, yo me dediqué a explorar la pequeña ciudad. Orientada hacia el sur, guarecida del viento del norte, con los jardines repletos ya de camelias y olorosos laureles, me recordaba a un puerto del Mediterráneo, sobre todo por el azul del mar de aquel primer día cálido de primavera y los mástiles de los yates anclados en la dársena.
Por el motivo que fuese, me entraron ganas de ir de compras. Compré frisias de Sudáfrica para Mollie, un ramo bien atado y con los tallos envueltos en musgo húmedo para que se conservaran frescas hasta que volviera a casa; una caja de habanos para Grenville; una botella de jerez dulce para Pettifer; un disco para Andrea. En la foto de la funda había un grupo de transformistas con los párpados pintados. Me pareció que sería su estilo. Y para Eliot… había notado que tenía gastada la correa del reloj. Encontré una correa estrecha de piel oscura de cocodrilo, muy cara, lo que le iba a Eliot. Luego compré un tubo de pasta dentífrica para mí, porque me hacía falta. ¿Y para Joss…? Para Joss, nada.
Según habíamos acordado, Eliot me recogió en el salón del gran hotel que estaba en el centro. Salimos de la población a toda velocidad, cruzamos Truro y entramos en el pequeño laberinto de caminos y rías flanqueadas de maleza que había al otro lado, hasta que llegamos a un pueblo llamado St. Endon, donde había casas blancas, palmas y jardines llenos de flores. La carretera descendía hacia la ría trazando una curva, al final de la cual había una pequeña taberna, justo a la orilla del agua, cuyo dique de contención lamía el oleaje de la marea alta. Las risas se posaban a lo largo del antepecho, con ojos brillantes y cordiales que nada tenían que ver con los de las codiciosas y salvajes gaviotas de Boscarva.
Nos sentamos al sol a tomar un jerez y allí mismo le di el regalo. Manifestó una alegría fuera de lo común, quitó inmediatamente al reloj la correa vieja, le puso la nueva e insertó las diminutas espigas metálicas con la hoja del cortaplumas.
– ¿Cómo se te ha ocurrido regalármela?
– Me di cuenta de que la tenías gastada. Pensé, que podría caérsete el reloj.
Se retrepó en la silla y me observó desde el otro lado de la mesa. Hacía tanto calor que me había quitado el suéter y me había subido las mangas de la camisa de algodón.
– ¿Has comprado regalos para todos nosotros? -preguntó.
Me sentí confusa.
– Sí.
– Ya me parecía que llevabas muchos paquetes. ¿Siempre compras regalos para los demás?
– Es interesante tener gente a quien hacer regalos.
– ¿Hay alguien en Londres?
– Pues no.
– ¿Nadie especial?
– Nunca ha habido nadie especial.
– No puedo creerlo.
– Es verdad. -No entendía por qué le hacía semejantes confidencias. Puede que tuviera que ver con la calidez del día, cuya bondad me había sorprendido y me había hecho bajar la guardia. Puede que fuera el jerez. O la intimidad de dos personas que habían hecho frente a la tormenta verbal de la noche anterior. Fuera cual fuese el motivo, aquel día resultaba sencillo hablar con Eliot.