– ¿Por qué?
– No lo sé. Tal vez tenga que ver con mi educación… Mi madre vivía con un hombre tras otro, y yo vivía con los dos, necesariamente. Basta conocer la intimidad de las personas para destruir el maravilloso autoengaño que comportan las aventuras amorosas.
Nos echamos a reír.
– Puede que resulte interesante -dijo Eliot-. Pero también podría ser perjudicial. No hay que cerrarse totalmente. De lo contrario no se te acercará nadie.
– Así estoy bien.
– ¿Vas a volver a Londres?
– Sí.
– ¿Pronto?
– Probablemente.
– ¿Por qué no te quedas una temporada?
– No quiero que os arrepintáis de haberme aceptado.
– Eso no pasará. Ni siquiera hemos empezado a conocernos. Y además, ¿cómo puedes volver a Londres y dejar todo esto…? -Movió la mano para abarcar el cielo, el sol, la calma, la caricia del agua, las ilusiones de la nueva primavera.
– Puedo, porque debo. Tengo un empleo y un piso que necesita pintarse y una vida que hay que recomenzar.
– ¿Y no puedes esperar?
– Indefinidamente, no.
– No hay razón para que te vayas. -No contesté-. A menos… -prosiguió- que lo que sucedió anoche te haya afectado. -Sonreí y negué con la cabeza porque habíamos prometido no volver a mencionarlo. Apoyó el codo en la mesa y la barbilla en el puño-. Si realmente quieres un empleo, puedes conseguirlo aquí. Si quieres tener casa propia, también aquí puedes alquilarla.
– ¿Por qué habría de quedarme? -Pero me sentía halagada ante tanta insistencia.
– Porque sería beneficioso para Grenville, para Mollie y para mí. Porque creo que todos queremos que te quedes. En especial yo.
– Vamos, Eliot…
– Es verdad. Hay algo en ti que inspira serenidad. ¿Lo sabías? Me di cuenta la primera noche que te vi, antes de saber quién eras. Y me gusta la forma de tu nariz y el sonido de tu risa, y que unas veces parezcas una muchacha díscola, con téjanos y el pelo revuelto, y otras una princesa de cuento de hadas, con la trenza sobre el hombro y ese vestido impresionante que te pones por la noche. Creo que todos los días descubro cosas nuevas en ti. Y por eso no quiero que te vayas. Todavía no.
No encontré argumentos para responder a aquel largo discurso. Me había conmovido y también me había hecho sentir incómoda. Pero, aun así, era hermoso saberme admirada y más hermoso todavía que me lo dijeran.
Empezó a reírse de mí desde el otro lado de la mesa.
– ¡Qué cara tan graciosa! No sabes hacia dónde mirar y estás ruborizándote. Venga, apura la copa. Vamos a comer ostras. ¡Prometo no hacerte más cumplidos!
Estuvimos todo el tiempo que quisimos en aquel restaurante de techo bajo, comiendo en una mesa que se tambaleaba hasta tal punto en el suelo desigual que Eliot tuvo que calzar una de las patas con un trozo de papel doblado. Comimos unas ostras deliciosas, filete y ensalada, y lo regamos todo con una botella de vino. Tomamos el café al sol y nos sentamos en el antepecho del dique mientras observábamos a dos niños bronceados por el sol y con las piernas desnudas que improvisaban un bote y salían a navegar con él por las aguas azules de la ría. Vimos que la vela rayada se hinchaba con una brisa misteriosa e inapreciable y que el bote se inclinaba, se alejaba de nosotros y doblaba la punta de una elevación cubierta de árboles. Y Eliot dijo que si me quedaba en Cornualles, pediría prestado un velero, me enseñaría a navegar y saldríamos a pescar caballas desde Porthkerris. Y en el verano me enseñaría las pequeñas ensenadas y lugares secretos que los turistas nunca habían visto.
Finalmente llegó la hora de volver y la tarde se plegó sobre sí misma como una larga cinta brillante. Soñoliento y saturado, Eliot condujo despacio en dirección a High Cross, tomando la carretera larga que cruzaba pueblos olvidados y el corazón mismo del campo.
Me di cuenta al llegar de que High Cross estaba en la cima de la península, con lo que el pueblo miraba por el norte hacia el Atlántico y por el sur hacia el Canal; era como estar en una isla barrida por vientos puros y rodeada por el mar. El salón-garaje de Eliot estaba en el centro de la calle principal del pueblo, un poco apartado de la carretera; tenía a la entrada un patio empedrado, adornado con macetones de madera llenos de flores, y en el interior del salón de muestras protegido por un amplio escaparate estaban los flamantes coches de carreras. Todo era muy nuevo y de aspecto muy caro y muy limpio. Mientras cruzábamos el patio rumbo al salón de muestras, me pregunté cuánto dinero habría invertido Eliot en aquella aventura y por qué razón habría pensado que era rentable abrir una agencia especializada como aquélla en un rincón tan alejado.
Eliot abrió una de las puertas corredizas de cristal y entré tras él. Apenas se oyeron mis pisadas sobre el suelo de caucho.
– ¿Por qué has abierto aquí un salón de automóviles, Eliot? ¿No habría sido mejor en Fourbourne o Falmouth o Penzance?
– Venta psicológica, querida. Hazte un nombre y la gente vendrá desde el fin del mundo a comprar lo que quieras venderles. -Y con una franqueza enternecedora, añadió-: Además, ya era dueño del terreno, o más bien mi madre, y ése fue un excelente incentivo para montar el salón en este lugar.
– ¿Todos estos coches están en venta?
– Sí. Como puedes ver, estamos especializados en coches deportivos y del Continente. La semana pasada tuvimos un Ferrari, pero se vendió hace un par de días. Había tenido un choque, pero tengo un joven mecánico que trabaja para mí y cuando lo terminó, estaba como nuevo…
Apoyé la mano sobre un reluciente capó amarillo.
– ¿De qué marca es éste?
– Un Lancia Zagato. Y éste un Alfa Romeo Spyder, no tiene más que dos años. Un hermoso coche.
– Y un Jensen Interceptor… -Aquél por lo menos lo conocía.
– Ven a ver el taller. -Crucé tras él otra puerta de corredera situada en la parte posterior del salón de muestras y comprobé que aquella parte se acercaba más a lo que yo entendía por garaje. Allí se oía el clásico ruido de los motores desmantelados, y había latas de aceite, largos tubos colgando del techo, mesas llenas de herramientas, neumáticos viejos y gatos hidráulicos.
En medio de todo aquello había una figura inclinada sobre el motor desguazado de un chasis. Llevaba puesta una visera de soldador que le daba un aspecto monstruoso y aplicaba la zumbante llama azul de un soplete. El ruido del soplete quedaba prácticamente eclipsado por la estruendosa e ininterrumpida música que salía de un transistor asombrosamente pequeño que había encima de una viga.
No sé si nos vio llegar, pero sólo cuando Eliot apagó la radio apagó él el soplete, se irguió y se levantó la visera que le cubría la cara. Era un hombre joven, delgado y moreno, de cabello largo, ojos penetrantes y relucientes, manchado de aceite y con necesidad de un buen afeitado.
– Hola, Morris -dijo Eliot.
– Hola.
– Te presento a Rebecca Bayliss. Está con nosotros en Boscarva.
Morris echó mano de un cigarrillo, me miró y me hizo un gesto con la cabeza.
– Hola -dije, con la única intención de ser amable, pero no conseguí que me contestara. Encendió el cigarrillo y dejó caer el extravagante encendedor en el bolsillo del mono manchado de aceite.
– Pensé que ibas a venir por la mañana -le dijo a Eliot.
– Te dije que iba a Falmouth.
– ¿Ha habido suerte?
– Un Bentley 1933.
– ¿En qué estado?
– Parecía estar bien. Con un poco de herrumbre.
– Le quitamos la pintura vieja y listo. El otro día vino un tipo y preguntó por uno.