Los folletos de viaje y los carteles turísticos de Porthkerris hablaban de un lugar donde el mar y el cielo eran siempre de un azul intenso e inmaculado, donde las casas blancas estaban bañadas por el sol y donde las ocasionales palmeras que aparecían en primer plano insinuaban el esplendor del Mediterráneo. La fantasía, de manera automática, evocaba imágenes de langosta fresca que se comía al aire libre, de pintores barbudos y con guardapolvo manchado de pintura, de pescadores curtidos por el clima, pintorescos como piratas y sentados en los bolardos, fumando en pipa y comentando la pesca de la semana anterior.
Pero Porthkerris, en febrero y con el viento nordestal, no tenía nada que ver con aquel paraíso de ensueño.
El mar, el cielo y la ciudad eran grises, y los recios vientos corrían por el laberinto de callejuelas estrechas y misteriosas. La marea estaba alta, las olas rompían contra los diques e inundaban la avenida, salpicaban las ventanas y llenaban las alcantarillas de una espuma amarillenta que parecía jabón sucio.
Era como si el lugar estuviera, en cierto modo, asediado. Quienes salían a comprar se ponían, subían y abrochaban todas las prendas de abrigo que podían y sus facciones quedaban medio ocultas por la capucha o el cuello levantado, los cuerpos sumidos en la ambigüedad, pues hombres y mujeres parecían iguales, calzados con botas de goma y sin forma definida.
El cielo tenía el color del viento, el aire se llenaba de objetos, hojas secas, ramas, papeles, incluso tejas arrancadas de los techos. En las tiendas, los usuarios se olvidaban de lo que habían ido a comprar y se ponían a hablar del clima, del viento, del daño que iba a causar la tormenta.
Una vez más, había ido a hacer unas compras para Mollie y bajaba con dificultad por la colina, con el impermeable y las botas de goma que me habían prestado; la verdad es que me sentía más segura con los pies en el suelo que en el inconsistente automóvil de Mollie. Ahora que estaba más familiarizada con la ciudad, ya no necesitaba a Andrea para que me indicara el camino; de todos modos, Andrea dormía aún cuando había salido de Boscarva y, aunque sólo fuera por aquella vez, no me atrevía a reprochárselo. El día no invitaba a salir y me costaba creer que la víspera había estado al aire libre, en mangas de camisa y tomando el sol.
Terminadas las compras, salí de la panadería justo en el momento en que el reloj del campanario de la iglesia normanda daba las once. Lo lógico, y dadas las condiciones climáticas, es que hubiera vuelto a Boscarva sin más dilación, pero tenía otros planes. Con la cabeza gacha y la pesada cesta en un brazo, me dirigí hacia el puerto.
Sabía que la galería de arte estaba en una vieja capilla baptista en algún lugar del laberinto de calles que había al norte de la ciudad. Había pensado buscarla sin ayuda de nadie, pero mientras contendía con la avenida del puerto, asediada por los alternados embates del viento y las olas, vi la antigua posada de pescadores que habían convertido en oficina de información turística y decidí ahorrar tiempo y esfuerzos entrando a preguntar.
En el interior había una joven apática y encorvada sobre una estufa de petróleo; con botas y tiritando, parecía la única superviviente de una expedición al Polo Norte. No se movió de la silla cuando me vio entrar. Se limitó a decir «¿Sí?», y me miró con fijeza tras unas gafas que no le pegaban.
Procuré comprenderla.
– Busco la galería de arte.
– ¿Cuál?
– No sabía que hubiera más de una.
La puerta se abrió y se cerró detrás de mí y una tercera persona se unió a nosotras. La joven miró por encima de mi hombro y una chispa de interés brilló detrás de sus toscas gafas.
– Está la Galería Municipal y la de los Nuevos Pintores -dijo con viveza.
– No sé cuál de los dos es la que busco.
– Quizás -dijo una voz detrás de mí- pueda ayudarte yo.
Me volví y vi a Joss con botas de goma, un impermeable negro que chorreaba y una gorra de pescador calada hasta los ojos. Tenía la cara mojada por la lluvia, las manos hundidas en los bolsillos del impermeable, los ojos chisporroteantes de picardía. Una parte de mí se daba perfecta cuenta del motivo por el que aquella joven indolente había resucitado de súbito. La otra parte estaba trastornada por la extraordinaria habilidad de Joss para aparecer cuando menos lo esperaba.
Recordé a Andrea. Recordé el buró y la silla. Dije con frialdad:
– Hola, Joss.
– Te he visto entrar. ¿Qué quieres hacer?
– Busca la galería de arte -se inmiscuyó la otra.
Joss esperó a que yo le diera más información y, acorralada de aquel modo, no tuve más remedio que dársela.
– Pensé que habría más cuadros de Grenville…
– Sí, hay tres. Yo te llevaré.
– No necesito que me lleven: me basta con que me digan cómo llegar allí.
– Me gustaría llevarte… Dame… -me cogió la cesta que llevaba en el brazo, sonrió a la joven y se dirigió a la puerta. El bramido del viento y una ráfaga de aire cargado de espuma inundaron el local en cuanto la abrió. Un montón de folletos que había sobre el mostrador se desparramó por el suelo. Antes de que pudiéramos causar más problemas me apresuré a salir y la puerta se cerró de un golpe detrás de nosotros. Como si fuera lo más natural del mundo, Joss me cogió del brazo y avanzamos por el centro de la calle empedrada mientras Joss parloteaba alegremente a pesar de que el viento le arrancaba las palabras de la boca y de que me costaba un mundo cada paso que daba, y eso que contaba con su apoyo.
– ¿Qué diablos te trae a la ciudad en un día como éste?
– Lo que llevas en la mano. Las compras de Mollie.
– ¿No podías haber venido en coche?
– Pensé que se lo podría llevar el viento.
– A mí me gusta -dijo él-. Me encantan los días como éste. -Sacudido por el viento, mojado y lleno de vitalidad, parecía decirlo muy en serio-. ¿Lo pasaste bien ayer?
– ¿Qué sabes de ayer?
– Estuve en Boscarva y Andrea me dijo que te habías ido a Falmouth con Eliot. Aquí es imposible tener secretos. Si no me lo hubiera dicho Andrea, lo hubiera sabido por Pettifer o la señora Thomas o la señora Kernow o la señorita Ojos de Lince de la oficina de información. Es uno de los aspectos divertidos de vivir en Porthkerris, todo el mundo sabe exactamente lo que hacen los demás.
– Empiezo a darme cuenta.
Nos alejamos del puerto y subimos por una ladera empedrada y de pronunciada pendiente. Las casas nos encerraban por ambos lados, un gato cruzó la calle como un rayo y desapareció por una ventana rota. Una mujer con coña y delantal azul que fregaba sus escalones nos vio pasar y le gritó a Joss:
– ¡Adiós, rey mío! -Tenía los dedos como salchichas sonrosadas a causa del agua caliente y el viento frío.
Al final de la calle nos encontramos en una plaza pequeña que no había visto hasta entonces. A uno de los lados se levantaba una estructura de hormigón parecida a un granero y con ventanas de arco en lo alto de la fachada. Había un cartel al lado de la puerta: GALERÍA DE ARTE DE PORTHKERRIS. Joss me soltó el brazo, empujó la puerta con el hombro y se hizo a un lado para que yo entrara. Dentro hacía un frío insoportable, había corrientes de aire y no se veía un alma. De las blancas paredes colgaban cuadros de todas las formas y tamaños y había dos grandes esculturas abstractas en el centro de la sala, en el suelo, como rocas que dejara al descubierto la marea baja. Junto a la puerta había una mesa con ordenados montones de catálogos, folletos y ejemplares de The Studio; a pesar de este escaparatismo, la galería respiraba la típica atmósfera de los domingos llenos de tristeza.