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– Bueno -Joss dejó la cesta en el suelo, se quitó la gorra y la sacudió para limpiarle el agua como un perro que se sacude el pelo-, ¿qué quieres ver?

– Quiero ver a Sophia.

Volvió la cabeza con brusquedad y me fulminó con la mirada, pero un segundo después esbozó una sonrisa. Se puso otra vez la gorra, con la visera sobre los ojos, como un guardia real.

– ¿Quién te ha hablado de Sophia?

Sonreí con dulzura.

– Quizá la señora Thomas. Quizá la señora Kernow. Quizá la señorita Ojos de Lince de la oficina de información.

– La insolencia no te llevará a ninguna parte.

– Sé que hay un cuadro de Sophia aquí. Pettifer me lo dijo.

– Sí. Está por aquí.

Anduve tras él y nuestras botas de goma resonaron con fuerza en el silencio de la sala vacía.

– Ahí -dijo él. Me detuve y levanté la vista. Allí estaba, en efecto, sentada bajo el haz de luz de una lámpara y con objetos de costura en las manos.

Lo contemplé durante un rato y al final di un suspiro de desilusión. Joss me miró desde debajo de la ridícula visera de la gorra.

– ¿A qué se debe ese suspiro?

– No le veo la cara. En éste tampoco. Todavía no sé cómo es. ¿Por qué nunca le pintaba el rostro?

– Sí que lo hacía. A menudo.

– Pues yo no lo he visto aún. Siempre me encuentro con la nuca o las manos, o es una parte tan pequeña del cuadro que la cara se reduce a una mancha.

– ¿Tan importante es su aspecto?

– No. No es importante, pero quiero conocerlo.

– En primer lugar, ¿cómo supiste que existía Sophia?

– Mi madre me habló de ella. Y después Pettifer. Y su cuadro, el que está en el comedor de Boscarva, es tan fascinante y femenino que resulta inevitable pensar que tuvo que ser hermosa. Pero Pettifer dice que no era hermosa. Encantadora y atractiva sí, pero solamente eso. -Volvimos a mirar el cuadro. Vi las manos y el reflejo de la luz de la lámpara en el pelo negro-. Pettifer dice que todas las galerías de arte del país hay retratos de Sophia. Bueno, voy a tener que ir de Manchester, a Birmingham, a Nottingham, a Glasgow, hasta que encuentre uno que no me enseñe solamente la nuca.

– Y después, ¿qué?

– Nada. Quiero saber cómo es.

Me sobrepuse al desencanto y eché a andar hacia la salida, donde me esperaba la cesta; pero Joss llegó antes que yo y se inclinó para cogerla y ponerla fuera de mi alcance.

– Tengo que volver a casa -dije.

– Son solamente -consultó su reloj- las once y media. Y no conoces mi tienda. Ven conmigo, quiero enseñártela. Tomamos un té y te llevo a casa. No puedes subir la colina tan cargada.

– Claro que puedo.

– No pienso dejarte. -Abrió la puerta-. Vamos.

No podía irme sin la cesta y era evidente que no iba a devolvérmela, de modo que fui con él, resignada y a regañadientes, con las manos hundidas en los bolsillos para que no pudiera cogerme del brazo. Mi descortesía, aunque desconcertante, no le desanimó, pero cuando regresamos al puerto y volvimos a enfrentarnos a los embates del viento, estuve a punto de perder el equilibrio por culpa de una ráfaga inesperada, se echó a reír y tiró de mi mano hasta sacármela del bolsillo y envolverla en la suya. Era difícil no rendirse ante aquel gesto protector y de perdón.

En cuanto vi la tienda -el edificio alto y estrecho entre dos bajos y anchos- advertí que había habido cambios notables. Los marcos de las ventanas estaban pintados, los cristales del escaparate limpios y un cartel encima de la puerta anunciaba: Joss GARDNER.

– ¿Qué te parece? -Joss estaba muy orgulloso.

– Impresionante -tuve que admitir.

Sacó una llave del bolsillo y entramos en la tienda. Había paquetes dispersos por el suelo de baldosas y, en las paredes, estanterías de distinta anchura que llegaban hasta el techo. En el centro de la estancia había un expositor, parecido a esas estructuras de barras y cuadros metálicos que hay en los parques para que jueguen los niños, donde ya estaba colocada la porcelana y la moderna cristalería danesa, las cacerolas de colores brillantes y las mantas indias de ingeniosos dibujos. Las paredes eran blancas y la ebanistería natural, lo que, sumado al suelo gris, proporcionaba un fondo adecuado para los coloridos artículos que Joss iba a vender. Al fondo del local, una escalera sin barandilla conducía a los pisos superiores, y otra puerta, entreabierta, llevaba a lo que parecía un sótano oscuro.

– Sube… -Joss iba adelante y yo lo seguí.

– ¿Qué es esa puerta?

– El taller. Hay un desorden tremendo, ya te lo enseñaré otro día. Bueno, aquí está. -Llegamos al primer piso. Apenas podíamos movernos en medio de las cestas y artículos de mimbre-. Esto todavía no está lo que se dice arreglado pero, como puedes ver, aquí es donde pienso vender cestas para la leña, para pinzas, para la compra, para los recién nacidos, para la ropa o para lo que quieras.

Los pisos no eran grandes. La estrecha casa se reducía a una escalera amplia con un rellano en cada planta.

– Sigamos subiendo. ¿Cómo están tus piernas? Y ahora llegamos a la piéce de résistance, la residencia palaciega del propietario. -Pasé delante de un cuartito de baño empotrado bajo del ángulo de la escalera. Rezagada detrás de las largas piernas de Joss, me puse a recordar las tiernas descripciones que Andrea había hecho del apartamento. Esperaba que no fuera como ella me lo había descrito, sino totalmente distinto, para corroborar que se había dejado dominar por la imaginación y que lo había inventado todo.

Igual que en las revistas, con una cama que es una especie de sofá y montones de cojines, y una chimenea.

Era tal como ella lo había descrito. Cuando subí los últimos escalones, mi efímera esperanza se desvaneció. Sí tenía, en efecto, algo de íntimo y secreto, con el techo inclinado hasta el suelo y una mansarda levantada al borde del alero. Vi la pequeña cocina, encajada detrás de un mostrador, como un bar, y la vieja alfombra turca sobre el suelo, y el sofá, cubierto con una manta roja, contra la pared. Como había dicho ella, había cojines esparcidos por todos lados.

Joss había dejado la cesta, se quitó la ropa mojada y la colgó en un antiguo perchero de mimbre.

– Quítate eso antes de que te congeles -me dijo-. Voy a encender el fuego.

– No puedo quedarme, Joss…

– No es motivo para que no encienda el fuego. Y por favor, quítate el abrigo.

Me lo desabroché con los dedos ateridos. Me quité el empapado gorro de lana y la trenza me cayó sobre el hombro. Mientras colgaba estas cosas junto a las de Joss, se dedicó a encender el fuego. Partió unas ramas, hizo bolas de papel, amontonó las cenizas de un fuego anterior y lo encendió con una cerilla larga. Cuando las llamas empezaron a brotar, cogió leña untada en brea de una cesta que había junto al hogar y la amontonó alrededor de las llamas. Crepitaron y crujieron y no tardaron en prenderse. A la luz del fuego, la habitación se llenó de vida. Joss se puso en pie y se volvió para mirarme.

– Dime qué te apetece. ¿Café? ¿Té? ¿Chocolate? ¿Brandy con soda?

– Café, por favor.

– Marchando dos cafés. -Fue detrás del mostrador, puso agua en la cafetera y encendió el fuego. Mientras buscaba la bandeja y las tazas, yo me acerqué a la ventana, me arrodillé sobre el saliente que había debajo y miré la calle bañada con la espuma de las olas que rompían contra el dique. Los barcos del puerto se agitaban como corchos enloquecidos y las gaviotas planeaban chillando en el viento sobre los mástiles oscilantes. Absorto en la tarea de preparar el café, Joss se movía de un lado a otro de la cocina con manos expertas, autosuficiente como un marinero resuelto. Así ocupado parecía inofensivo, pero lo desconcertante de las confesiones de Andrea era que todas parecían contener un consistente elemento de verdad.