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Dejé la cesta de la compra en la mesa de la cocina y subí a mi habitación, me quité la ropa empapada, me cambié los zapatos, me lavé las manos, volví a trenzarme el pelo con cuidado y cuando me sentí un poco mejor, fui a buscar a Grenville, a quien encontré en el estudio, sentado junto al fuego y leyendo el periódico de la mañana.

Cuando entré, me miró por encima del diario.

– Rebecca.

– Hola. ¿Cómo te encuentras esta mañana espantosa? -Mi voz sonaba resueltamente alegre, como la típica enfermera que nos saca de quicio.

– Lleno de molestias y dolores. El viento es fatal aunque no salgas. ¿Dónde has estado?

– En Porthkerris. Tuve que hacer unas compras para Mollie.

– ¿Qué hora es?

– Las doce y media.

– Entonces tomemos una copa de jerez.

– ¿Está eso permitido?

– Me importa un bledo si está permitido o no. Ya sabes dónde está la botella.

Serví dos copas, cogí la del abuelo y la dejé en la mesita de servicio que tenía junto al sillón. Acerqué un taburete y me senté frente a él.

– Grenville -dije-, tengo que volver a Londres.

– ¿Qué?

– Tengo que volver a Londres. -Entornó los ojos azules y adelantó la quijada. No tuve más remedio que improvisar y utilicé a Stephen Forbes como chivo expiatorio-. No puedo quedarme para siempre. Ya hace casi dos semanas que falto al trabajo y Stephen Forbes, mi jefe, fue tan considerado… No puedo seguir aprovechándome de su generosidad. Acabo de darme cuenta de que ya es viernes. Tengo que volver a Londres este fin de semana para reincorporarme el lunes al trabajo.

– Pero si acabas de llegar. -Saltaba a la vista que estaba muy enfadado conmigo.

– Llevo ya tres días aquí. Después de tres días, é pescado y los invitados siempre huelen mal.

– Pero tú no eres una invitada. Eres la hija de Lisa.

– Pero tengo compromisos. Me gusta mi trabajo 3 no quiero dejarlo. -Sonreí con ánimo de distraerle-. Y puesto que ya sé cómo se llega a Boscarva, volveré para pasar unos días contigo cuando disponga di más tiempo.

No me contestó. Se quedó inmóvil, con aires di viejo gruñón y con los ojos fijos en el fuego.

– Puede que ya no esté cuando vuelvas -dijo con tristeza.

– Claro que estarás.

Suspiró, tomó despacio y con delicadeza un sorbo de jerez, dejó la copa y se volvió hacia mí, aparentemente resignado.

– ¿Cuándo quieres irte?

Me sorprendió y tranquilizó que se hubiese rendido con tanta facilidad.

– Tal vez mañana por la noche. Viajaré en litera. Así dispondré del domingo para instalarme en el piso.

– No deberías vivir sola en un piso de Londres. No naciste para vivir sola. Naciste para tener un marido, hijos y una casa. Si yo tuviera veinte años menos y pudiera pintar, te enseñaría al mundo, en un campo o en un jardín, hundida hasta las rodillas entre las flores y rodeada de niños.

– Tal vez por eso vuelva algún día. Y cuando lo haga, te avisaré.

De pronto, se le inundó la cara de tristeza. Miró hacia otro lado y dijo:

– Quisiera que te quedaras.

Habría querido decir que sí, que me quedaría, pero había miles de razones por las que no podía hacerlo.

– Volveré -prometí.

Hizo un esfuerzo conmovedor para recuperar la serenidad, se aclaró la voz y se retrepó en el sillón.

– El jade… vamos a decirle a Pettifer que lo ponga en una caja para que puedas llevártelo. Y el espejo… ¿podrás arreglártelas con él en el tren o es demasiado grande? Deberías tener coche, así no habría problemas. ¿Tienes coche?

– No, pero no importa…

– Y supongo que el buró no…

– ¡No me interesa el buró! -exclamé interrumpiéndole, y con tanta brusquedad que Grenville me miró sorprendido, como si no hubiese esperado un comportamiento semejante-. Perdona -dije en el acto-. Pero es verdad, no me interesa. No soportaría que volvierais a discutir por él. Por favor, hazlo por mí, no hables del buró, no pienses más en él.

Me observó pensativo y con tanta fijeza que tuve que bajar los ojos.

– ¿Crees que soy injusto con Eliot? -dijo.

– Creo que no os contáis nada, que no os comunicáis.

– Habría sido un joven diferente si Roger no hubiera muerto. Un niño necesita un padre.

– ¿Y no habrías podido tú hacer de padre para él?

– Mollie no dejaba nunca que me acercara al pequeño. Y él tampoco era muy constante. Siempre cambiando de empleo hasta que abrió ese negocio hace tres años.

– Parece que le va bien.

– ¡Coches usados! -Su voz estaba llena de un desprecio injustificado-. Lo que tendría que haber hecho es enrolarse en la Marina.

– Pero, ¿y si no le gustaba la vida militar?

– Le habría gustado si su madre no le hubiera convencido de lo contrario. Ella quería mantenerlo en casa, pegado a sus faldas.

– ¡Vamos, Grenville! Me parece que eres un anticuado, y muy injusto.

– ¿Te he pedido tu opinión? -Pero se le notaba ya más animado. Una buena discusión le hacía el mismo efecto que una inyección de vitaminas.

– Me da igual que me la hayas pedido o no: te la doy y basta.

Se echó a reír y se inclinó hacia adelante para pellizcarme suavemente la mejilla.

– Cómo me gustaría pintar. ¿Todavía quieres llevarte a Londres un cuadro mío?

Tenía miedo de que se hubiera olvidado de su promesa.

– Más que nada en el mundo.

– Pídele a Pettifer la llave del estudio. Dile que te he dado permiso. Ve y revuélvelo un poco, a ver qué encuentras.

– ¿No quieres venir conmigo?

El dolor volvió a reflejarse en su rostro.

– No -dijo con brusquedad. Y se dio la vuelta para tomar otro sorbo de jerez. Se quedó mirando el licor ambarino y haciendo girar la copa entre los dedos-. No, no quiero ir contigo.

Les dio la noticia a los demás durante la comida. Andrea, lívida porque yo regresaba a Londres y ella tenía que quedarse en el aburrido Cornualles, se puso de mal humor. Pero los demás dieron muestras de una consternación más gratificante.

– Pero, ¿estás segura de que tienes que irte? -dijo Mollie.

– Sí. Muy segura. Tengo un trabajo y no puedo quedarme aquí para siempre.

– Estamos encantados de tenerte aquí. -Podía ser adorable cuando no era agresiva ni posesiva con Eliot o se mostraba resentida con Grenville y Boscarva. Volví a verla como una hermosa gatita, sólo que ahora conocía las garras afiladas que ocultaba en aquellas patas suaves y aterciopeladas, y sabía que no tendría inconveniente en sacarlas cuando le conviniera.

– Yo también estoy encantada.

Pettifer fue mucho más sincero. Después de comer fui a la cocina para ayudarle con los platos y no se anduvo con rodeos.

– ¿Por qué quiere irse ahora, cuando las cosas se están calmando y el Capitán está empezando a conocerla…? Bueno, no es asunto mío, pero no creí que usted fuera así.

– Pero pienso volver. Ya he dicho que volveré.

– Tiene ochenta años. No va a vivir siempre. ¿Cómo se sentiría si viniera y lo encontrara a dos metros bajo tierra y abonando las margaritas?

– Vamos, Pettifer. Por favor.

– Es muy fácil decir: Vamos, Pettifer. Por favor. ¿Acaso es inevitable?

– Tengo un empleo y he de volver.

– A mí me parece usted una egoísta.

– Eso no es justo.

– No vio a su hija durante años y ahora aparece usted y se queda tres días. ¿Qué clase de nieta es?

No le contesté porque no había nada que decir. Detestaba sentirme culpable, detestaba que me acusaran. Terminamos de fregar los platos en silencio, pero cuando estuvieron listos y mientras Pettifer pasaba un trapo húmedo por el escurreplatos, traté de hacer las paces con él.

– Lo siento. De veras lo siento. Ya me cuesta irme sin que me hagas sentir una descastada. Y volveré. Ya he dicho que volveré. Tal vez en verano… Todavía estará aquí en verano y los días serán más agradables. Podremos hacer muchas cosas juntos. Y nos llevarás a pasear en coche…