Se me fue la voz. Pettifer colgó cuidadosamente el trapo en el borde del fregadero y dijo con aspereza:
– El Capitán me ha dicho que le dé la llave del estudio. No sé qué piensa encontrar allí. No hay más que polvo y arañas, que yo sepa.
– Dijo que me podía llevar un cuadro. Que podía ir y elegir uno.
Se secó despacio las manos callosas.
– Voy a buscar la llave. La tengo guardada por seguridad. No quería que estuviera dando vueltas por ahí, donde cualquiera pudiera ponerle la mano encima. Hay mucho material valioso en el estudio.
– Dámela cuando te venga bien. No tiene por qué ser ahora. -No podía soportar sus descalificaciones-. Vamos, Pettifer, no te enfades conmigo.
Cedió al fin.
– No estoy enfadado. Quizá sea yo el egoísta. Quizá sea yo el que no quiere que usted se vaya.
Y comprendí a Pettifer, no como al omnipresente criado a cuyo alrededor giraba toda la casa, sino como a un anciano casi tan viejo como mi abuelo y acaso igual de solo. Se me hizo un nudo tonto en la garganta y por un instante creí que iba a ponerme a llorar por segunda vez aquel día, pero Pettifer dijo entonces:
– Y no vaya a elegir uno de los desnudos, no sería apropiado. -El mal momento había pasado y nos sonreímos, éramos amigos otra vez.
Mollie me dejó el coche por la tarde y recorrí los siete kilómetros que había hasta la estación para reservar una litera para el tren de Londres del sábado por la noche. La violencia del viento había cedido un poco, pero seguía haciendo frío y la tormenta continuaba, había árboles caídos y devastación por todos lados, invernaderos hechos pedazos, ramas rotas y campos llenos de brotes tempranos aplastados por el vendaval.
Al llegar a Boscarva encontré a Mollie en el jardín, envuelta en ropa de abrigo (ni siquiera ella estaba elegante en semejante día) y tratando de atar y rescatar algunos de los arbustos más frágiles que crecían alrededor de la casa. Cuando vio el coche decidió dar por terminada la tarea y cuando lo aparqué y volví andando a la casa, salió a mi encuentro quitándose los guantes y remetiéndose un mechón bajo el pañuelo que llevaba en la cabeza.
– No lo aguanto ni un segundo más -me dijo-. Detesto el viento, me deja agotada. Pero ese precioso laurel estaba hecho jirones y las camelias se han marchitado. El viento las seca totalmente. Vamos dentro a tomar un té.
Mientras se cambiaba, puse el agua al fuego y coloqué las tazas en la bandeja.
– ¿Dónde están todos? -le pregunté cuando reapareció, milagrosamente arreglada una vez más, con sus perlas y pendientes que hacían juego.
– Grenville está durmiendo la siesta y Andrea está arriba, en su habitación… -Suspiró-. Tengo que admitir que no es una chica fácil de manejar. Si por lo menos hiciera algo para entretenerse en lugar de quedarse encerrada todo el día. Lamento decir que estar aquí no le está haciendo ningún bien: no creí que se lo hiciera, sinceramente, pero mi pobre hermana estaba desesperada. -Echó un vistazo a la confortable cocina-. Este lugar es acogedor. Tomaremos el té aquí. En la salita hay demasiada corriente cuando el viento sopla del mar y no podemos correr las cortinas a las cuatro y media de la tarde…
Tenía razón, la cocina era acogedora. Buscó un mantel y sirvió el té con pastas y bizcochos, la azucarera y el recipiente de plata para la leche. Parecía necesitar muchas cosas incluso para tomar el té en la cocina. Acercó dos sillas con respaldo de listones y ya estaba a punto de coger la tetera cuando se abrió la puerta y apareció Andrea.
– ¡Andrea, querida! Llegas justo a tiempo. Hoy tomamos el té en la cocina. ¿Quieres una taza?
– No gracias, no tengo tiempo.
Esta respuesta, inesperada y amable, hizo que Mollie levantara la vista con desconfianza.
– ¿Vas a salir?
– Sí -dijo Andrea-. Voy al cine.
Ambas la miramos como tontas. Lo imposible había sucedido: Andrea había decidido esmerarse en su aspecto. Se había lavado la cabeza y se había recogido el pelo. Tenía la cara despejada, se había puesto un polo limpio y, según advertí con satisfacción, también un sostén. Llevaba colgada del cuello la cruz celta, se había planchado los téjanos negros y se había lustrado los zapatos. Llevaba un impermeable colgado del brazo y un bolso de cuero con flecos. Nunca la había visto tan presentable. Y, más aún, la expresión de su rostro no manifestaba resentimiento ni maldad, sino que parecía… ¿recatada tal vez?
– Bueno -continuó-, eso si me das permiso, tía Mollie.
– Claro, por supuesto. ¿Qué vas a ver?
– María de Escocia. La ponen en el Plaza.
– ¿Vas sola?
– No. Voy con Joss. Me llamó cuando estabas en el jardín. Después iremos a cenar.
– Ah… -dijo Mollie. Y luego, como diese la sensación de que Andrea esperaba más comentarios, añadió-: ¿Cómo vas a llegar?
– Andando. Supongo que me traerá Joss.
– ¿Tienes dinero?
– Tengo cincuenta peniques. Será suficiente.
– Bueno… -Pero Mollie estaba vencida-. Que lo pases bien.
– Ya lo creo. -Nos dirigió una sonrisa-. Hasta luego.
La puerta se cerró detrás de ella.
– Hasta luego -dijo Mollie. Y me miró-. Extraordinario -dijo.
Yo estaba concentrada en mi taza de té.
– ¿Por qué es extraordinario? -dije con despreocupación.
– Andrea y… Joss. Me refiero a que él ha sido siempre muy amable con ella, pero… ¿invitarla a salir?
– No debería sorprenderte. Es atractiva cuando se arregla un poco y se toma la molestia de sonreír. Puede que a Joss le sonría todo el rato.
– ¿Te parece que hago bien en dejarla ir? Quiero decir, soy responsable…
– Francamente, no sé cómo podrías haberla convencido de que no fuera. De todos modos, ya tiene diecisiete años, no es una niña. A estas alturas seguro que sabe cuidarse sola…
– Ése es el problema -dijo Mollie-. Ése siempre fue el problema con Andrea.
– No le pasará nada.
Sí pasaría algo y yo lo sabía, pero no podía desilusionar a Mollie. Además, ¿qué importaba? Que Joss prefiriese pasar las noches haciendo el amor junto al fuego con una adolescente ninfómana no era asunto mío. Eran de la misma calaña. Estaban hechos el uno para el otro.
Cuando terminamos el té, Mollie se puso un delantal limpio y empezó a preparar la cena. Yo retiré los platos y las tazas y los lavé. Cuando estaba secando el último plato y guardándolo, apareció Pettifer. Traía una llave grande en la mano que parecía capaz de abrir un calabozo.
– Sabía que la había puesto en un lugar seguro. La encontré en el fondo de uno de los cajones de la cómoda del Capitán…
– ¿Qué es eso, Pettifer? -preguntó Mollie.
– La llave del estudio, señora.
– Dios mío. ¿Y quién la quiere?
– Yo -dije-. Grenville me dijo que podía elegir un cuadro y llevármelo a Londres.
– Pues menudo trabajo, querida. En ese sitio tiene que haber un desorden horroroso. Hace diez años que no entra la luz del día.
– No importa. -Cogí la llave. Pesaba como el plomo.
– ¿Vas a ir ahora? Está oscureciendo.
– ¿No hay luz eléctrica?
– Sí, por supuesto, pero es muy deprimente. Espera hasta mañana por la mañana.
Yo quería ir ya.
– No me va a pasar nada. Voy a por un abrigo.
– Hay una linterna sobre la mesa del vestíbulo. Mejor llévatela, el sendero que cruza el jardín es bastante empinado y resbaladizo.
Y así, protegida por el abrigo de cuero y con la linterna y la llave en la mano, salí a la tormenta por la puerta que daba al jardín. El viento del mar soplaba con fuerza cargado de lluvia fina y fría. Tuve que hacer un esfuerzo para cerrar la puerta. Aquella lúgubre tarde se estaba terminando temprano, pero todavía había luz suficiente para ver dónde ponía los pies. No encendí la linterna hasta llegar el estudio. Me hizo falta la luz para encontrar la cerradura.