Introduje la llave y la hice girar. Giró despacio, con algo de resistencia por la falta de aceite. La puerta chirrió y se abrió hacia adentro. El interior olía a cerrado y a humedad, un olor que sugería telarañas y moho, así que busqué aprisa el interruptor de la luz. La bombilla que colgaba del techo arrojó una luz fría y mortecina que me rodeó de sombras inquietas. El cable que sostenía la bombilla se puso a oscilar a causa del viento como el péndulo de un reloj.
Entré y cerré la puerta y poco a poco se inmovilizaron las sombras. A mi alrededor y bajo aquella luz tenue surgieron siluetas cubiertas de polvo. Al otro lado de la habitación había una lámpara con la pantalla ladeada y rota. Me acerqué a ella y busqué el interruptor, la encendí y el lugar adquirió de pronto un aspecto un poco menos abandonado.
El estudio tenía dos niveles, con una especie de dormitorio en el extremo sur al que se accedía por una escalerilla metálica.
Subí la mitad de la escalera y vi el diván y la manta de rayas. Sobre la cama había una ventana cerrada y en el suelo había plumones de almohada, puede que a consecuencia de las correrías de algún ratón. En un rincón yacían los restos secos, semejantes a un montón de ramas, de un pajarillo muerto. Sentí un escalofrío ante aquella desolación y volví al estudio.
El viento agitaba la ventana que daba al norte. Las largas cortinas se movían mediante un complicado sistema de cuerdas y poleas y forcejeé con él unos momentos. Finalmente me di por vencida y dejé las cortinas corridas.
En el centro de la habitación se alzaba la tarima de la modelo, en cuyo centro había algo cubierto por una sábana y vi al destaparlo que era una silla barroca pintada con purpurina. Los ratones también habían pasado por allí y había retazos de terciopelo rojo y mechones de crin esparcidos alrededor, junto con excrementos de ratón y una gruesa película de polvo.
Debajo de otra sábana vi la mesa de trabajo de Grenville, los pinceles, los tubos de pintura, paletas, espátulas, botellas de aceite de linaza, pilas de telas sin usar, sucias por el tiempo. También había una colección de objets trouvés, pequeños objetos con los cuales quizás se había encariñado: una piedra pulida por el mar, media docena de caracolas y un manojo de plumas de gaviota que tal vez había recogido para limpiar la pipa. Había fotografías ajadas y borrosas de gente que yo no conocía, un jarroncito blanquiazul de porcelana con lápices, frascos de tinta china seca, un pedazo de lacre.
Era como curiosear donde no me llamaban, como leer el diario íntimo de otra persona. Volví a poner la sábana en su lugar y me dirigí hacia el verdadero propósito de mi visita: el montón de telas sin enmarcar dispuestas alrededor, contra la pared, con la pintura hacia adentro. También ellas estaban cubiertas de polvo pero las sábanas habían resbalado y caído al suelo y, al quitar la primera, rocé telarañas con los dedos y una araña grande y desagradable huyó por el suelo y se perdió entre las sombras.
Era una tarea ardua. Levanté los cuadros, cinco o seis a la vez, les quité el polvo, los apoyé contra la tarima y giré la raquítica lámpara para que la luz los alumbrara directamente. Algunos tenían fecha pero estaban amontonados sin ningún orden cronológico y, en la mayoría de los casos, no era fácil adivinar dónde ni cuándo habían sido pintados. Lo único que me pareció claro era que abarcaban la totalidad de la vida profesional de Grenville y todo lo que le interesaba.
Había paisajes, marinas -todos los estados de ánimo del océano-, interiores preciosos, algunos bocetos de París, otros que parecían de Italia. Había barcos y pescadores, escenas de las calles de Porthkerris, muchos croquis al carbón de dos niños que yo sabía que eran Roger y Lisa. Pero ningún retrato.
Comencé la selección apartando los cuadros que me parecían especialmente atractivos. Cuando llegué al último montón ya había apoyado media docena contra el asiento del sofá, tenía frío, las manos sucias y la ropa llena de telarañas. Con la agradable sensación que produce la conclusión de un trabajo, fui a clasificar el último montón de telas. Había tres dibujos hechos con pluma y tinta y una vista de un puerto con yates anclados. Y entonces…
Era la última tela y la más grande. Necesité las dos manos y mucho esfuerzo para sacarla del rincón oscuro en que se encontraba y darle la vuelta para que le diera la luz. La sostuve en posición vertical, retrocedí y vi el rostro de la joven. Los ojos oscuros y rasgados sonreían con una vitalidad que el polvo de los años no había podido alterar. Vi el cabello oscuro, los pómulos pronunciados y la boca sensual que no sonreía sino que parecía temblar, a punto de estallar en una carcajada. Y llevaba puesto el mismo vestido blanco y etéreo, el vestido del retrato que colgaba sobre la chimenea del salón de Boscarva.
Sophia.
Desde que mi madre la había mencionado, aquella mujer me intrigaba. La contrariedad resultante de no poder saber cómo era no había hecho más que acicatear mi obsesión. Pero ahora que la había descubierto y estábamos frente a frente, me sentí como Pandora. Había abierto la caja, sus secretos se habían escapado y no había forma de volver a guardarlos y cerrar otra vez la tapa de la caja.
Yo conocía aquel rostro. Le había hablado, había discutido con él, lo había visto enfadado y sonriente, había visto aquellos ojos oscuros entornarse con furia y brillar de alegría.
Era el rostro de Joss Gardner.
Capítulo 11
De pronto sentí un frío espantoso. Ya había oscurecido, el estudio estaba helado, y yo sentía que la sangre se me iba de la cara como el agua de una pila, oía los martilleantes latidos de mi propio corazón y de pronto eché a temblar con violencia. Mi primera intención fue poner el retrato otra vez donde lo había encontrado, apilar otras telas por encima y esconderlo, como un asesino que trata de esconder un cadáver o algo tal vez peor.
Pero finalmente acerqué una silla y puse encima el retrato de Sophia como si fuera un caballete. Retrocedí y me dejé caer en el asiento del viejo sofá.
Sophia y Joss.
La fascinante Sophia y el desconcertante Joss, en quien -como había terminado por comprobar- no se podía confiar.
Se fue a Londres, se casó y tuvo un niño, según creo, me había dicho Pettifer. Había muerto en 1942, en plena guerra.
Pero Pettifer no había mencionado a Joss. Y aun así, Joss y Sophia estaban indiscutible e inextricablemente unidos.
Y pensé en el buró, en el escritorio que mi madre quería que yo tuviera, escondido en el taller de Joss.
Y oí la voz de Mollie: No sé por qué se ha encariñado tanto con él. Me asusta. Es como si Joss ejerciese sobre él no sé qué influencia.
Sophia y Joss.
Fuera estaba oscuro. No tenía reloj y había perdido la noción del tiempo. Como el viento ahogaba los demás ruidos no oí a Eliot que bajaba por el jardín, desde la casa, buscando a tientas el camino en la oscuridad, ya que yo me había llevado la única linterna. No oí nada hasta que la puerta se abrió de golpe como si la hubiera abierto una ráfaga de viento, la bombilla reinició su violento balanceo, y sufrí tal sobresalto que casi perdí la cabeza. Un segundo después entró Rufus saltando y se lanzó sobre el sofá. Entonces me di cuenta de que tenía compañía.
Mi primo Eliot se quedó en la puerta, enmarcado en la oscuridad. Llevaba una chaqueta de ante y un polo azul celeste, y se había echado un impermeable sobre los hombros, como si fuera una capa. La luz borraba todo color de su rostro y transformaba sus ojos hundidos en dos agujeros negros.
– Me ha dicho mi madre que estabas aquí. Vengo a…
Se detuvo y supe que había visto el retrato. Yo no podía moverme, estaba aterida de frío y, además, ya era demasiado tarde para hacer nada al respecto.