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– Pensé que te iba bien bien.

– Es lo que quiero que crean los demás.

– Pero, ¿qué harías si vendieras el negocio?

– ¿Qué sugieres tú? -Parecía divertido, como si yo fuese una chiquilla cuyos caprichos hubiera que obedecer.

– ¿Y lo del señor Kemback y su museo automovilístico de Birmingham? -dije.

– Tu buena memoria puede llegar a ser inquietante.

– ¿Tan malo sería trabajar para el señor Kemback?

– ¿Y dejar Cornualles?

– Yo creo que eso es lo que deberías hacer. Empezar de nuevo. Alejarte de Boscarva y… -Me detuve, pero pensé que, ya que había comenzado, lo mejor era terminar-. Y de tu madre.

– ¿De mi madre? -Seguía poniendo cara de diversión, como si yo fuera una tonta que quisiera darle consejos.

– Ya sabes a qué me refiero, Eliot.

Hubo una larga pausa.

– Creo -dijo Eliot- que has hablado con Grenville.

– Lo lamento.

– Una cosa sí es segura: o se va Joss o me voy yo. Como dicen en las películas de vaqueros: «En esta ciudad no cabemos los dos». Pero preferiría que se fuera él.

– Joss carece de importancia. No vale la pena pensar en él.

– Si vendiera el salón y me fuera a trabajar a Birmingham, ¿te vendrías conmigo?

– Vamos, Eliot…

Aparté los ojos y volví a verme cara a cara con el retrato de Sophia. Su mirada se encontró con la mía y fue como si Joss estuviera allí, escuchando cada una de nuestras palabras, riéndose de nosotros. Eliot me cogió la barbilla y me obligó a girar la cabeza. Tuve que mirarle a los ojos otra vez.

– Escucha lo que te digo.

– Ya te escucho.

– No hace falta que estemos enamorados. Lo sabes, ¿verdad?

– Siempre creí que era importante.

– Pues no le pasa a todo el mundo. Tal vez a ti no te pase nunca.

Era una triste perspectiva.

– Tal vez no.

– En ese caso -su voz era muy dulce y razonable-, ¿por qué no quieres comprometerte conmigo? ¿No sería mejor un compromiso que un empleo de nueve a cinco durante el resto de tu vida y un piso vacío en Londres?

Había puesto el dedo en la llaga. Había estado sola demasiado tiempo y la perspectiva de seguir estándolo durante el resto de mi vida me asustaba mucho. Naciste para tener marido, hijos y una casa, había dicho Grenville. Y todo aquello estaba ahora allí, al alcance de la mano. Sólo tenía que alargarla y aceptar lo que Eliot me ofrecía.

Pronuncié su nombre y me abrazó, me estrechó con fuerza y me besó en los ojos, en las mejillas, en la boca. Sophia nos observaba, pero no me importó. Me dije a mí misma que Sophia estaba muerta. Y en cuanto a Joss, ya lo había alejado de mi vida. ¿Por qué habría de preocuparme lo que ambos pensaran de mí?

Eliot dijo al cabo del rato:

– Debemos irnos. -Deshizo el abrazo-. Tienes que darte un baño y quitarte todas esas manchas de la cara. Yo voy a sacar hielo de la nevera y a preparar una copa para Grenville y para mi madre, como un buen chico.

– Sí. -Me aparté de sus brazos y me eché atrás un mechón de pelo. Estaba muerta de cansancio-. ¿Qué hora es?

Miró su reloj. La correa que le había regalado todavía estaba nueva y reluciente.

– Son casi las siete y media. Podríamos quedarnos aquí toda la noche, pero, desgraciadamente, la vida continúa.

Me levanté. Estaba agotada. Cogí el retrato sin mirarlo y volví a ponerlo en su rincón oculto y lleno de polvo, entre las arañas y las telas que tejían, de cara a la pared. Cogí otros cuadros, al azar, y los puse alrededor. Todo estaba como antes, me dije. Entre los dos pusimos un poco de orden y cubrimos las telas con el lienzo. Eliot apagó la lámpara y yo recogí la linterna. Apagamos la luz, cerramos la puerta con llave y nos alejamos del estudio. Le di la linterna, anduvimos tras el trémulo círculo de luz, por el jardín, tropezando de vez en cuando en las piedras ocultas y las matas, y subimos los mojados escalones de la terraza. La casa se alzaba por encima de nosotros, con las habitaciones iluminadas detrás de las cortinas corridas; alrededor sólo estaban el viento y las siluetas de los árboles azotados y sin hojas.

– Jamás había visto una tormenta tan larga -dijo Eliot, mientras abría la puerta lateral y entrábamos en la casa. El vestíbulo resultaba cálido y acogedor, y en el aire flotaba el exquisito olor del pollo que íbamos a comer en la cena.

Nos separamos. Eliot se dirigió a la cocina y yo subí a quitarme la ropa sucia, a darme un baño, a envolverme en vapor caliente y perfumado. En cuanto me relajé, la cabeza se me quedó en blanco. Estaba demasiado cansada para pensar. Me quedaré dormida, me dije, y me ahogaré. Por algún motivo inexplicable, la idea no me alarmó.

Pero no me dormí porque entonces oí, por encima de los aullidos del viento, el ruido de un coche que se acercaba. El cuarto de baño daba a la parte trasera de la casa, al camino y a la puerta principal. No me había molestado en correr las cortinas y los faros del coche se reflejaron durante un segundo en el cristal oscuro. Sonó un portazo, se oyeron voces. Preocupada, salí de la bañera, me sequé e iba a cruzar el pasillo para ir a mi habitación cuando oí que las voces subían por la escalera, desde el vestíbulo.

– … la he encontrado en mitad del camino, en la colina… -era una voz de hombre que no identifiqué.

Y luego Mollie:

– … pero mi pobre niña… -Sus palabras fueron interrumpidas por un sollozo.

– Por Dios, pequeña… -oí decir a Eliot.

Y luego Mollie otra vez:

– Ven junto al fuego… Vamos, todo está bien ahora. Estás a salvo…

Entré en mi habitación, me vestí, me abotoné el cuello del vestido marrón, me cepillé el pelo y me lo trencé, todo en unos segundos. Me pinté un poco los labios -no había tiempo para más-, me calcé las sandalias y me puse los pendientes mientras corría abajo.

– Pettifer, ¿qué pasa?

– No sé, pero parece que esa joven tiene un ataque de histeria.

– He oído un coche. ¿Quién la ha traído a casa?

– Morris Tatcombe. Dice que volvía de Porthkerris a casa cuando la encontró en el camino.

Yo estaba horrorizada.

– ¿Quieres decir que estaba tirada en el camino? ¿La ha atropellado un coche?

– No lo sé. Puede que sólo se haya caído.

Al otro extremo del vestíbulo, la puerta del salón se abrió con violencia y Mollie se dirigió hacia nosotros casi corriendo.

– ¡Vamos, Pettifer, no te quedes ahí de palique, corre a buscar el brandy! -Vio mi cara de estupefacción-. Mi querida Rebecca, es horrible, horrible. Voy a llamar al médico. -Estaba junto al teléfono, hojeando la guía, pero sin ver bien porque se había dejado las gafas en alguna parte-. Busca tú el número, por favor. Es el doctor Trevaskis… lo tengo que tener apuntado en algún sitio, pero no lo encuentro.

Pettifer se había ido. Me puse a buscar el número en la guía telefónica.

– ¿Qué le ha pasado a Andrea? -pregunté.

– Es lamentable. No puedo creer que sea cierto. Es una suerte que Morris la haya encontrado. Habría podido pasarse allí toda la noche. Podría haber muerto…

– Aquí está. Lionel Trevaskis. Porthkerris 873.

Se llevó una mano a la mejilla.

– ¡Claro! Ya tendría que sabérmelo de memoria. -Levantó el auricular y lo marcó. Mientras esperaba, me dijo rápidamente-: Ve a hacerle compañía; los hombres son unos inútiles, nunca saben qué hacer.

Pese a que estaba desconcertada y, por extraño que parezca, me sentía reacia a conocer los detalles de la triste experiencia de Andrea, hice lo que Mollie me pedía. El caos reinaba en el salón. Grenville, perplejo al parecer, de pie frente a la chimenea, en silencio y con las manos en la espalda. El resto, agrupado alrededor del sofá. Eliot le había servido una copa a Morris y ambos estaban allí sin hacer nada, mientras Pettifer, con una paciencia digna de elogio, trataba de conseguir que Andrea tomara unos sorbos de brandy.