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Me vio envuelta en el viejo abrigo de cuero.

– ¿Adonde vas?

– Fuera.

– ¿Quién llamaba?

– La señora Kernow.

– ¿Qué quería?

– Joss está herido. El señor y la señora Kernow volvían de casa de la hermana de ella por la avenida leí puerto. Y se lo encontraron caído en el suelo.

– ¿Y? -Su voz era fría y serena. Creí que me intimidaría, pero no fue así.

– Voy a pedirle el coche a tu madre para ir a verle.

Se le crispó la cara y se le acentuaron los huesos a causa de la tirantez de la piel.

– ¿Te has vuelto loca?

– No lo creo.

No dijo nada. Me guardé la llave en el bolsillo y me dirigí a la puerta, pero Eliot fue más rápido que yo y de dos zancadas se puso frente a mí, de espaldas a la puerta y con la mano sobre el tirador.

– No irás -dijo con calma-. No pensarás que voy a dejarte, ¿verdad?

– Está herido, Eliot.

– ¿Y qué? Ya has visto lo que le ha hecho a Andrea. Es un sinvergüenza. Tú sabes que es un sinvergüenza. Su abuela era una puta irlandesa, quién fue su padre no lo sabe nadie y él es un mujeriego despreciable.

Aquellas palabras, dichas con ánimo de impresionarme, me pasaron rozando sin alcanzarme. Mi indiferencia le enfureció.

– ¿Por qué quieres ir a verle? ¿En qué podrías ayudarle? No te va a dar las gracias por meterte en esto, si es agradecimiento lo que buscas. Déjalo en paz, no forma parte de tu vida, no significa nada para ti.

Me quedé mirándole, pero nada de lo que decía tenía sentido para mí. Y así, de repente, supe que todo había terminado, la incertidumbre y la indecisión; y me sentí ligera, como si me hubieran quitado un gran peso de encima. Todavía estaba en la encrucijada. Mi vida estaba llena de confusión. Pero una cosa tenía bien clara: nunca me casaría con Eliot.

Un compromiso, había dicho. Pero habría sido un paso contraproducente para mí. Sí, era un hombre débil y no parecía muy brillante profesionalmente. Había descubierto esos defectos en su personalidad y estaba dispuesta a aceptarlos. Pero la acogida que me había dispensado, su hospitalidad y aquel encanto que podía manifestar y esconder como si pudiera manipularlo mediante un interruptor, no me habían dejado ver su resentimiento y la violencia alarmante de sus celos.

– Déjame pasar -dije.

– Supongamos que no te dejo ir. Supongamos que te retengo. -Me puso las manos en las sienes y apretó con tanta fuerza que creí que me iba a aplastar la cabeza-. Supongamos que te digo que te quiero.

Ya estaba harta de él.

– Tú no quieres a nadie. Sólo a Eliot Bayliss. No hay lugar para nadie más en tu vida.

– Creí que habíamos quedado en que eras tú la que no sabía amar.

El apretón se hizo más fuerte. Mi cabeza comenzó a latir con violencia y cerré los ojos para resistir el dolor.

– Cuando ame… -le dije con los dientes apretados- no será a ti.

– Bueno, entonces vete… -Me soltó con tanta brusquedad que casi perdí el equilibrio. Giró el tirador y abrió la puerta con violencia. El viento entró con furia en la casa, como un monstruo que hubiera esperado toda la noche para invadirla. En el exterior me aguardaban la oscuridad y la lluvia. Sin más palabras y sin detenerme a mirar a Eliot, pasé corriendo delante de él y salí a la noche tormentosa come quien entra en un santuario.

Todavía tenía que llegar al garaje, forcejear con las puertas en la oscuridad y encontrar el coche de Mollie. Estaba convencida de que Eliot me acechaba amenazador como un fantasma, esperando para saltar sobre mí, para sujetarme, para impedir que me fuera. Cerré la portezuela del coche y me temblaba tanto la mano que apenas pude introducir la llave en el contacto. La primera vez que la giré, el motor no si puso en marcha. Me oí gimotear mientras tiraba de estárter y lo intentaba otra vez. Esta vez arrancó. Metí la primera y salí como una flecha a través de la lluvia y la oscuridad, subí el camino encharcado levantan do una lluvia de grava y salí a la carretera.

Mientras conducía, recobré parte de la serenidad. Había eludido a Eliot e iba hacia Joss. Tenía que conducir con cuidado y sentido común, no podía permitirme el lujo de sentir pánico ni arriesgarme a dar un patinazo o tener un choque. Reduje con prudencia la velocidad a unos cuarenta y cinco kilómetros por hora. Sujeté con menos fuerza el volante. La avenida que bajaba la colina estaba negra y mojada por la lluvia. Las luces de Porthkerris iban surgiendo ante a mí. Iba hacia Joss.

La marea estaba en el punto más bajo. A medida que me acercaba a la avenida del puerto vi las luces reflejadas en la arena húmeda y los barcos anclados fuera del alcance de la tormenta.

El cielo seguía cubierto. Había gente en las calles, pero no mucha.

La tienda estaba a oscuras. Sólo brillaba una luz en la ventana superior. Aparqué el coche junto a la acera, bajé, fui hacia la puerta y la abrí. Percibí el olor a madera fresca y mis pies rozaron las virutas esparcidas por todos lados. La luz de la calle me indicó dónde estaba la escalera. Subí con precaución hasta el primer piso.

– ¡Joss! -exclamé.

No hubo respuesta. Seguí subiendo. No se había encendido el fuego y hacía mucho frío. Oí una ráfaga de lluvia en el techo.

– Joss.

Estaba recostado en la cama, cubierto con una manta. Tenía el antebrazo sobre los ojos, como para protegerse de una luz intolerable. Al oírme apartó el brazo e irguió un poco la cabeza para ver quién era. La dejó caer otra vez sobre la almohada.

– Dios mío -le oí decir-, Rebecca.

Me acerqué a él.

– Sí, soy yo.

– Me pareció que había oído tu voz. Creí que estaba soñando.

– Te he llamado, pero no contestabas.

Tenía la cara en un estado lamentable, el pómulo izquierdo magullado e hinchado, el ojo medio cerrado, un corte en el labio y sangre seca por todas partes. No le quedaba ni un centímetro de piel en los nudillos de la mano izquierda.

– ¿Qué haces aquí? -No podía hablar con claridad, quizás a causa del labio lastimado.

– La señora Kernow me llamó por teléfono.

– Le advertí que no dijera nada.

– Estaba preocupada por ti. ¿Qué te ha pasado?

– Unos ladrones.

– ¿Te duele en algún otro sitio?

– Sí, en todas partes.

– Déjame ver…

– Los Kernow me han hecho una cura de urgencia.

Me incliné sobre él y aparté la manta con suavidad. Tenía el torso desnudo hasta el estómago y después una venda que alguien había improvisado con lo que parecían tiras de sábana vieja. Pero la magulladura era horrible y se le había extendido hasta el pecho. En el costado derecho, la mancha roja de sangre había empezado a filtrarse a través del algodón blanco.

– ¿Quién te ha hecho esto?

No me contestó. Habida cuenta de su estado, fue sorprendente la firmeza con que tiró de mí. Me senté en el borde de la cama. Mi trenza, rubia y larga, cayó hacia adelante, sobre mi hombro. Joss me enlazó con el brazo derecho y con la mano izquierda quitó la goma que sujetaba el extremo de la trenza. Abrió los dedos para peinármela con ellos, soltó lo mechones, los separó, y el cabello cayó en cascada sobre su pecho desnudo.

– Siempre he tenido ganas de hacerlo -dijo-. Desde que te vi y me pareciste una alumna modelo ¿qué te dije exactamente?

– La niña modelo del orfanato perfecto.

– Sí, algo así. Es increíble que te acuerdes.

– ¿Qué quieres que haga? ¿Qué puedo hacer?

– Quedarte. Me basta con que te quedes, criatura encantadora.

Aquella ternura en su voz… él, que siempre había sido tan rudo… me desarmó. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Cuando las vio, me atrajo hacia sí, me recosté en su pecho y noté que me deslizaba la mano por debajo del cabello y la cerraba alrededor de la nuca.