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– Joss, voy a hacerte daño…

– No hables -dijo mientras su boca buscaba la mía-. También esto he querido hacerlo desde que te conozco.

Era evidente que ninguna de sus molestias, ni las magulladuras ni las heridas ni el labio partido, iban a impedir que consiguiera lo que quería.

Y yo, que siempre había Imaginado que el amor consistía en fuegos artificiales y pasiones volcánicas, descubrí que era otra cosa. Era cálido, como la caricia del sol. No tenía nada que ver con mi madre y la interminable serie de hombres que habían pasado por su vida. Era el cinismo y las ideas preconcebidas escapando por una ventana abierta. Era la rendición de mis últimos bastiones. Era Joss.

Pronunció mi nombre y en sus labios sonó a belleza pura.

Encendí el fuego mucho más tarde y amontoné leña para que la habitación se iluminara con las llamas. No quería que Joss se moviera y permaneció echado, con la morena cabeza apoyada en los brazos, mientras yo notaba que seguía con los ojos todos mis movimientos.

Me erguí para apartarme del fuego. El pelo me caía, suelto, a ambos lados de la cara y las mejillas me ardían. La felicidad me derretía por dentro.

– Tenemos que hablar, ¿no crees? -dijo Joss.

– Sí.

– Sírveme una copa.

– ¿Qué te apetece?

– Whisky. Está en la cocina, en el armario que hay sobre el fregadero.

Fui a buscar la botella y dos vasos.

– ¿Soda o agua?

– Soda. Hay un abridor colgado por ahí, en un gancho.

Busqué el abridor y destapé la botella de soda. Lo hice con torpeza, la chapa cayó al suelo, se fue rodando como es habitual en estos objetos, y no paró hasta perderse en un rincón oscuro. Fui a recogerla y entonces me llamó la atención otro pequeño objeto brillante. Lo recogí. Era la cruz celta de Andrea, la que solía llevar colgada de un cordón de cuero.

Serví las bebidas y las llevé donde estaba Joss. Le alcancé una y me arrodillé en el suelo, a su lado.

– He encontrado esto debajo del fregadero -dije, y le enseñé la cruz.

El ojo hinchado le dificultaba la visión. La miró de soslayo, con esfuerzo.

– ¿Qué diantres es eso?

– Es de Andrea.

– Bah, a la porra -dijo. Y a continuación-: Sé buena y tráeme más almohadas. No sé beber acostado.

Cogí un par de cojines del suelo y se los puse bajo la cabeza. El movimiento le resultó muy doloroso y dejó escapar un gemido involuntario.

– ¿Te sientes bien?

– Sí, por supuesto. Estoy bien. ¿Dónde has encontrado eso?

– Ya te lo he dicho, en el suelo.

– Ha estado aquí esta tarde. Dijo que había ido al cine. Yo estaba trabajando abajo, tratando de terminar la estantería. Le dije que estaba ocupado, pero se puso a subir la escalera como si no me hubiera oído. Fui tras ella y le dije que se marchara a casa. Pero no quiso irse. Dijo que quería una copa, que tenía ganas de hablar… ya sabes, esas cosas.

– Ya había estado aquí.

– Sí. Una vez. Una mañana. Me dio pena y le ofrecí una taza de café. Pero hoy estaba ocupado; no tenía tiempo para ella y tampoco me dio pena. Le dije que no tenía ganas de beber. Le dije que se fuera a casa. Y entonces dijo que no quería irse, que todos la detestaban, que nadie quería hablar con ella, que yo era la única persona con quien podía hablar, la única persona que la comprendía.

– Quizá sea cierto.

– Claro, por eso me daba lástima. Cuando estoy en Boscarva no puedo impedir que me interrumpa y se quede un rato conmigo; no la puedo echar a la fuerza.

– ¿Eso es lo que ha pasado hoy? ¿La has echado a la fuerza?

– No exactamente. Pero al final me harté de sus tonterías y de su convicción, totalmente infundada, de que yo estaba preparado, dispuesto y deseoso de acostarme con ella. Perdí los estribos y se lo dije con claridad.

– ¿Qué pasó entonces?

– Pregunta más bien qué es lo que no pasó. Hubo gritos, lágrimas, acusaciones, la típica histeria. Me insultó. Y encima me dio una bofetada. Entonces sí que recurrí a la fuerza, la puse en la escalera, le di un empujón y arrojé tras ella el impermeable y ese bolso asqueroso que siempre lleva consigo.

– ¿No le hiciste daño físico?

– No, no le hice daño físico. Pero creo que la asusté, porque huyó como alma que lleva el diablo. La oí bajar ruidosamente por las escaleras con esos horrendos zuecos que se pone y seguramente resbaló porque oí un golpe sordo cuando bajaba los últimos peldaños. La llamé para asegurarme de que estaba bien, pero justo en ese momento oí que echaba a correr y que salía dando un portazo, así que supuse que no le había pasado nada.

– ¿Crees que pudo hacerse daño con algo? ¿Que se magullara la cara al caer?

– Sí. Supongo que sí. Había una caja con objetos de porcelana al pie de la escalera. Puede que tropezara con ella… ¿Por qué me lo preguntas?

Se lo conté. Cuando terminé de explicarle cómo estaban las cosas en Boscarva, dejó escapar un prolongado silbido de incredulidad. Pero también estaba irritado.

– Será pendón. Esa niña es una ninfómana.

– A mí siempre me lo ha parecido.

– Se pasaba el tiempo hablando de un tal Danus y no se detenía ante las intimidades más escabrosas. ¡Y encima le dijo a todo el mundo que yo la había invitado al cine! Yo no la invitaría ni a vaciar el cubo de la basura conmigo… ¿Cómo se encuentra?

– Está acostada. Mollie llamó al médico.

– Si es un médico con experiencia, diagnosticará histeria autoprovocada, le recetará una buena paliza y la enviará de regreso a Londres. Así dejará de molestar a la gente.

– Pobre Andrea. Es muy desdichada.

Joss no podía tener las manos quietas y se puso a acariciarme el pelo. Volví la cabeza y le besé el dorso, los nudillos despellejados.

– No la habrás creído, ¿verdad?

– No.

– ¿La ha creído alguien?

– Mollie y Eliot. Eliot quería llamar a la policía, pero Grenville no le dejó.

– Qué interesante.

– ¿Por qué?

– ¿Quién llevó a Andrea a casa?

– Ya te lo he dicho. Morris Tatcombe… el joven que trabaja para Eliot…

– ¿Morris? Que me… -Se detuvo en mitad de la frase y repitió-: Morris Tatcombe.

– ¿Qué le ocurre?

– Vamos, Rebecca, vamos. Vuelve a la realidad. Usa la cabeza. ¿Quién crees que me ha dejado en este estado?

– ¿Morris? -No podía creerlo.

– Morris y otros tres. Fui a «El Ancla» a tomarme una cerveza y a comer un poco de pastel de carne y cuando volvía a casa me salieron al encuentro y me agredieron.

– ¿Cómo sabes que fue Morris?

– ¿Quién, si no? Está resentido por una discusión que tuvimos y en la que acabó con el trasero en la cuneta. Creía que lo de hoy había sido sólo la continuación de la disputa. Pero parece que no es así.

Abrí la boca sin pensármelo dos veces y dije:

– Eliot… -pero me detuve, aunque ya era demasiado tarde.

– ¿Qué pasa con Eliot? -preguntó con serenidad.

– Prefiero no hablar de Eliot.

– ¿Fue él quien dijo a Morris que me buscara?

– No lo sé.

– No hay que descartar la hipótesis. Me odia a muerte.

– Creo… creo que está celoso. No le gusta que hayas intimado con Grenville. No le gusta que Grenville te haya cogido tanto afecto. Y… -Miré mi vaso y lo hice girar entre los dedos. De pronto me puse muy nerviosa-. Hay algo más.

– A juzgar por tu expresión, se diría que has matado a alguien. ¿Qué sucede?

– El buró y la silla Chippendale. Son de Boscarva.

– Sí, ya lo sé.

Su tranquilidad me sorprendió.

– ¿No los has robado?

– ¿Robado? ¿Qué dices? Los he comprado.

– ¿A quién?

– A un hombre que tiene una tienda de antigüedades en los alrededores de Fourbourne. Fui a una subasta hace cosa de un mes, pasé por su tienda al volver y vi la silla y el buró. Por entonces conocía ya todos los muebles de Grenville y me di cuenta de que procedían de Boscarva.