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Negué con la cabeza.

– No. No lo soy.

– Bueno, pues lo pareces. Y eso es igual de importante. Pero dime, ¿qué es de tu vida? Hace siglos que te escribí por última vez o que recibí noticias tuyas. ¿De quién ha sido la culpa? Mía, supongo. Soy un desastre para escribir.

Le hablé de la librería y del último piso que había alquilado. Lo encontró divertido.

– Qué gracia me haces. Construir un pequeño nido para ti sola sin tener a nadie con quien compartirlo. ¿Todavía no conoces a nadie con quien quieras casarte?

– No. Y tampoco a nadie que quiera casarse conmigo.

– ¿Y el hombre para el que trabajas? -preguntó con picardía.

– Está casado con una mujer encantadora y tiene un montón de hijos.

Emitió una risita infantil.

– Eso nunca ha sido un impedimento para mí. Querida, sé que no he sido una buena madre. No he hecho más que arrastrarte de un lado para otro del modo más abyecto. Es un milagro que no te hayas vuelto neurótica, o acomplejada, o como quiera que se diga en la actualidad. A mí por lo menos no me lo pareces; puede que todo estuviera bien, a fin de cuentas.

– Pues claro que todo ha estado bien. Crecí con los ojos abiertos y eso no perjudica a nadie. -Y añadí-: Otto me cae muy simpático.

– ¿Verdad que es divino? Tan atento, tan puntilloso, tan nórdico. Y es más inteligente… Menos mal que no se empeña en que yo también lo sea. Se contenta con que le divierta.

Un reloj dio las siete en algún lugar de la casa y al sonar la última campanada entró Otto con una botella de cava en un cubo con hielo y tres copas en una bandeja. Le observamos mientras descorchaba la botella con pericia y vertía el licor espumoso y dorado en las copas. Cada cual cogió la suya y la levantó sonriendo; el encuentro se había convertido de pronto en una fiesta.

– Brindo -dijo mi madre- por nosotros tres y por los buenos tiempos. Ay, Señor, qué gracia me hace.

María me acompañó después a mi habitación, que era o sencillamente lujosa o lujosamente sencilla. Se comunicaba con un cuarto de baño completo, así que me duché, me puse unos pantalones y una camisa de seda, me cepillé el cabello, volví a trenzarlo y regresé al salón. Otto y mi madre me esperaban.

El primero también se había cambiado de ropa; mi madre llevaba un salto de cama azul claro y se había puesto sobre las rodillas un mantón de seda bordado con rosas rojas, cuyos largos flecos rozaban el suelo. Tomamos otra copa y María nos sirvió la cena en una mesa baja, al lado del fuego. Mi madre no paraba de hablar. De los viejos tiempos, de la época en que yo no era más que una niña; no pude por menos de pensar en la posibilidad de que Otto se escandalizase, pero no se escandalizó; al parecer le hacía gracia lo que oía, sentía curiosidad y formulaba una pregunta tras otra para que mi madre siguiera contando anécdotas.

– … Y aquella granja de Denbighshire… Rebecca, ¿te acuerdas de aquella casa espantosa? Casi nos morimos de frío y como la chimenea no tiraba, la casa se llenaba de humo cada vez que encendíamos el fuego. Aquél se llamaba Sebastian -puntualizó en honor de Otto-. Todos creíamos que iba a ser un gran poeta, pero la verdad es que era tan inútil escribiendo versos como criando ovejas. Peor incluso. Yo quería romper con él, pero no herir sus sentimientos. Por suerte, Rebecca cogió una bronquitis. Fue el pretexto ideal.

– Para Rebecca no fue ninguna suerte -dijo Otto.

– Ya lo creo que sí. Detestaba aquella granja tanto como yo. El poeta tenía un perro asqueroso que siempre quería morderla. ¿Me sirves otra copa, querido?

No comió casi nada, pero se tomó una copa tras otra mientras Otto y yo devorábamos el delicioso menú de cuatro platos que había preparado María, despacio, pero sin pausa. Una vez terminada la cena y retirados los platos, mi madre quiso escuchar música y Otto puso un concierto de Brahms en el tocadiscos, a volumen muy bajo. Mi madre siguió hablando como una muñeca a la que se le ha estropeado la cuerda y que se pone a dar vueltas absurdas en el suelo hasta que por fin se rompe y se detiene.

Otto dijo que tenía mucho trabajo y se fue, aunque no sin echar antes un poco de leña al fuego ni sin preguntar si teníamos todo lo que necesitábamos.

– ¿Trabaja todas las noches? -pregunté cuando se hubo marchado.

– Casi siempre. Y todas las mañanas. Es muy meticuloso. Creo que ésa es la razón por la que nos llevamos tan bien, porque somos muy diferentes.

– Te adora -dije.

– Sí. Y lo mejor de todo es que nunca ha querido convertirme en otra persona; me aceptó y punto, con mis malas costumbres y mi pasado reprobable. -Volvió a acariciarme la trenza-. Cada vez te pareces más a tu padre… siempre pensé que te parecías a mí, pero no, te pareces a él. Era muy guapo.

– Ni siguiera sé cómo se llamaba.

– Sam Bellamy, pero Bayliss suena mucho mejor como apellido, ¿no te parece? Además, estábamos tan solas que siempre pensaba que eras hija mía y de nadie más.

– Me gustaría que me hablaras de él. Nunca lo has hecho.

– Hay muy poco que contar. Era actor y tan atractivo que no puedo explicarlo con palabras.

– Pero, ¿dónde lo conociste?

– Fue a Cornualles durante una gira de verano, para representar obras de Shakespeare al aire libre. Todo era muy romántico: las noches oscuras de verano, el olor de la hierba perlada de rocío, la preciosa música de Mendelssohn, y Sam en el papel de Oberón. La casa iluminada por el resplandor apagado de las brasas moribundas y todos los duendes y todas las hadas saltan tan ligeros como los pájaros en el brezal. Era magia pura. Y enamorarse de él formaba parte de aquella magia.

– ¿Él te quería?

– Eso creímos los dos.

– Pero te fugaste y te casaste con él.

– Sí. Mis padres no me dejaron otra alternativa. Por eso lo hice.

– No lo entiendo.

– No simpatizaban con él. No autorizaban la relación. Decían que yo era demasiado joven. Mi madre decía que por qué no me casaba con cualquier hombre honrado del pueblo, que por qué no sentaba la cabeza y dejaba de pendonear. Que si me casaba con un actor, ¿qué iba a decir la gente? A veces me parecía que lo único que le importaba a mi madre era el qué dirán. Como si la opinión ajena contara para algo.

Era la primera vez que la oía hablar de su madre.

– ¿No te llevabas bien con ella? -dije para presionarla con tacto.

– Hace mucho tiempo de aquello, querida. Me cuesta recordarlo. No me dejaba hacer nada. A veces me daba la sensación de que quería estrangularme con sus convencionalismos. Roger había muerto y le echaba muchísimo de menos. Todo habría sido distinto si Roger hubiese estado allí. -Sonrió-. Roger era muy bueno. Demasiado. Una auténtica VP desde que tuvo uso de razón.

– ¿Qué es VP?

– Víctima de los Pendones. Siempre se enamoraba de las mujeres menos recomendables. Y terminó casándose con una, claro. Una muñequita rubia con pelo de muñeca y ojos azules de muñeca de porcelana. Mi madre decía que era muy dulce. Yo no la aguantaba.

– ¿Cómo se llamaba?

– Mollie. -Hizo una mueca, como si hasta el nombre le diera asco.

Me eché a reír.

– No puede haber sido tan mala como dices.

– A mí me lo parecía. Una maniática del orden. Siempre sacándole brillo al bolso o guardando los zapatos en el armario o esterilizando los juguetes del niño.

– ¿Tuvieron un hijo?

– Pobre criatura. Ella fue la responsable de que le pusieran Eliot.

– A mí me parece un nombre bonito.

– ¡Vamos, Rebecca, es nauseabundo! -Era evidente que cualquier cosa que hubiera hecho Mollie habría estado mal para mi madre-. Siempre me dio lástima aquel pobre niño. Menuda cruz tener un nombre así. En cierto modo, acabó por merecerlo, ya sabes cómo es la gente, y después de morir Roger, el crió se puso insoportable: siempre colgado del cuello de la madre y la luz de su cuarto encendida toda la noche.