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– Soy ciego, hijo, y no tengo otra forma de verlo, a mi Madrid, a mi amado Madrid. ¡Si no me lo leen, no lo veré nunca! -Y tras esta confesión se echó a reír, como si su ceguera fuese una broma estupenda.

– ¿Te gusta nuestro reclamo publicitario? -preguntó-. ¡Ya sabes que para los asuntos visuales necesito opiniones ajenas!

Le dije (reprimiendo un bostezo) que me parecía impresionante.

Entonces lo vi.

Salmerón seguía hablando, pero yo ya no lo escuchaba. Mi atención se había detenido en un rectángulo amarillo en el extremo inferior derecho de la página. Era otro anuncio, mucho más modesto que el de Salmacis. Nada de dibujos, sólo palabras, pero éstas se leían con claridad.

HORACIO NIERS

INVESTIGADOR PRIVADO

CRÍTICO LITERARIO

Ayudo a los escritores

Salmerón se despedía.

– ¡Y procura encontrarla, hijo!

– ¿Qué? ¿A quién?

– ¡Tu novela! ¡La novela que buscas y que yace oculta dentro de ti! ¡Encuéntrala!

VI HORACIO NEIRS, INVESTIGACIÓN Y CRÍTICA

– Y ahora, señor Cabo, dígame, con entera confianza, en qué puedo ayudarle.

Distinguido, aristocrático, Horacio Neirs me obsequió con un cigarrillo de su pitillera de plata. Aparentaba unos 60 años -lo cual me sorprendió; lo esperaba mucho más joven- y su conjunto de camisa y traje negros, su estilizada figura y el imprevisto brote de cabellos blancos que la remataba le otorgaban el aspecto preciso de una pluma Montblanc con el capuchón puesto. En cuanto a Virgilio Torrent -que Neirs me había presentado como su «ayudante»- podía ser el tintero. Era un enano -tal como lo digo: un enano- de unos 30 años, rasgos pálidos y mirada glacial y potente como un pisapapeles de cuarzo. Vestía íntegramente de negro, como Neirs, y sus piececitos, calzados con costosos zapatos italianos que parecían de primera comunión, apenas llegaban a la mitad de la altura del sofá donde se hallaba sentado. Había sido él quien me había recibido, extraño y solemne como requería el lugar, aquella mañana del sábado 24 de abril. Yo había imaginado un pequeño despacho, quejumbrosos muebles de madera, oscuridad; pero las oficinas de Neirs ocupaban todo un ático de la Castellana, zona de Azca, y destellaban de aristas y cristal. Al salir del ascensor, enormes puertas transparentes -donde podía leerse «Horacio Neirs. Investigación y Crítica»- se descorrían silenciosas al presionar un timbre. Más allá, el vestíbulo parecía hecho de nieve. Después comprobé que las habitaciones interiores poseían el mismo aspecto: alfombras, cuadros, moquetas, paredes, lámparas, sillones, divanes, mesas y hasta plantas eran de un cegador color blanco. Lo que no era blanco era cristalino: ceniceros, esculturas y puertas. Me sentí como penetrando en la esclerótica de un ojo humano. Un instante después de pulsar el timbre, mientras los paneles correderos se apartaban en silencio, apareció Virgilio como una mota de carbón en la delicada córnea de aquel decorado, con su traje negro, su aspecto tosco, su mirada inclemente.

– Buenos días, señor Cabo. El señor Neirs ya tiene constancia de su llegada y lo atenderá lo antes posible. Sírvase esperar aquí, por favor.

Así habló, créanme: «El señor Neirs ya tiene constancia». Su voz, urdida de agudos y graves, parecía el arte de un ventrílocuo oculto. Me abandonó en un sofá que poseía el color terso de los folios nuevos. Desde algún rincón de aquel globo ocular un hilo musical inició una pieza de clavicémbalo. Estuve 25 minutos esperando. Ni se me ocurrió quejarme, por supuesto: era sábado, y sabía que Horacio Neirs había hecho una excepción en su horario laboral (así me lo dijo cuando lo llamé el viernes por la noche) para atender mi caso. Exactamente 25 minutos después, con el clavicémbalo enmudecido, regresó el enano en completo silencio.

– El señor Neirs lo invita a pasar a su despacho.

Lo acompañé a través de misteriosos pasillos lácteos. Digo «misteriosos» porque me pareció que caminábamos en círculo durante un buen rato, y, sin embargo, advertí bifurcaciones. Como guía nada había que reprocharle a Virgilio, pero como conversador dejaba mucho que desear: mis comentarios (improvisados para amortiguar el vértigo que sentía ante aquel dédalo de blancura) me fueron devueltos con hoscos monosílabos. Sólo cuando declaré mi asombro ante la soledad de las complejas oficinas obtuve el regalo de una frase completa: «El señor Neirs tiene muchos colaboradores, pero es que hoy es sábado». Parecía acusarme de que su jefe lo hubiera elegido precisamente a él para trabajar esa mañana. Mientras nos acercábamos a unas puertas dobles que se atisbaban al fondo del pasillo volvió a hablar:

– Usted publica en Salmacis, ¿no? -Y, sin esperar ninguna clase de respuesta-: Eduardo Salmerón es el editor MÁS grande de Europa, MÁS poderoso, MÁS influyente, MÁS temible. Tiene usted la MAYOR suerte del mundo por ser uno de sus protegidos.

Después comprobé que Virgilio -debido, quizá, a problemas de estatura- era adicto a los superlativos. Los soltaba con seca energía, como si constituyeran su secreta forma de crecer. Pero no dejé de apreciar la sutil indirecta: pretendía decirme que mi editor, y no yo, había sido la causa de que Neirs me recibiera en fin de semana.

– ¡Se cuentan MUCHAS cosas sobre Salmerón! ¿Usted cree que son ciertas?

Contesté que no sabía qué era lo que se contaba. Y Virgilio:

– ¡No me diga que no ha oído los rumores!… Que pretende editar la novela MÁS grande del siglo… ¿No ha oído nada de eso? -Me disculpé por mi ignorancia (en realidad, mi amnesia, pero esto no se lo dije) y el enano, con un encogimiento de hombros, volvió a sumirse en el silencio.

Habíamos llegado a las puertas y mi guía alzó el puñito izquierdo para llamar. Un inesperado Rolex de oro destacó en su muñeca infantil como el superlativo de un reloj de pulsera. No por primera vez pensé que aquello de la investigación y crítica, fuera lo que fuese, no era mal negocio. Mientras pasábamos al despacho, sonrió:

– Yo también escribo. Pero no he tenido la GRAN suerte de que Salmerón me acoja.

Horacio Neirs era un hombre de definitiva presencia. Producía la impresión de una frase de Flaubert: inmejorable, refinado, conciso, muy pulido. Me tendió una mano flaca y enérgica a través del inmenso escritorio y me convidó, con modales exquisitos, a sentarme en una butaca blanca giratoria (Virgilio escaló el sofá tras cerrar las puertas). Tuvo la delicadeza de inaugurar el diálogo: comenzó hablando de mis novelas; sabía lo de mi accidente, pero no lo de mi amnesia. Pasamos 15 minutos fumando y charlando. Cuando pensé que había llegado el momento de entrar en materia y me disponía a sacar los papeles de mi carpeta, Neirs inició una larga presentación de sí mismo y de su trabajo. No era tan extraño, dijo, ser detective y crítico literario. Hoy día casi todo el mundo escribe, y ello provoca (empleó el símil de la tela de araña) una asombrosa urdimbre de ficciones, temas, personajes, incluso frases y hasta neologismos en la que se hacía imprescindible la presencia de expertos como él. El plagio, el problema más común de su clientela, se convertía en la investigación de un sueño. En ocasiones resultaba tan difícil de demostrar como admitir la igualdad entre dos recuerdos lejanos. Tenía anécdotas, pero no quería perder el tiempo contándomelas. Me contagió la ilusión por su trabajo. Sospeché que había recibido lecciones de oratoria, porque sus manos ilustraban sin exagerar, con gestos cabales, las frases necesarias. Sus ademanes huían de lo prosaico y se ceñían a lo prosódico. Transcurrió media hora (la exacta distribución del tiempo era otra de sus virtudes), tras la cual, con admirable habilidad, puso punto y aparte y me cedió el turno. «Y ahora, señor Cabo, dígame…» Volvió a ofrecerme cigarrillos. Eran finos y blancos, de una marca inglesa, pero muy cortos. Me hacían pensar en los guiones de los diálogos. En el cenicero había dos cigarrillos apagados. En la mesa, tres cuartillas, un folio y una libreta. Yo lo había contado todo en menos de una hora. Neirs inspeccionó su níveo peinado y entrelazó los largos dedos.