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– A ver si te gusta. -Me entregó el cóctel-. Dicen que lo preparo bien.

El vaso (no podía ser menos) parecía la copa del Grial; su borde estaba repintado de oro. La vi arrellanarse en un diván rojo, cruzar las piernas y dejar caer una guinda en la bebida (hizo «pluc»). Alabé el cóctel sin exagerar. Ella sonrió, y una de sus bellísimas rodillas, al alzarse, imitó la forma y el paisaje de una cremosa cumbre nevada de montaña. ¿Me apetecía cenar? Podía preparar algo en un minuto. No, no, gracias, yo ya había cenado (era mentira; en realidad no sentía hambre, ni siquiera sed). La bebida me mareaba, también la decoración. Pero lo peor era Musa: sus largos muslos revelados por la tensa gruta de la minifalda; su sonrisa cazadora, disparada con puntería hacia mis ojos como un perfecto fogonazo. Me entraron unas ganas enormes de escribir: casi se igualaron a las que tenía de orinar y de satisfacer mis impulsos eróticos. En aquella casa, con aquella mujer, bebiendo aquel filtro, la ficción literaria surgía casi sin esfuerzo. Comencé a mover una pierna en un tic mecanográfico.

Hablamos de literatura: los autores que le gustaban, los temas. Después ella empezó a contarme una historia muy extraña. Creí que se trataba de una especie de argumento de novela, porque lo narraba en tercera persona: una niña, hija de padres millonarios, a quien su padre, que era un sádico, maltrataba sexualmente. Él la amenazaba con matarla si lo denunciaba a la policía; ella estaba sola y era muy joven (su madre también se hallaba bajo la férula paterna). Desde los 12 a los 16 años, la vida de aquella criatura fue infernaclass="underline" obligada a permanecer desnuda, encadenada en una celda del sótano de su casa, tratada como una esclava, peor aún, como un animal… Musa detallaba cada uno de los espantosos suplicios. De vez en cuando cambiaba de postura, mostraba otro polígono de su muslo y seguía derramando en mi oído torturas sexuales. Las gotas de sudor resbalaban por mi frente. No sé cuántas veces me llevé la copa vacía a los labios. Las peripecias de la chica habían terminado bien, sin embargo: había escapado de casa a los 16 años y se había unido sentimentalmente a un profesional del mundo de la moda. En cuanto al padre, había sido detenido y enviado a un manicomio, donde falleció. Musa agregó: «La chica era yo». Y cruzó y descruzó las piernas, zis, zas, como agujas de gancho tejiendo una prenda invisible. Hubo un silencio. «Qué historia más…», pensé, sin acertar con la palabra. ¿Increíble? ¿Terrible? ¿Estúpida? Mi cerebro se había convertido en una marquesina de colores chillones que anunciaba escenas de violación. Protagonista: Musa Gabbler Ochoa.

– ¿Te pongo otro? -preguntó.

No sabía a qué se refería. Señaló mi copa, y caí en la cuenta. Dije que no. Musa no había cambiado de tono para hacerme la pregunta, y quizá a ello se había debido mi confusión: su voz había pasado de las torturas de su infancia a la cortesía de la bebida con similar frialdad. «Qué ficticio me parece todo -pensé-. Cuando intente narrar esto en el futuro me costará suspender la incredulidad del lector.» (Y ahora, mientras lo escribo, sospecho que mi temor se ha cumplido.)

Tras una pausa insoportable, decidí cambiar de tema.

– Musa, perdona, pero tengo una duda.

Le comenté lo que había pensado en el café. ¿Su declaración era suya o una invención de su cliente? La vi enderezarse, fruncir el delicioso ceño. «Oh, no debes pensar eso, Juan.» Me dijo que la cita era ficticia, pero que sus palabras eran reales. Palabras Reales frente al Palacio Real y el Teatro Real (se me ocurrió aquella tonta comparación). Se levantó y se sentó junto a mí. Me miró con ojos diáfanos, preocupados y azules. No estarás enfadado, ¿verdad? No, no, claro que no. Yo sentía un calor insoportable. Todas las islas de mi rostro que no estaban cubiertas de pelo se hallaban húmedas. Me incorporé para quitarme la chaqueta, que era moderna, de un diseñador madrileño llamado Cabo (otra coincidencia, sí), y carecía de solapas, como casi todo, y la abandoné en la mesa de tela rosada. Allí puesta, desinflada, inútil y oscura, parecía mi conciencia moral. Cuando volví a sentarme, Musa me besó.

Fue así: me senté y me besó; sin transición ni preámbulos.

Sin embargo, aunque he escrito con exactitud lo sucedido -«me besó»- no se materializan el golpe de su mucosa contra la mía, el tacto a fruta y tabaco de su boca, el ardor de ojos cerrados, la humedad de los gestos, el émbolo de las mejillas. Recuerdo vagamente que dejé caer mi copa sobre la alfombra y que apenas me percaté de ello cuando nuestros rostros se apartaron. En sus labios brillaba mi saliva. Deslizó una mano perfumada por mi barba y, con un simple ademán, me quitó las gafas, las plegó y las abandonó sobre la mesa. Volvió hacia mí un hermoso rostro en tonos pastel, obra de mi miopía impresionista, y dijo:

– Viólame.

Sencillamente. Yo no sabía muy bien cómo tomarme aquella orden. Si ella hubiera sonreído me habría echado a reír, pero no veía ninguna semiluna blanca partiendo sus borrosos rasgos. Musa estaba seria. La orden era seria. Yo estaba serio. Procedió a explicarme, entre jadeos intermitentes, que la experiencia con su padre la había traumatizado, y que eso era lo que más la excitaba, su fantasía predilecta: descubrir a un extraño en casa que saltara sobre ella, rasgara su ropa y la poseyera a la fuerza. ¿Te gustaría? Lo pensé un momento. No mucho, sólo un momento. Podríamos intentarlo, le dije, pero antes, ¿dónde está el servicio, por favor?

Me acompañó con aires de azafata por un pasillo de parqué morado y paredes verde quirófano, encendiendo incontables luces a nuestro paso. Estatuas como ladrones o rameras aguardaban en las esquinas, espejos ocultos ejercitaban la paranoia, líneas de colores rayaban el suelo. Escogimos tres bifurcaciones hasta llegar a nuestro destino. Musa pulsó los interruptores de un baño largo y cegador como un camerino y me abandonó allí.

La taza era plateada, ultramoderna. Muchas naves espaciales, pensé, no se avergonzarían de poseer aquel diseño. Tenía labrados en su interior, como un tatuaje, un globo terráqueo y una leyenda en letras de oro: «Ensuciamos nuestro planeta todos los días». Mientras orinaba, trataba de ordenar mis pensamientos. Pero ambas cosas me costaban cierto esfuerzo, me refiero a orinar y pensar: la erección disparaba el líquido hacia zonas equívocas, y había de ingeniármelas para encorvarme artísticamente y apuntar al hueco del retrete, justo en el centro de la Tierra. Por otra parte, la mayoría de mis ideas tampoco daba en la diana. Todo había sucedido demasiado rápido: Musa había pasado a ser ELLA, y ahora ELLA aguardaba en el comedor a ser violada mientras ÉL vaciaba su vejiga entre contorsiones sobre una reproducción en plata de nuestro mundo. No era así como yo había imaginado mi primer encuentro con la mujer del párrafo, claro. Pero concluí que la vida no era una de mis novelas, y no tenía por qué amoldarse a los límites de mi imaginación.

Antes de salir, saqué la libreta del bolsillo y escribí:

12. Musa Gabbler: perfecta

Porque era la única «palabra descriptiva» que en aquel momento se me ocurría. Ya pensaría en otras. Cuando encontré el camino de vuelta, tras varios intentos equívocos por pasillos con rayas de colores dibujadas en el suelo, sorprendí a Musa sentada en el diván rojo hojeando una revista de modas, las bellas piernas estiradas, los pies apoyados en la mesa hundiendo con los zapatos la superficie almohadillada. Al pronto pensé que había cambiado de opinión, pero entonces se incorporó y me tendió un papel fotocopiado.