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– Todo el planeta, mañana, será Nueva York -sentenció-. Y en cada ventanita iluminada de cada hormigueante rascacielos de esa Nueva York mundial crecerá un escritor. Imaginaos. Billones de ellos. Porque los escritores de la antigüedad podían permitirse el lujo de ser cisnes solitarios, pero ahora son legión, como el demonio bíblico. Pertenecen al enjambre, a la plaga…

Hubo risas y Salmerón hizo una pausa. Fue entonces cuando distinguí al hombre que llevaba Hamlet bajo el brazo.

Se apoyaba en uno de los mostradores de registro, a pocos pasos de donde yo estaba, y era una de las peores creaciones del maquillador de la fiesta. La calva consistía en un casquete de plástico perfectamente visible. La oscura melena era, sin duda, original, pero más hubiera valido que no lo fuera, por el estado de suciedad y abandono en que se hallaba. Hasta la perilla y el bigote resultaban ridículos: manchas de carbón dibujadas en el rostro.

Pero lo que más me llamó la atención de aquel Shakespeare desastrado fue la certidumbre de que yo conocía al individuo que lo encarnaba.

Mi memoria guardaba como un tesoro la imagen de las personas que apuntaba en mi libreta. Aquel tipo -lo supe de repente- era uno de los que había visto en los últimos días.

Entonces, mientras mis ojos acumulaban datos sobre su figura, los suyos se fijaron en la mía. Hubo algo así como una turbación mutua, pero su inquietud pareció mucho mayor. Desvió la mirada al tiempo que intentaba deslizarse, subrepticiamente, fuera de mi campo visual. Aquella sospechosa retirada me intrigó. Torcí la cabeza para no perderlo de vista, pero en ese instante Homero (un gordo que se rascaba la axila con la mano con que sostenía la Odisea y entrecerraba los ojos fingiendo ceguera) se interpuso entre ambos y lo eclipsó.

Salmerón había reanudado el discurso. En la seguridad, decía, de que la novela, como las actividades de empresa, constituiría una labor en equipo, una sesión de brainstorming de la fantasía, un cónclave de musas en trajes de ejecutivo, Salmacis Editorial se complacía en presentar…

Sonó un disparo. Hubo un fogonazo. Después, gritos y movimiento. ¿Qué ocurría? ¿Terrorismo literario? ¿Una sorpresa festiva? Ni lo uno ni lo otro: había estallado una bombilla en algún lugar, una de las lámparas de las mesas de registro. Con el alboroto, ya no vi a Shakespeare por ninguna parte. La gente se aglomeraba a mi alrededor impidiéndome cualquier movimiento.

Salmerón sonrió, complacido con el susto:

– Tengo el gusto de presentaros Madrid en tiempo real. ¿Qué es?, os preguntaréis. Pues ni más ni menos que la primera novela de la historia escrita por casi un centenar de autores… -Se desataron murmullos. Por lo visto, nadie esperaba semejante información-. Así es, amigos: una novela. O, más bien, la primera parte de lo que será, sin duda, la novela del futuro. Como todas las grandes obras clásicas, comienza con el «érase una vez», el tiempo y el espacio de la acción: 13 de abril de 1999, a las 8 de la noche, en Madrid. -La mención de aquella fecha me sobresaltó. Escuché con renovada atención-. Decenas de escritores se han dedicado, durante esa única noche, a observar la ciudad desde diversos puntos y registrar los sucesos, nimios o importantes, que en ella han tenido lugar. Cada libro abarca 12 horas: hasta las 8 de la mañana siguiente. Ésta es, pues, la primera entrega. En poco tiempo aparecerá la segunda, con la descripción del personaje protagonista. Entonces vendrán los personajes secundarios. La novela irá surgiendo a golpes de azar, como la vida. Estará escrita a ciegas. Siempre soñé con editar una novela a ciegas. -Las carcajadas premiaron aquel curioso cinismo-. ¿Alguna pregunta, amigos? -Hubo una avalancha. Salmerón sonreía con aires de cofre cerrado-. No puedo adelantaros más. Eso sí, os diré que en Salmacis nos hemos fijado un objetivo primordiaclass="underline" que la creación sea rápida y, al mismo tiempo, perfecta. En nuestra época, la rapidez no debe estar reñida con la maestría. Y ahora, si queréis, pasaremos a…

– ¿Cuándo aparecerá el protagonista? -inquirió una de las voces desde el bosque de brazos alzados.

– Dentro de muy poco, os lo aseguro. El autor designado ya está trabajando en ello. Y no se tratará de un personaje simple: os encontraréis con una verdadera creación literaria, un individuo real, de carne y hueso, lleno de detalles humanos…

– ¿Será hombre o mujer?

Por la forma en que Salmerón sonrió, dio la impresión de que quería morder el aire.

– No puedo decirlo. Pero os aseguro que será perfecto. Y ahora, si tenéis la bondad de acompañarme…

Se apartó de los micrófonos y la rueda de prensa se deshizo. Todos corrían hacia la sala de exhibición. Intenté no quedarme atrás. Aquel absurdo discurso había despertado mi interés.

Atravesamos un amplio pasillo al aire libre flanqueado de tuberías y ventanas redondas como un transatlántico de lujo. Puertas de hangar permitían el acceso a la gigantesca sala, de techo cuajado de barras de metal y luces, como unos estudios de cine. El frescor y la sombra erizaban la piel; los focos hacían parpadear.

Pero la exhibición de libros era lo más increíble. Ni siquiera las hiperbólicas palabras de Salmerón habían preparado al público para aquel decorado.

Bajo la vigilancia del Ojo Escritor se extendía un gigantesco plano de la ciudad de Madrid. Ocupaba casi la mitad del suelo, más de 60 metros de largo de un extremo a otro. Encima de las calles, de los jardines dibujados, de las plazas y monumentos célebres, se hallaban los libros, encuadernados en tapas negras sin ilustraciones y reunidos en columnas o muros, como otra ciudad de ladrillos negros y páginas blancas alzada sobre la primera. Cada volumen se hallaba situado sobre el lugar que describía. Si éste era relativamente amplio o interesante, los libros se arracimaban como hormigas sobre una semilla pesada. Las carreteras perdidas, los extrarradios y las urbanizaciones residenciales contaban apenas con un ejemplar solitario en medio de un amplio vacío. Cordones de museo rodeaban aquel insólito espectáculo. Era una visión fascinante.

– Por supuesto, no están representadas todas las calles -explicaba un empleado de la editorial-. Tampoco todos los barrios. Hubiera sido imposible.

– Ése de ahí es mío. -Un individuo bajito con gafas gruesas señalaba un volumen disperso en la zona de Legazpi-. Doce horas viendo a la gente pasar y escribiendo mis impresiones… ¡Una jornada memorable!

– ¿Y la fecha de las descripciones es siempre el 13 de abril? -pregunté.

El empleado de la editorial y el individuo bajito asintieron.

La noche de mi accidente. La noche en que comenzó todo para mí. Observaciones sobre lo sucedido en diversos puntos de la ciudad.

Una idea se abría paso en mi cerebro con obstinada violencia.

Me acerqué al cordón de seguridad y me asomé de puntillas. El plano era fácil de rastrear, de colores y contornos precisos. No tardé en localizar la pequeña calle cercana a Alcalá donde se hallaba el restaurante La Floresta Invisible. Mi corazón era un tambor de pesados mazos. Sí, allí estaba, y había un solo libro sobre ella…

– Perdone. -Me dirigí al empleado-. ¿Cómo puedo examinar uno de los libros de la colección? -Hombre, depende. Algunos los tenemos a disposición del público, en aquellos mostradores. -Indicó la otra mitad del salón, donde se aglomeraban azafatas y mesas-. Pero todos, lo que se dice todos, sólo en el mapa. ¿Qué ejemplar desea en concreto?