Lo señalé, pero el hombre no se enteraba. Mencioné entonces el nombre de la calle, y el tipo se alejó en dirección a los mostradores. Me quedé contemplando aquel punto negro y lejano, aquella isla en medio del oleaje de calles pintadas. ¿Quién sería el autor? Daba igual. Quienquiera que fuese, rezaba para que sus palabras no me traicionaran, para que derrotaran mi amnesia y constituyeran mi memoria perdida, mi solapa. «Una solapa, una solapa, mi reino por una solapa», pensé. Recordé entonces al individuo que hacía de Shakespeare y me pregunté por qué me parecía tan importante averiguar su identidad. Lo busqué en vano entre la muchedumbre.
El empleado regresó meneando la cabeza. Lo sentía mucho, aquel ejemplar no estaba en los mostradores.
– ¿Y no sería posible cogerlo del mapa?
– Oh no, señor Cabo. Los libros del mapa están destinados sólo a exhibición. Pero no se preocupe: tendremos mucho gusto en enviarle uno a su domicilio.
Se lo agradecí; se alejó sonriente. Sin dudarlo un instante, alcé un pie, luego el otro, y atravesé la barrera acordonada.
«Es una locura -pensé-. Pero todo ha sido una locura desde que encontré ese párrafo en la libreta.»
Al principio mi timidez no puso objeciones: nadie se había percatado del delito. Comencé a avanzar hacia mi objetivo con la prudencia de un soldado en un campo de minas. La empresa se me antojaba muy semejante a desplazarme por el verdadero Madrid a determinadas horas: caminos bloqueados, densa lentitud, vacilaciones sobre la dirección a seguir… Las filas de libros edificaban un verdadero laberinto y yo debía elegir el mejor sendero para evitar tocarlos con el pie (lo que menos deseaba era ensuciarlos). Desde mi estratosférica altura distinguía nombres de autores y títulos, pero no tenía tiempo de saber qué zonas habían inmortalizado con sus plumas. Lo único que me importaba era no pisarlos.
No sé cuánto trecho recorrí hasta darme cuenta de que todo el mundo me observaba. Creo que me hallaba en Moncloa, o había alcanzado ya Princesa. Percibí entonces el novísimo silencio, la extinción de los ecos, el calor de las miradas que me oprimían sin tocarme. No quería alzar la vista, pero lo hice. Escritores verdaderos y falsos, dispuestos alrededor del cordón de seguridad, contemplaban mis evoluciones con el detenimiento y la seriedad de lápidas de cementerio. Hasta Homero se había puesto a observarme con ojos desmesurados, abandonando todo intento de fingir ceguera. Atrapado con un pie de puntillas sobre Callao y otro encajado en Princesa, erguido sobre los libros, yo no podía hacer otra cosa que sonreír, y mi mueca otorgó -creo- mayor ambigüedad a la aventura. Parte del público me devolvió la sonrisa, como si sospechara una inmensa broma. Incluso escuché débiles amagos de aplauso.
Finalmente llegué a la meta y extendí el brazo en medio de un silencio tal que me pareció que me sumergía en un lago.
El regreso resultó más fáciclass="underline" había recuperado la seguridad en mí mismo. Cuando salté el cordón, el tiempo volvió a transcurrir. Avancé un poco cohibido, aferrando mi botín contra el pecho. Me sentía orgulloso de mí mismo. Por primera vez había conseguido hacer algo sin pensarlo previamente, siguiendo el impulso de mi corazón. Había logrado dejar de razonar por un instante. Y de inmediato me sentí feliz. Intranquilo, pero feliz.
Por supuesto, esperaba una reprimenda. Y allí estaban, aguardándome, dos empleados de la editorial y dos vigilantes de seguridad.
– Lo siento, señor Cabo. No puede llevarse un libro de la exhibición.
– No pretendo llevármelo. Simplemente voy a consultarlo.
– Pero…
– ¡Juan!
El trueno había restallado a mi espalda. Salmerón, que había sido guiado hasta mi presencia, se erguía entre la luz y yo como un eclipse. Sus ojos temblaban de ceguera y alegría.
– ¡Juan, hijo, qué bueno que hayas venido! Eres tú, ¿verdad? -Y extendió la manaza y tocó mi rostro con la punta de los dedos, como si tecleara sobre mí, o como si mi piel fuera un Braille que él pudiera descifrar. Su palma estaba fresca y olía a perfume de mujer. Mientras me tocaba decía-: Ah, mi Juan, mi Juan Cabo… Mi querido Juan Cabo… -Buscó mi hombro, se apoyó y empezamos a caminar juntos, abrazados. Los empleados se apartaron con una reverencia. La voz de Salmerón parecía surgir de su pecho (a la altura donde quedaba mi oído) -. Me han contado lo que acabas de hacer… No hay nada como pasar con éxito por encima de los libros de los demás para que la gente te admire, ¿eh, hijo? -Lanzó una risotada-. Confío en ti, ya sabes que confío mucho en ti… Te parecerá que has hecho una tontería: has cogido un libro de la exposición, y ya está. Pero es tu decisión lo que cuenta. El impulso. El arrojo. Te felicito.
No sabía por qué me decía todo aquello, pero de cualquier manera se lo agradecí. Me preguntó por mi salud.
– ¿Sigues sin recordar nada? -inquirió. Y cuando respondí que así era-: Bueno, no desesperes… ¡Paciencia! Estas cosas suelen resolverse bien. Pero si notas algún cambio, no dejes de comunicármelo. Ya sabes cuánto me preocupo por ti. -Sonrió y me dio una última palmada. Pensé que su perturbadora presencia había servido, al menos, para que pudiera llevarme el libro sin problemas.
Me alejé con dificultad de la órbita salmeroniana y encontré un sitio tranquilo junto a las cabinas telefónicas, al fondo de la sala. En la portada del volumen sólo venía el nombre de la calle y el de la autora, que era Rosalía Guerrero, una anciana cuya celebridad provenía -así afirmaba la solapa- de las novelas de su popular detective Braulio Cauno. Rosalía vivía en un edificio frente a La Floresta Invisible, circunstancia que la editorial había aprovechado para encargarle la descripción de aquella calle. La coincidencia, pensé, no podía ser más afortunada.
El libro constaba de 50 páginas. Se dividía en dos partes que representaban las dos únicas horas cubiertas: de 8 a 9 y de 9 a 10 de la noche. Finalizaba, pues, a las 10 de la noche del 13 de abril (no a las 8 de la mañana siguiente, como las demás obras), y la editorial pedía disculpas por la ausencia del resto del texto, que -anunciaba- sería publicado «próximamente». Me angustiaba la posibilidad de que el acontecimiento que me interesaba hubiera sucedido después de las 10.
En La Floresta abrían a las 9, de modo que era absurdo leer la primera parte. Lo que había, si es que había algo, tenía que haber sucedido en la segunda. Me apoyé junto al teléfono, acerqué el libro a la luz de la cabina y comencé a leer. Las descripciones eran precisas. Sentí que mi corazón se aceleraba.
Guerrero hablaba de coches yendo y viniendo, de ventanas apagándose y encendiéndose, de gente que entraba y salía de los comercios. Tomé aliento y contuve la respiración.
Un hombre robusto, cabezón, con patillas blancas y unas gafas enormes, se desliza como una sombra hacia el interior de La Floresta Invisible.
La descripción parecía clara: tenía que ser Modesto Fárrago, que habría llegado a las 9 en punto. Reconocí después la llegada de Gaspar Parra («calvo y estirado») y del hombre de la cara fofa («complexión robusta y traje gris»). Entonces, en el siguiente párrafo:
Un taxi se detiene frente al restaurante. De él se baja una joven singular.
Interrumpí la lectura y cerré los ojos. Estaba tan nervioso que pensé que iba a desmayarme. Debe de referirse a Musa, razoné. Según su propia declaración, ella había llegado antes que yo. Sin embargo, cabía la posibilidad de que me hubiera mentido, o de que, simplemente, se hubiera equivocado al recordar. Reuniendo fuerzas, proseguí.