Las palabras del enano (o el vetusto silencio de la casa) me amedrentaban. Entonces sonrió, cambió de tono (sus ojos, sin embargo, seguían helados y azules).
– ¿Ha leído lo que he escrito? ¿Cree que tengo posibilidades?
– ¿De qué? -dije.
– De tener la misma suerte que usted: publicar en Salmacis.
– Por supuesto -me apresuré a contestar.
– A mí me surgen las ideas así… Fue entrar en este comedor y ver a la pobre señora Guerrero en el suelo…
Alabé su fantasía. De hecho, el párrafo del cadáver con forma de interrogación me parecía bueno. No obstante, no dejaba de ser de pésimo gusto imaginar a la anciana escritora de aquella guisa y en aquel preciso momento. Peor aún: no me parecía muy improbable que tal ficción se hiciera, de repente, una espantosa realidad. Me sentía inquieto desde que habíamos invadido el silencioso domicilio. «El falsificador ha llegado antes -pensaba-. Ahora la encontraremos muerta, con las tapas de una de sus novelas de Braulio Cauno sobresaliendo de entre sus labios…»
De pronto oímos la voz de Neirs:
– ¡Oh, señora Guerrero!…
Nos precipitamos hacia el pasillo. Dejé que Virgilio se adelantara: tenía miedo de lo que sabía, o sospechaba, que íbamos a encontrar. «¿Horacio?», llamaba el enano. «Aquí estoy, Virgilio.» Pese a que casi siempre resultaba imposible captar emociones en el tono de voz de Neirs, en aquel momento podría decirse que revelaba ansiedad. Hablaba desde una habitación al fondo del corredor. Era un dormitorio agobiado por el olor a alcohol y a fluidos orgánicos. La única luz procedía de una lámpara de mesilla de noche con la tulipa ladeada, pero era más que suficiente para advertir el cuerpo que yacía en el lecho. Estaba cubierto, de la cabeza a los pies, por cuartillas en blanco, arrugadas unas, otras tersas. Entre los papeles posados en la almohada despuntaba la medusa muerta de unos cabellos casi tan blancos como ellos. Las hojas esparcidas por el oscuro parqué componían con éste un disparatado tablero de ajedrez. Neirs se hallaba de pie junto a la cama.
– Oh -dijo Virgilio-, ¿es ella?
Antes de que el detective pudiese contestar, la mortaja de papeles, con un ruido de otoño violento, se removió.
– Dejadme en paz, cabrones -dijo la mujer, deshojándose.
Tras una ducha y dos tazas de café, la señora Guerrero pudo empezar a hablar con cierta coherencia. Yo tuve que encargarme de las labores prácticas, porque Neirs se dedicó a mirar libros en la biblioteca de la escritora y Virgilio a teclear en su agenda. La anciana se dejó hacer: incluso colaboró quitándose el sucio camisón. Por fin, envuelta en una bata, las canas recogidas con una pinza y la segunda taza de café temblando en la mano, sus ojos azules se encendieron de humanidad. Sin embargo, no perdió el olor a alcohol. Más tarde escribí, bajo «Personas»:
13. Rosalía Guerrero: anciana, alcohólica.
Nos sentamos en el despacho, junto a su vieja máquina de escribir color naranja (ella la llamaba «la naranja mecánica»), rodeados de libros, papeles y fotos. Era como encerrarnos dentro de su cerebro.
– Quiero morir -dijo-. ¿Por qué no me han dejado morir?
Resultaba evidente que se había emborrachado, pero ella ignoraba cuánto tiempo llevaba acostada bajo la sábana de cuartillas -quizá horas, o días enteros-incapaz de comenzar la novela en que, por fin, mataría a su personaje. Braulio tenía la culpa, afirmó. Llevaba más de cuarenta años con él. Cuarenta títulos protagonizados por Braulio Cauno, un hombre pálido y cruel que enamoraba a todas las mujeres y se burlaba de todos los hombres, un personaje sin sentimientos, o con sentimientos muy suyos, apartado de la ingenua imagen del detective heroico pero también del estereotipo de hombre sin escrúpulos. Braulio Cauno, que había hecho las delicias de los lectores durante casi medio siglo. Demasiado tiempo para un solo hombre, aunque fuera imaginario, aseguraba Rosalía. Ahora, cuando había llegado el momento de escribir la última novela de Cauno, ella deseaba compartir su suerte.
– Amo a Braulio -declaró-. Lo amo como no he amado a ningún hombre que haya conocido jamás.
Neirs, oportunamente, la dejaba hablar. La escritora no pedía explicaciones sobre nuestra presencia: sólo quería ser escuchada.
Se había casado dos veces, dijo. Su primer marido, previsible y aburrido, tuvo el detalle de fallecer pronto. En cuanto al segundo, un empresario, había resultado la imagen opuesta del anterior: arriesgado, ambicioso, entrenado en la sorpresa…, pero, por desgracia -añadía ella-, demasiado acostumbrado a mandar y ser obedecido. «Tengo el dinero suficiente para retirarte, Rosalía», le dijo un mes después de la boda. «No te hace falta escribir. Puedes dejar tus novelas ahora mismo.» A ella, aquel comentario se le antojó una orden. Esa misma noche comenzó una nueva novela de Braulio Cauno, y lo primero que hizo fue matar a su esposo.
– Les juro que fue así -sonrió-: me senté ante la «naranja mecánica» y lo despaché en el primer párrafo. Recuerdo que comencé de esta forma: «El cadáver apareció flotando en el río. Era un hombre de unos 50 años, de pelo gris, bigote…», etcétera. Se trataba de la descripción física de mi marido, por supuesto. Y añadí: «Le habían hundido un cuchillo en el vientre y le habían arrancado los genitales». -Palmeó divertida con sus manos nudosas-. ¿Qué les parece esto de ser escritora? A la tercera frase ya lo había castrado. Por cierto que el asesino, en la novela, era la esposa del muerto. Braulio Cauno se acostaba con ella.
Virgilio se divirtió mucho con aquella anécdota, y sacó la agenda y comenzó a teclear. La señora Guerrero torció el gesto.
– Después le pedí el divorcio. Y pueden estar seguros de que si alguien lo hubiera descuartizado, como ocurría en la novela, no le habría dolido tanto. Hay hombres que se dejarían dar de patadas en los huevos sólo para demostrar que los tienen, pero lo del divorcio fue una patada en su machismo, y eso no me lo perdonó…
Sus ojos se humedecieron de repente, como esferas de hielo junto a una hoguera. Nos dijo que Braulio, a diferencia de sus dos maridos, era un hombre de verdad, «creado por una mujer, a su imagen y semejanza». Habían envejecido juntos y compartido los frágiles tesoros de la soledad, también el dolor y el vacío. Ahora tenía que matarlo, y ella no quería sobrevivir.
– ¿Por qué tiene que matarlo? -pregunté. Me dedicó una mirada implacable.
– Porque, en el fondo, lo odio. Porque estoy harta de esta vida mentirosa. ¿Saben lo que significan cuarenta años de ficción? ¡Con mis libros podría elaborarse mi ataúd! ¡Estoy enterrada en hojas! Las hojas me rodean por todas partes, suaves, incoloras, repletas de fantasía…
Esta última frase hizo que Neirs, Virgilio y yo nos miráramos. Pero la anciana proseguía, con voz de delirio:
– Hojas que se deslizan sobre el aire, ingrávidas, ficticias…
Sus ojos brillaban como si contemplaran una lenta caída de cuartillas. Pero su expresión era dulce, casi alegre, como la de una niña que nunca hubiera visto nevar.
– Señora Guerrero -dijo Neirs con suavidad-. ¿Recuerda lo que escribió para la novela Madrid en tiempo real?
La anciana se levantó de repente, rápida como una liebre, y empezó a buscar por toda la habitación.
– Estoy segura de que aquí había una botella. ¿Dónde dejé…?
– Señora Guerrero…
– ¡No hay una gota de alcohol en esta puta casa! -gritó-. ¡Quiero morirme!
En ese momento me levanté y la cogí de los brazos.