– Déjeme -gimió, observándome con desprecio. Decidí hablarle con calma, como un hijo hablaría con su madre enferma.
– Señora Guerrero: necesitamos leer el resto de las observaciones que realizó desde esa ventana -señalé la ventana del despacho-, la noche del 13 de abril, ¿recuerda? ¡Su participación en la novela Madrid en tiempo real! ¡Se lo pido por favor, señora!… ¡Queremos encontrar a una persona mencionada en esos papeles!… ¡Ayúdenos!…
– No puedo -dijo tras un silencio.
– ¿No puede? ¿Por qué?
Y ella, parpadeando:
– Braulio no quiere. Él mismo se lo dirá. -Alzó la voz-: ¡Braulio, ven un momento, por favor!
Braulio Cauno entró en la habitación. Sus pisadas resonaban como campanadas fúnebres.
– Rosa -dijo, y sentí escalofríos, como siempre que me habla-, ¿quiénes son estos caballeros? ¿Tengo el gusto de conocerlos?
La señora Guerrero dejó de escribir un momento y volvió la cabeza hacia nosotros.
– He olvidado sus nombres, señores -dijo-. Por favor, repítanlos. Tengo que presentarles a Braulio.
La escena se me antojaba tan absurda, tan extraña, que no me atreví a intervenir. Horacio Neirs, sin embargo, parecía encontrarse en su elemento. Cuando la anciana, después de llamar a su personaje en voz alta, se había apartado de mí y se había sentado ante la máquina de escribir, el detective nos había indicado con gestos que no la interrumpiéramos. Rosalía Guerrero tecleó el párrafo anterior con un pulso mucho más firme de lo que presagiaban sus temblores. Nosotros, congregados tras ella (Virgilio alzándose de puntillas), leímos la aparición de su personaje. Ante la petición de la anciana, Neirs tomó la palabra.
– Dígale que somos unos amigos, y que queremos pedirle un favor.
– Dígaselo usted mismo -murmuró Rosalía, mirándolo-. Pero no lo enfade, se lo suplico. Tiene un genio…
Neirs se inclinó sobre el papel, carraspeó y habló en voz alta y clara. Mientras ella tecleaba su respuesta, el detective me pidió por señas que continuara con la «conversación». Después se acercó a las estanterías atiborradas de papeles y libros, que se hallaban detrás de la escritora, y empezó a registrarlas sin hacer ruido. Virgilio lo ayudó con las inferiores. En cuanto a mí, me concentré en el texto que mecanografiaba Rosalía.
Comenzó un misterioso diálogo a tres voces. No lo recuerdo todo, ni con las mismas palabras, ni en el mismo orden en que fueron dichas (o escritas). Yo hablaba, la señora Guerrero anotaba mi intervención y después tecleaba la de su personaje o la de ella. Braulio Cauno se reveló como un hombre extraño, impulsivo, peligroso aun desde el papel. Sus frases, concisas, carentes de signos de admiración y puntos suspensivos, denotaban agresividad bajo la aparente calma sintáctica. Ni que decir tiene que como personaje se hallaba muy bien construido: me inquietó comprobar que yo quedaba muy por debajo de él en este aspecto, que mis palabras, aunque expresadas en voz alta y con gran sinceridad, se veían desprovistas, al ser escritas, del aura de realismo que rodeaba las suyas (que no eran pronunciadas, que habían sido inventadas por Rosalía). Como me interesaba prolongar el diálogo (para evitar que ella se percatara del registro que Neirs y su ayudante efectuaban a su espalda), me acomodé a las reglas de aquel juego enloquecedor. Dirigí mis comentarios a Cauno como si éste fuera una persona más en la habitación; rogué y supliqué; me irrité; le pedí disculpas. Cauno, pétreo e inaccesible, se negaba a permitir que Rosalía nos enseñara las observaciones inéditas de su libro. Nunca le gustó, dijo, que aceptara la invitación de Salmerón a participar en Madrid en tiempo real. Aducía que Rosa -así la llamaba- no era una escritora realista. «No le agrada asomarse por la ventana y contar lo que sucede fuera.» Yo salía en defensa de la anciana balbuciendo torpes excusas. De vez en cuando ella intervenía, pero era para narrar sus lágrimas, su llanto en primera persona, el amor que sentía por su hombre, a pesar de lo mucho que lo odiaba. El diálogo, entonces, se veía interrumpido por párrafos rectangulares como lápidas, monólogos interiores clavados en el papel como mariposas muertas entre alfileres de comillas: «Basta. Los oigo discutir, y deseo decirle al señor barbudo de las gafas: Basta. ¿Es que no lo comprende? ¡No insista, he nacido para él, para Braulio! Yo soy él, él soy yo. No podemos separarnos, no podemos negarnos el uno al otro, porque eso significaría el fin de ambos. ¡Por favor, basta! ¡Tengo que hacer lo que Braulio diga!». Pero a pesar de ello yo insistía, porque sospechaba que, en parte, Rosalía deseaba que lo hiciera.
En un momento dado sucedió algo. Cauno dejó de responder a mis comentarios, ella dejó de escribirlos. El diálogo me exceptuó y prosiguió entre ambos. Era como si yo no existiera, como si yo no estuviera ya en la habitación. Lo único que podía hacer era inclinarme y leer.
– ¿Quieres matarme, vieja tonta? -dijo Braulio.
– No, no quiero, Braulio -dije.
– No quieres pero sí quiero, no quiero pero sí quieres: porque yo hablo cuando tú hablas y tú hablas cuando yo hablo.
– Sí, Braulio -dije.
– ¿A qué disimular, vieja estúpida? ¡Estos guiones que colocas para separar nuestras frases son un engaño! ¡En realidad, esto es un monólogo, y lo sabes!
– Sí, Braulio -dije.
– «Dije», «dijo»… ¡Eres tú la que dices siempre, vieja idiota!
– Sí, Braulio. ¡Vieja idiota!
– Sí, Braulio. ¿Lo ves? Somos intercambiables.
– Es cierto, vieja idiota, Braulio.
– ¿Te das cuenta, Braulio? Podemos compartir guión, vieja imbécil, igual que los matrimonios comparten cama. Es verdad, Braulio. ¿Por qué no dices a solas lo que piensas? ¿Para qué me necesitas? No sé, Braulio. No sé, vieja idiota. Soy una vieja idiota, ¿verdad Rosa? Sí, Rosa. Soy sólo Rosa, una vieja idiota. Lo que digo lo dice Rosa, lo piensa Rosa. Sí, Rosa.
– Sin embargo, tú prefieres el guión.
– Sí, Braulio.
– ¿Por qué, Braulio?
– Porque así Rosa puede amarte, Rosa.
Y tus manos me aferraron su cuello, y Braulio empecé Rosa a estrangularla a Braulio Rosa BrauliorosabrauliorosaBrauliorosarosabraulioro sabrauliorosarosabrauliorosabrauliorosarosabrauliorosabrauliorosabrauliorosabrauliorosa
Contemplaba fascinado cómo Rosalía Guerrero desovillaba su interminable, incoherente locura, cuando sentí que alguien me tocaba en el hombro. Era Neirs. Sostenía un cuaderno.
– Ya lo tenemos -dijo en voz baja-. Vamos.
A mí me resultaba cruel abandonar a la anciana en aquel momento, pero Neirs desestimó mis reparos. «Vamos», repitió, apretándome el brazo. Había algo en su expresión que me alarmaba, como si el hallazgo que había realizado fuera particularmente valioso, y decidí obedecer. Salimos en silencio de la habitación y mientras lo hacíamos miré hacia atrás: Rosalía Guerrero continuaba, imperturbable, golpeando con sus índices las teclas de la máquina naranja, el mentón apoyado en el pecho, los ojos cerrados. Cuando pienso en ella, ésta es la imagen que una y otra vez acude a mi memoria. Y vuelvo a escuchar el inexorable picoteo del teclado, y sueño que Rosalía sigue desafiando la eternidad con su palabra impronunciable -BRAULIOROSABRAULIOROSAYOÉLYO ELLAYOÉLYOELLA-, con ese puente lento tendido entre ella y su amor sobre el vacío de la hoja, ese devenir inútil, el esfuerzo vacuo de la escritura, que a mí mismo, ahora, mientras narro esto (que no es novela, ni crónica real, ni diario, ni nada que se le parezca, ya encontraré algún nombre que lo defina), me espanta y desespera.
– Ah, pero algo debemos agradecerle a la señora Guerrero -dijo Neirs mientras nos dirigíamos al ascensor-. Ya lo tenemos, señor Cabo, por fin. Aquí está. Diminuta, pero aquí está.