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Me he enamorado de una mujer desconocida. Escribo esto mientras ceno en el restaurante La Floresta Invisible. Ella ocupa una mesa solitaria frente a la mía y yo observo su espalda desnuda (debido al pronunciado escote de su vestido negro) y su cabello castaño claro atado en un moño. Su figura es

En aquel punto se interrumpía. Las páginas siguientes estaban en blanco. Volví a leer el párrafo. Lo leí varias veces.

Bien mirado, no tenía ninguna importancia. Podía significar miles de cosas. Pero así empezó todo.

En mi libreta, como cuarto «Suceso», referí:

4. Párrafo de la mujer desconocida.

Pasé el resto de la tarde meditando sobre el enigma. La fecha y la hora no dejaban lugar a dudas: había escrito aquello un poco antes de estampar la carrocería de mi coche contra el muro de la autopista. Mi criada me aclaró que la noche del accidente yo había salido a cenar fuera para celebrar (a solas) mi cumpleaños (justo castigo, parecía decirme su mirada, por haber abandonado el nido hogareño). Consulté las Páginas Amarillas y allí estaba el anuncio, orlado de ramas de laurel. Debajo: «Restaurante del escritor aficionado». El lugar, a pesar de su ridículo nombre, era real. ¿Y el resto? No tendría nada de particular, pensé: mientras cenaba, vi a una mujer especialmente bella y me emocioné tanto que decidí registrarlo por escrito. Después… ¿Qué había ocurrido después? ¿Se relacionaría todo aquello, de algún modo, con mi accidente?

Pero otra posibilidad más extraña me inquietaba. «¡Un momento! ¡No debo olvidar que soy escritor! ¡Esto puede ser, simplemente, el inicio de alguna obra!» (Reconocí, incluso, que me hubiera gustado leer una novela que comenzara de aquella forma: Me he enamorado de una mujer desconocida.)

El dilema era insoportable. Me inclinaba por la primera hipótesis: sonaba tan real, tan urgente… Pero ¿por qué me había interrumpido en Su figura es? ¿Había dejado de escribir para intentar abordarla? ¿Se había agotado mi inspiración? «Sea como fuere -decidí-, quiero saber la verdad, debo saberla, voy a saberla.»

Y, sintiendo un impulso repentino, me propuse visitar esa misma noche La Floresta Invisible.

II LA FLORESTA INVISIBLE

Aguardé hasta que el atardecer se extinguió. Entonces se lo dije a Ninfa. Allí, en el oscuro balcón de sus pestañas grandes, vi asomarse el miedo. Pero se encogió de hombros sin replicar. Usted ya es adulto, sabe cuidar de sí mismo, decía su gesto. Me sorprendió aquella reacción y no supe qué hacer. Ignoraba si en mi vida pasada yo acostumbraba a tranquilizarla cada vez que salía a cenar, o le decía que iba a volver pronto, o simplemente no le hacía caso. Opté por no añadir nada más, me aseé, elegí un traje oscuro y llamé a un taxi por teléfono. El conductor era muy joven, y se disculpó por tener que consultar el callejero continuamente: acababa de obtener la licencia, confesó, y su padre, que también era taxista, le había prestado el coche. Pensé que a mí me había ocurrido igual. «Le he pedido prestado el cuerpo a Juan Cabo -reflexioné-, y ahora necesitaría un callejero para saber a dónde ir.» Pero supuse que era un pensamiento típico de escritor, y me lo quité de la cabeza. Atravesamos la M30, de infausto recuerdo. Yo había chocado en algún punto de aquella autopista al regresar del restaurante. ¿Por qué?, me preguntaba. ¿Estaba borracho? ¿Exceso de velocidad? ¿Un accidente fortuito? La noche era cálida y se hallaba iluminada de vehículos y anuncios, pero la calle de La Floresta Invisible, cercana a Alcalá, rivalizaba con la penumbra. Llegamos cuando daban las 10. Durante el trayecto, había sacado la libreta y anotado el quinto «Suceso»:

5. Cené en un restaurante la noche de mi cumpleaños.

El vestíbulo era una habitación de paredes pintadas de rojo y dorado, como un incendio, la del fondo adornada con el lienzo de un amanecer impresionista. La carta, erguida en un rincón sobre un atril de hierro, no me atrajo. Unas escaleras descendían hacia el local, de donde procedía la melodía bailable de una orquesta de saxofones. Bajé los peldaños deteniéndome a leer los nombres de los retratos que colgaban a uno y otro lado: William Faulkner, Marcel Proust, James Joyce, Leon Tolstoi, Juan Cabo. «Caramba, éste soy yo.» Era la misma imagen que había visto en la solapa de los libros y en los periódicos. Sospeché que se trataba de lo mejor que podía conseguir el arte de la fotografía con un rostro como el mío. No me sorprendió demasiado encontrarme al lado de autores tan célebres: yo había perdido la memoria, así que ignoraba si era genial. Quizá lo era, o lo había sido, pero para saberlo tendría que preguntárselo a los demás.

El salón, no muy grande, quedaba al final de las escaleras. Un camarero me acompañó reverencialmente a una mesa y me entregó una carta forrada de piel. El adorno del centro me llamó la atención. Era un pequeño oso de metal que se alzaba sobre las patas traseras abrazando un ramillete de rosas de papel blanco. Cada mesa mostraba una clase distinta de flores: reconocí pensamientos, margaritas y claveles en las más cercanas, todas, invariablemente, en papel blanco. Examiné las rosas con curiosidad. El papel tenía la textura de un folio DIN A4 y cada pétalo contenía frases diminutas. «¿Qué es poesía?», preguntaba uno. Otro respondía: «Dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul». Fui apartándolos con delicadeza de abeja y descifré cuatro rimas completas de Bécquer. Evidentemente, las flores de otras mesas citarían a otros autores. Un fino adorno para La Floresta Invisible, desde luego, pensé.

Miré a mi alrededor. No había muchos clientes -la mayoría, hombres solitarios- pero casi todos estaban escribiendo. Resultaba fascinante contemplarlos: cortaban la carne o el pescado, se llevaban un trozo a la boca, dejaban los cubiertos, cogían el bolígrafo, que era blanco y de capuchón curvo, y lo hacían patinar sobre la cuartilla como un cisne sobre agua helada. La operación se repetía tras el sorbo de vino o la higiene de la servilleta. Lámparas estratégicamente situadas permitían que cada mesa contara con luz propia. En ese momento se acercó un tipo estirado y narigudo que me estrechó la mano como si quisiera extraerme el saludo a base de accionar una palanca.

– ¡Señor Cabo, qué alegría tenerlo de nuevo con nosotros!… ¡Cuánto hemos sentido lo de su accidente!… ¡Ha sido terrible, terrible, terrible!… ¡Pero qué alegría tenerlo de nuevo con nosotros!…

El negro atuendo y el contraste de urraca de la camisa blanca parecían identificarlo como el maître, pero afirmó ser «el encargado». Se llamaba Felipe. Sus miradas de soslayo, sus muecas y una vena que le latía en la frente me hicieron pensar que se hallaba inquieto. Sin embargo, pronto comprendí que el inquieto era yo, y que la causa de mi inquietud era él. Se comportaba como si supiera un secreto valioso y tasara mi capacidad para sonsacárselo. Me percaté de que ignoraba todo lo relacionado con mi amnesia, o fingía ignorarlo.

– ¿Ya sabe lo que va a comer?

– No, aún no, gracias.

– ¿Y desea las cuartillas ahora, o más tarde?

– ¿Las cuartillas?

– Sí. -Y la vena en su frente se convirtió en un signo de admiración-. Donde nos hizo el honor de escribir algo la otra noche.