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«Pídanos papel y pluma y escriba lo que desee mientras paladea nuestras sugerencias. Después guardamos su texto con vistas a una posible publicación.» Así rezaba el encabezamiento de la carta. Al parecer, se trataba de la costumbre del local, y comprendí por qué había tantos comensales ocupados en aquella tarea. No hacía falta ser muy perspicaz para sospechar que yo podía haber escrito algo en las cuartillas acerca de la mujer desconocida. Las pedí, y también un menú muy sencillo. El encargado hizo una reverencia y se alejó. Un camarero no tardó en traerme una bandeja con un bolígrafo y una carpeta de piel negra con un adhesivo donde se leía: «Juan Cabo. 13 de abril. Noche». Abrí esta última y hallé unas hojas tamaño cuartilla unidas por anillas metálicas. Al parecer, sólo la primera estaba escrita. Reconocí mi propia letra.

No puedo dejar de mirarla. Está en una mesa frente a la mía. Me he enamorado de ella…

Hice una pausa en la lectura y cerré los ojos. Mi corazón inició una cabalgata íntima, sin destino. En los altavoces alguien cantaba «Amor, amor, amor» y sentí que la cabeza me daba vueltas. La cabalgata proseguía, palpitante, y la acompañé de dos tics que etiqueté como ancestrales (aunque, por supuesto, no los recordaba): un furioso golpeteo de mi pulgar derecho contra la nariz y un temblor finísimo de la rodilla derecha. ¿Acaso me había enamorado? No estaba seguro. Tendría que seguir leyendo para saberlo. Sin embargo, me atrevía a anticipar el resto. Presentía una hermosa descripción física y una declaración profusamente adjetivada. Tomando aliento en mi fogosa carrera, bajé la vista hacia el papel. Pero en aquel momento una mano lo eclipsó con el primer plato. Era sopa de letras. Cerré bruscamente la carpeta, molesto con la interrupción. Una I, una D, otra I, una O, una T y una A flotaban a su libre albedrío en el caldo, pero me negué a aceptar la palabra que, con velocidad de anagrama resuelto, me sugirió aquella azarosa combinación de fideos gráficos. Después de probar dos sorbos, regresé a la cuartilla.

No puedo dejar de mirarla. Está en una mesa frente a la mía. Me he enamorado de ella… Sin embargo, a primera vista, parece igual a las otras… ¿Qué tendrá esa escultura que no tengan las demás? ¿Serán las ramas de laurel? Quizá sea el oso. El oso enajena mis sentidos. Pelaje de plata, morros de laca china… ¡Oh, algo tiene el OSO que me enamora! ¡Está repleto de fantasía!

Eso era todo. La cuartilla estaba escrita por una sola cara. Las demás mostraban el limbo nevado del papel virgen. Leí varias veces el texto, desconcertado. Por un instante no pude hacer otra cosa sino leer. Después, ni siquiera eso: sólo la postura. «El lector estupefacto», hubiera podido titularse la estatua en que me había convertido. ¿Qué había querido decir con aquella estupidez del oso? ¿Se trataba de un símbolo oculto, una clave, un gusto personal? Me fijé en los osos de las mesas próximas y estudié detenidamente el de la mía, pero no les encontré nada de particular. La figura era mediocre, casi ridícula; se hallaba dotada de los tristes aires clónicos de cualquier objeto fabricado en serie. Sin duda, yo había pretendido bromear al escribir aquello, o bien se trataba de mera literatura.

– ¿Todo a su gusto, señor Cabo? -Se acercó el encargado sonriendo.

– Más o menos -dije.

– ¿Algún problema que podamos ayudarle a resolver?

El hombre se inclinaba, tieso y oscuro, junto a mi oído. Su larga nariz y su traje negro le otorgaban un curioso aspecto de cuervo. Le pregunté si recordaba dónde me había sentado la vez anterior.

– No podría olvidarlo aunque quisiera -contestó-. Allí, en la mesa 12. ¡Qué triste que esa noche fuera la de su accidente!…

Observé que la única mesa que había frente a la 12 se adornaba con ramas blancas de laurel. El texto no mentía en aquel punto: había ramas de laurel en la mesa de enfrente. Se trataba de la número 15, según el encargado. Le pregunté si recordaba a la mujer que había ocupado la mesa 15 aquella noche. Le hablé del vestido negro, la espalda desnuda, el moño en el pelo. Y agregué: «Era muy atractiva». Esto último no lo sabía, ya que el párrafo de la libreta se interrumpía, precisamente, al comienzo de la descripción de su figura. Pero supuse que jamás me habría enamorado de una mujer que no fuera atractiva. Si ella existía, entonces mi amor había existido, y si mi amor había existido, ella era atractiva. Por una simple propiedad matemática cuyo nombre, como mi biografía, había olvidado, se demostraba que la existencia y la belleza de aquella mujer se hallaban indisolublemente unidas.

– ¿La recuerda? -pregunté.

Me pidió disculpas. A mí me recordaba muy bien, afirmó, pero a los demás clientes no. Pensé que no le faltaba razón. En fin de cuentas, yo era un hombre célebre y ella una mujer desconocida. Entonces se me ocurrió una idea. Saqué de la cartera un billete de mil.

– Voy a pedirle algo muy raro, pero como usted es tan amable…

– Pídame lo que quiera -sentenció, aceptando la propina.

Le expliqué el tema de mi amnesia y le rogué que me contara todo lo que me había visto hacer aquella noche. «¿Todo?», preguntó. «Todo lo que usted recuerde», precisé. Abrió desmesuradamente los ojos. Su vena pulsaba como mi corazón unos momentos antes. Empezó a asentir y a sonreír al mismo tiempo, la cabeza oscilando de arriba abajo, los labios distendiéndose hacia los extremos. Los grados de oscilación y distensión acrecían simultáneamente. «Ha dado con el hombre indicado -dijo-, porque lo tengo escrito.» Y sacó de la chaqueta una libreta de pastas negras similar a la que me habían dado en la clínica y a la que había encontrado en la bolsa de hule. En ella -aseguró con el semblante empurpurado-, anotaba los acontecimientos más importantes de su vida. Pero la libreta apenas había sido usada. En realidad, mi presencia la noche anterior había constituido el primer acontecimiento importante de su vida, de modo que podía afirmarse que yo la había estrenado. Y la abrió por la primera página para que lo comprobara.

En efecto, aunque con caligrafía nerviosa y difícilmente legible, la frase inicial parecía declarar:

iiHa venido JUAN CABO!!!

Y se rodeaba de garabatos y de un triple subrayado, a manera de título. Debajo se extendía un texto monstruoso e híbrido, mitad palabras, mitad tachaduras. «Yo se lo leeré, si me permite -dijo-. Usted siga comiendo, que yo se lo leo.» Había perdido el apetito, pero fingí tomar otra cucharada de sopa y mordisqueé un poco de pan. Felipe, de pie a mi lado, libreta en mano, empezó a declamar. En realidad no leía: glosaba. Se disculpó aduciendo la excesiva longitud de sus apuntes. Al parecer, todo el párrafo previo consistía en un canto de alabanza a la divinidad por haberle sido concedida la oportunidad de conocerme. Porque yo era «el célebre autor de Tenue encuentro y el ganador del Bartleby El Escribiente», premio éste, añadía, que se había convocado sólo tres veces y, por desgracia, había desaparecido del panorama literario español después de que yo lo obtuviera. Por fin me brindó el primer dato objetivo: mi llegada se había producido a las 9:30. Prosiguió:

– Le ofrecí las cuartillas, pero usted no se decidía… Me dijo algo así como: «Dejemos el trabajo para más tarde»… Pidió el mismo menú de hoy… Después hay un espacio en blanco… Sí, creo recordar que me retiré a atender a otros clientes… Entonces usted me llamó. Al acercarme, noté algo extraño. Se lo leeré. -Y lo hizo, imprimiendo a su voz el adecuado tono dramático-: «El señor Cabo tenía la mirada fija en un punto frente a él, como si se hubiera quedado fascinado observando algo o a alguien. Entonces, con voz balbuceante, me dijo…» -Se detuvo para excusarse por lo de «voz balbuceante». Le rogué que no se preocupara y que siguiera leyendo. Continuó-. «…con voz balbuceante, me dijo: "Por favor, tráigame las cuartillas". ¡Oh, el señor Cabo se ha inspirado!, pensé. Ésa era la explicación más lógica de su pétrea mirada y de la expresión mística de su rostro…»