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…y como la cera adopta dócilmente las nuevas marcas que se le imponen, y no permanece como antes era ni conserva las mismas formas, pero aun así sigue siendo la misma, así os enseño que el alma es siempre la misma, pero emigra a diferentes apariencias…

Retumbó un trueno: como si el cielo se aclarara la garganta preparándose para pronunciar una gran palabra. La lluvia correteaba con mil fugaces patas de insecto sobre las persianas. Pasé otra página.

Tampoco subsiste la apariencia propia de ninguna cosa, y la naturaleza, renovadora del mundo, construye unas figuras a partir de otras; y en el universo entero, creedme, nada hay que perezca, sino que todo cambia y renueva su aspecto, y se llama nacer a empezar a ser cosa distinta de lo que antes se era, y morir a dejar de ser eso mismo.

Desperté en algún lugar de la mañana, rodeado de sudor y penumbra. El libro reposaba, abierto, sobre mi pecho, como un corazón que hubiese dejado de latir. La lluvia no había cesado. Me levanté y caminé por los pasillos solitarios. La cabeza me daba vueltas. El cuerpo me dolía como si cada articulación se hubiera transformado en su propia versión metálica y provista de tornillos.

Ninfa no aparecía por ninguna parte. En su habitación no encontré ni rastro de su remota presencia. «No importa -decidí-. Probablemente ella también era modelo de escritores.»

Súbitamente, un horror inexplicable me hizo correr hacia el espejo más próximo (el cuarto de baño de la planta baja). Pero pude comprobar, con un suspiro de alivio, que allí seguían mi rostro de máscara, mis gafas, mi barba breve y complicada. «Sigo siendo Juan Cabo», pensé. ¿Y quién iba a ser, si no?

Todo cambia y renueva su aspecto.

Comprendí que me hallaba nervioso. Para tranquilizarme, regresé al despacho después de desayunar, encendí el ordenador y comencé a escribir esto: esta obra, lector, que has leído, y que he decidido titular Dafne desvanecida. Y conforme la escribía y transcurrían días y capítulos, me daba la impresión de que los personajes y situaciones resultaban cada vez más ficticios, como si el hecho de narrarlos los desposeyera de realidad; como si, por el mero hecho de contar las cosas que habían ocurrido, éstas pudieran no haber ocurrido nunca. Pasé varias semanas encerrado en casa, solo, trabajando en mi obra. Y hoy, 3 de junio de 1999, a la altura de estas frases, he decidido dar, por fin, el último paso.

Mi venganza está preparada: Salmerón no existe, Natalia es la autora de esta novela, y yo… Acabo de fijarme en la bolsa de hule.

Yace en el suelo de mi despacho, de color alquitrán, ondulada como un gato. Una etiqueta atada al asa dice: «Efectos personales de Natalia Guerrero hallados en el interior de su coche». La he abierto. He sacado un bolso de mujer de color negro. En su interior he encontrado un pequeño espejo, una barra de labios casi sin usar, otros útiles de maquillaje, un perfume caro en aerosol, un paquete de klínex y un monedero. En este último, dos tarjetas de crédito, 7.000 pesetas en billetes, algo de calderilla y el Documento Nacional de Identidad, a nombre de Natalia Guerrero Parra. Lo he examinado con curiosidad.

Aquí está. La foto de su rostro. Su rostro de frente.

No es bonita, claro, tal como yo había imaginado, pero tampoco me parece excesivamente fea. Es… una mujer cualquiera, de gafas y pelo castaño atado en un moño.

Con el carné de identidad en la mano, he ido al cuarto de baño y me he observado de nuevo en el espejo: mi pelo castaño claro, mis grandes ojos, mi rostro feísimo, de máscara…

De máscara.

Pensativo, dejo que mis dedos se enreden en mi barba. ¿Y si me afeitara? Lo hago: la barba se desprende por completo, de raíz, con gestos de crisálida. Un reflejo del sol en la piel del espejo enciende mi rostro. Compruebo que, afeitada, mi cara parece mucho más reaclass="underline" es redonda como un huevo, un poco fofa. Contemplo mis ojos grandes y asustados, pero no del todo feos; mis gafas; mi delgadez; mi color blancuzco. La herida persiste en mi sien izquierda, una cicatriz del accidente, la última que me queda. La cicatriz que me recuerda que quise matarme con el coche la noche de mi cumpleaños.

«Tanto te he buscado, Natalia -pienso-, durante todos estos días… ¿Dónde te ocultabas? Tan desconocida me parecías… ¿Quién eras?»

Ya no tengo miedo de mirarme al espejo. Me desnudo. Acaricio mi cuello, el suave inicio de mis pechos de mujer, el vientre vacío de vida, el pubis oscuro. Mi pelo se derrama sobre mis hombros. Lo reúno con la mano y lo ato en un moño. Por primera vez estoy contenta con mi aspecto.

«Ya está. Ya te tengo -me dije-. La foto de la solapa. Por fin.»

AGRADECIMIENTOS

Se repite hasta la saciedad que una novela no es labor de uno sino de muchos. Esta obra no hubiera nacido sin el amable impulso del doctor Juan Neiva, aquí retratado (ligeramente) como Horacio Neirs, el psiquiatra que me atendió tras mi intento de suicidio del pasado abril. «Es usted escritora», me decía durante las largas sesiones de consulta en su pulcro despacho, «pues escriba: sus impresiones, sus deseos, su vida…» A mí me horrorizaba la idea. «Prefiero una novela», replicaba. Y escribí una novela (ésta) que ha terminado convirtiéndose en mis impresiones, mis deseos y mi vida. Al doctor Neiva, y también a las voces de ánimo de la editorial donde publico, muchas gracias.

La luz entra a raudales por la ventana de mi despacho. Hoy es 3 de junio de 1999. He permanecido demasiado tiempo transformada en hojas; ahora pretendo volver a la vida.

A veces, lector, he tenido la extraña sensación de que yo también he sido escrita, de que cuando mires la solapa de este libro (donde anido yo misma más que en ningún otro) no verás mi rostro sino el de un autor distinto. ¿Tendría esto algo de extraño? Escribir es transformarnos continuamente, una metamorfosis incesante, el poder de los antiguos dioses del Olimpo. Sé que cuando el doctor Neiva lea mi obra reconocerá, en cada uno de mis personajes, al modelo que representa, o ha representado, en mi propia vida. «Pero ¿y Juan Cabo? ¿Quién es?», preguntará. Yo no responderé.

El sonido de un coche. Aquí llega. Es un antiguo compañero del instituto donde yo daba clases de latín y griego. Apenas nos conocemos, pero se enteró de mi accidente y ha estado llamándome por teléfono desde entonces, sinceramente interesado en mi recuperación. Hoy, por primera vez, he quedado con él. Es barbudo y usa gafas, pero no es feo ni bajito como Juan Cabo, sino alto y atractivo.

Sin embargo, yo pensaba en él cuando escribía sobre mi héroe. Soñaba que me buscaba, que quería salvarme, que me amaba…

Lo veo salir del coche y caminar hacia la puerta. Llama al timbre.

Me he enamorado de un hombre desconocido. Y pretendo conocerlo.

N. G.

Mirasierra, Madrid, 1999