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Steven murió. Nathan y ella lamentarían siempre su pérdida, la sentirían como si les hubiesen cortado un pedazo de sus almas. Steven había sido el mejor amigo de Daisy y un buen hombre. Había sido un refugio para ella, un apoyo, alguien que había hecho que su vida fuese mejor. Más fácil. Había sido un marido y un padre estupendo.

Nathan y ella jamás le olvidarían, pero Daisy no podía seguir viviendo en el pasado. Tenía que vivir en el presente y empezar a mirar hacia el futuro. Por Nathan y por ella misma. Sin embargo, era consciente de que para seguir adelante con su propia vida tenía que revisar algunas cosas de su pasado. Tenía que desvelar el secreto.

Los rayos del sol comenzaron a esparcirse por el césped y las gotas de rocío que cubrían el jardín empezaron a brillar. El sol de esa hora temprana se proyectaba sobre alargadas franjas de hierba húmeda, trepaba por el molino de viento, arrancaba destellos del rifle plateado de Annie Oakley. Daisy echó de menos su cámara Nikon con gran angular. La tenía en su habitación, pero sabía muy bien que si iba en su busca, aunque fuera a todo correr, se perdería definitivamente aquel espectáculo de luz. En pocos segundos el sol llegó hasta sus pies, se paseó por sus piernas y le iluminó el rostro; Daisy cerró los ojos y dejó que la bañara con su calor.

Después de vivir tantos años en el norte Daisy había perdido el acento, pero seguía teniendo debilidad por los espacios abiertos y la visión del amplísimo cielo azul sobre el horizonte. Abrió los ojos y lamentó que Steven no estuviese allí para verlo. Él había amado aquella tierra tanto como ella. Bajó la vista y observó los zuecos que cubrían sus pies. Deseó que las cosas hubieran sido de otra manera. Le habría gustado, por ejemplo, disponer de algo más de tiempo antes de tener que enfrentarse a Jack. No le apetecía en absoluto volver a ver el desdén en su rostro. Siempre había sabido que no iba a recibirla con los brazos abiertos, pero aun así le sorprendió que después de todos esos años siguiese odiándola tanto como la última vez que se habían visto.

«¿Te parezco desagradable? -le había dicho-. Esto no es nada, florecita. Si te quedas un rato más vas a ver lo desagradable que puedo llegar a ser.»

Se preguntó si Jack habría sido consciente de que le había llamado «florecita». Así era como la llamaba en los viejos tiempos. Así fue como la llamó la primera vez que la vio en la escuela primaria de Lovett.

Todavía recordaba lo nerviosa que estaba y el miedo que tenía aquel día, ahora tan lejano. Temía que nadie la quisiese, y tenía la sensación de que con ese lazo rojo en lo alto de su cabeza parecía una niña tonta. Su madre lo había sacado de una cesta de regalo que contenía un montón de cupones, un libro de recetas y todos los ingredientes para preparar un buen chile tejano. Daisy no quería llevar aquel lazo, pero su madre insistió: le quedaba muy bien y además hacía juego con el vestido.

Nadie habló con ella en toda la mañana. A la hora del almuerzo estaba ya tan preocupada que le resultó imposible comerse su bocadillo de queso. Finalmente, durante el recreo, Steven y Jack se acercaron a la valla metálica en la que Daisy estaba apoyada.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Jack.

Daisy le miró a los ojos, esos ojos verdes enmarcados en largas pestañas negras, y sonrió. Por fin alguien le hablaba, y su corazón dio un respingo de alegría.

– Daisy Lee Brooks.

Jack se apoyó en los talones de sus botas mientras la miraba de arriba abajo.

– Bueno, florecita, creo que llevas el lazo más ridículo que he visto en mi vida -espetó, y Steven y él se echaron a reír.

Cuando Daisy le oyó decir que su lazo era ridículo, todos sus temores quedaron confirmados y los ojos se le llenaron de lágrimas.

– Sí, pero vosotros dos sois todavía más ridículos -respondió, orgullosa de poderse defender sola. Aunque acto seguido arruinó su actuación echándose a llorar.

Al recordar ese día sus labios dibujaron una triste sonrisa. Se había prometido a sí misma que odiaría a esos dos muchachos durante el resto de sus días. Pero el enfado le duró hasta el momento en que Jack le preguntó si querría jugar en su equipo de béisbol infantil al cabo de tres semanas. Fue Steven quien le enseñó a jugar en la segunda base sin que la pelota le golpease en la cara.

En un principio, Jack la había llamado «florecita» para tomarle el pelo, pero años después susurraba aquel nombre mientras la besaba dulcemente en el cuello. Su voz había ido adquiriendo más gravedad a medida que descubría nuevas maneras de tomarle el pelo. Hubo un tiempo en el que el mero hecho de recordar sus besos encendía una llamarada de pasión en su pecho, pero hacía ya muchos años que no sentía nada por él.

Recordó entonces el aspecto de Jack la noche anterior, medio desnudo y fuera de sí. El modo en que entornaba los ojos, sus atractivos ojos verdes y su sonrisa sardónica. Era incluso más guapo que antaño, pero Daisy también era más mayor y más inteligente, y ya no se dejaba tentar por los tipos guapos con malos modos.

Nathan no se parecía mucho a Jack. Excepto tal vez en ciertos rasgos de su carácter. Aunque decidieron que Nathan se instalaría en casa de la hermana de Steven, en Seattle, mientras Daisy estuviera en Lovett, el chico sabía cuál era el verdadero motivo del viaje de su madre. Daisy había acabado aprendiendo la lección sobre las mentiras, por bien intencionadas que éstas fuesen, y jamás le mentía a su hijo. De todos modos, había decidido hacer el viaje la última semana del curso para que Nathan no pudiera acompañarla. Daisy no tenía ni idea de cuál sería la reacción de Jack cuando le contase lo de Nathan. No creía que pudiese mostrarse cruel con el muchacho, pero no estaba absolutamente segura de ello. No deseaba que Nathan estuviese presente si Jack se ponía furioso. Nathan ya había conocido de sobras lo que era el dolor.

Oyó los movimientos de su madre dentro de la casa. Se puso en pie y volvió dentro.

– Buenos días -dijo mientras se quitaba el chubasquero. Percibió al instante el cálido aroma de la cocina de su madre. El olor a pan recién horneado y a comida casera la envolvió como una manta-. He contemplado la salida del sol. Ha sido precioso. -Se sacó los zuecos y miró a su madre, que en ese instante le estaba echando un poco de leche a su café. Louella Brooks llevaba puesto un camisón de nylon, tenía el pelo rubio y lo llevaba recogida en lo alto de la cabeza con una redecilla.

– ¿Qué tal la fiesta de anoche? -preguntó Daisy. El segundo viernes de cada mes, el club de solteros de Lovett organizaba un baile y Louella Brooks no se había perdido ni uno desde que se inscribió en el club, en 1992. Pagaba cincuenta dólares al año y estaba decidida a sacarle rendimiento a ese dinero.

– Vino Verna Pearse, y te aseguro que parecía diez años mayor de lo que es en realidad. -Louella dejó la cucharilla en el fregadero y se llevó la taza a los labios. Miró a Daisy por encima de la taza-. Estaba floja, encorvada…, para el arrastre.

Daisy sonrió y se llenó de nuevo la taza de café. Verna había trabajado con Louella en el restaurante Wild Coyote. Durante un tiempo fueron amigas. En los dos últimos años de instituto, Daisy también trabajó allí, pero no conseguía recordar por qué se había roto su amistad.

– ¿Qué pasó entre Verna y tú? -le preguntó a su madre.

Louella dejó la taza sobre la encimera y cogió una barra de pan de la despensa.

– Verna Pearse tienes menos sesera que un mosquito -respondió-. Durante un año no dejó de repetirme que ganaba diez centavos más la hora que yo porque era mejor camarera. No dejó de pavonearse ante mis narices, pero acabé descubriendo que ese dinero lo ganaba de otra forma.