De nuevo en su estudio, con los dedos temblorosos sobre el teclado, Kate acudió a Art Index, una página web que albergaba datos de exposiciones y artistas. Allí no constaba que Martini hubiera muerto ni había indicios de que hubiese expuesto en los últimos veinte años. No había ninguna dirección, número de teléfono ni galería que lo representara.
¿Por qué iba a querer un artista fracasado matar a Richard?
Aquello no tenía sentido.
Corrió por el pasillo hacia la cocina y se puso a abrir cajones hasta encontrar la guía telefónica de Manhattan. Casi arrancó varias páginas en su impaciencia por encontrar el apellido Martini. Había más de dos docenas, pero ninguno de nombre Leonardo o Leo. Cuatro tenían la inicial L, tres de ellos en el Upper East Side (una dirección muy improbable para un artista muerto de hambre), y uno vivía en la calle 10 Este. Kate los llamó a todos y los fue eliminando uno a uno, dejándose el de la calle Diez para el final.
Cuando marcó el número en su móvil le salió un contestador y colgó de inmediato. Si era Leonardo y estaba involucrado en el asesinato, cualquier mensaje podía asustarlo y obligarle a huir.
Además, si quería pedir una orden de registro de su casa, tendría que estar más segura de que el bodegón del cuenco de rayas era, en efecto, obra de Martini. Kate sabía quién podía ayudarla.
– Leonardo Martini. -Merton Sharfstein sostenía la foto del bodegón bajo su nariz aguileña, mirándola por encima de sus gafas de lectura-. Hacía mucho tiempo que no oía hablar de él.
– Pero tú has vendido sus obras, ¿verdad?
– En los años setenta vendí algunos cuadros, sí -contestó él sin dejar de estudiar la fotografía.
Merton había sido un mentor para Kate hacía ya más de diez años, educándola en los pormenores del mundo del arte cuando ella hacía su doctorado en historia del arte y comenzaba a frecuentar su elegante galería en Madison Avenue. Había pocas personas de aquel mundillo que ella respetase más. Sharfstein había estudiado historia del arte con todos los grandes y ahora llevaba una de las galerías más admiradas y prósperas de la ciudad, donde colgaba una ecléctica mezcla de maestros de finales del siglo XIX y grandes obras modernas de la posguerra, objetos de arte de lo más selecto (jarrones de la dinastía Ming, tapices del siglo XVI) y arte contemporáneo de primer orden. Su perspicacia para detectar la calidad y la autenticidad era muy valorada no sólo en los círculos artísticos, sino también en la Interpol, que en más de una ocasión había solicitado sus servicios en casos de fraude o robos de arte a escala internacional.
– ¿Qué te parece? -preguntó Kate, sin dejar de mirar alternativamente la foto y al galerista.
– Es difícil tener la certeza absoluta con una fotografía, pero parece que la pintura se ha aplicado con esponja y que el lienzo se deja sin pintar en las zonas blancas. -Merton pasó la lupa por la imagen-. Desde luego tiene el sello distintivo del estilo de Martini, aunque el tema no sea muy propio de él. -El hombrecillo miró a Kate por encima de la lupa-. ¿A qué viene todo esto?
– Si te lo dijera tendría que matarte.
– Muy graciosa. -Enarcó las cejas-. No me digas que has vuelto a la policía, Kate. Vamos, que después de la última vez, cualquiera pensaría que…
– Mert, cariño, no pienses. -Le dio un beso en la mejilla y puso sobre la mesa Biedermeier las fotografías de los cuadros del Bronx-. ¿Y éstos, qué?
– ¿Outsider art? Lo siento, hija, pero para estas cosas no tengo paciencia, y menos ahora que la gente se lo ha tomado tan en serio y está compitiendo con arte de verdad en Christie's y Sotheby's. -Suspiró-. ¿Te imaginas pagar cientos de miles de dólares por una escultura de chapas de cerveza, obra de cualquier gamberro o de algún cateto sin dientes, sabiendo que por el mismo dinero se pueden comprar varios dibujos exquisitos de un maestro moderno? Me pone los pelos de punta. -Merton fingió un escalofrío-. No serán tuyas, ¿verdad?
– No. Son de… de un amigo.
– Bueno, eso espero. -El galerista miró las fotografías-. No me imaginaba que Richard y tú comprarais tonterías de éstas. -Se interrumpió con una expresión sombría-. Richard tenía un gusto exquisito.
– Sí. -Kate notó un torrente de emociones que no se podía permitir y volvió rápidamente al tema que le interesaba-. ¿Podrías recomendarme a alguien a quien consultar?
– ¿A los servicios sanitarios?
– Hablo en serio.
– Bueno, podrías acudir a alguno de los mercachifles que tratan con estas cosas. -Se quitó las gafas y miró al techo-. Está la tienducha esa que acaba de trasladarse a Chelsea, la Galería Outsider Art, aunque por mí podía haberse ido un poco más lejos, a Nueva Jersey por ejemplo. Por supuesto jamás la he pisado ni pienso hacerlo.
La Décima Avenida con la calle Veintiuno, el corazón de la zona de arte de Chelsea, un área que Kate conocía bien.
Cinco años atrás aquello estaba lleno de tiendas de coches, naves industriales y algún que otro tugurio de striptease. En las calles casi vacías deambulaban prostitutas de todas las edades y sexos, chicos y chicas jóvenes, transexuales negros con pelucas y ceñidos pantalones cortos que marcaban bultos reveladores todavía por operar. Un auténtico popurrí para el aventurero sexual. Pero todo eso había pasado a la historia.
Porque llegaron las galerías de arte.
Toscos suelos de cemento, edificios de techos altos, impresionantes vistas sobre el río Hudson, boutiques y restaurantes de moda, tugurios convertidos en bonitos apartamentos, gente paseando sus perros, turistas, buitres de la cultura, amantes del arte.
Kate alzó la vista hacia las testarudas nubes que se negaban a disiparse y luego miró al otro lado de la ancha avenida, hacia el Empire Diner, aquel icono de Nueva York negro y plateado, y sintió una punzada de dolor. ¿Cuántas veces había ido con Richard allí a tomar algo, exhaustos después de pasarse la tarde de galería en galería? Le resultaría imposible entrar ahora, sentarse sola, tomarse un café fingiendo que Richard estaba con ella.
Recorrió otra manzana, cruzó la calle Veintitrés y miró los grandes ventanales de Kempner Fine Arts, donde había comprado los grabados de Wharhol y Diebenkorn para el despacho de Richard. Justo al lado estaba el Red Cat Restaurant, donde Jimmy, el dueño, un hombre pintoresco y siempre muy atento, solía invitarles a martinis, el de Kate de vodka, el de Richard de ginebra. Apartó la vista y se volvió hacia la Décima Avenida. Allí estaba Bottino, otro de los bares que frecuentaba con Richard cuando tenían ganas de saludar a los personajes del mundo del arte que prácticamente vivían en la sala principal del establecimiento. Mierda, los fantasmas la acechaban en todas partes, trayéndole a la memoria conversaciones, platos que habían comido o vinos que habían degustado, recuerdos que le rompían el corazón.
Se le iban a saltar las lágrimas. Un minuto más y se echaría a llorar en la calle. Apresuró el paso y casi echó a correr hasta que vio el lugar: «Herbert Bloom. Galería Outsider Art.» La galería de Bloom era justo lo contrario de los amplios espacios minimalistas de las galerías de arte contemporáneo. Era una sala pequeña atestada con todo tipo de cuadros y dibujos de aspecto primitivo que, colgados en dos y tres filas, cubrían las paredes casi por completo, además de los extraños objetos hechos a mano y las chucherías que descansaban sobre pedestales, en las repisas de las ventanas, en las mesas o incluso en los zócalos.