– ¿Como los relojes?
– Exacto.
Kate miró el fino reloj de acero inoxidable que llevaba en la muñeca, un modelo Linea de Baume et Mercier, la famosa casa de relojes de Ginebra. Richard le había regalado en su último cumpleaños el exclusivo modelo Gala, una pieza de oro blanco y diamantes que valía una fortuna. Ella lo había cambiado por el Linea, un reloj más modesto cuyo precio era cinco veces inferior y Richard donó el resto del dinero a Un Futuro Mejor, donde serviría para algo más que dar la hora con diamantes, una vergüenza se mirase por donde se mirase. Kate puso la mano sobre la de Smith un momento y miró sus pálidos ojos azules.
– ¿Sabe usted quién contrató al detective, señor Smith?
– Desde luego. Fue su mujer. La esposa de Andrew.
Lamar Black no tenía ninguna intención de involucrarse, eso seguro.
En primer lugar, el tío aquel era un gilipollas. Y en segundo lugar, le preocupaban sus supuestas relaciones con los peces gordos. Mira lo que le había pasado a Suzie, a su preciosa y dulce conejita. Lamar sintió una oleada de tristeza, pero pronto la sustituyó el hambre. No había desayunado y se moría de ganas de zamparse un par de McMuffins de huevo y salchichas, cosa que pensaba hacer en cuanto llegara al cajero.
¡Era un tío patético! Lamar se imaginó a aquel capullo blanco en su salón, acurrucado en el sillón como un niño de pecho, con los nervios de punta. Lamar había sido muy generoso, había mezclado bastante caballo con la dosis habitual de cocaína.
Llevaba suministrándole cocaína todas las semanas desde hacía más de un año, cosa que no se había molestado en contar a la policía. ¿Y por qué iba a decirles nada? Ni que fuera tonto. La policía no le había ofrecido nada a cambio. Pero una cosa era vender un poco de coca y otra muy distinta tener metido en casa a ese tío, aunque fuera cliente habitual de Suzie. Al fin y al cabo, apenas sabía nada de aquel imbécil, aparte de que le gustaban las putas y las drogas. Qué coño, incluso podía ser el asesino de Suzie. Puede que su pinta de gilipollas no fuera más que una tapadera.
Necesitaba tiempo para conseguir su dinero. Eso era lo que le había dicho cuando acudió a él, hablando en argot y todo como si fuera un puto hermano negro.
«¿Qué pasa, tronco? Oye, ¿puedo quedarme en tu queli? Sólo un par de noches, colega, hasta que me den mi pasta.»
Lamar casi se echó a reír en su cara, hasta que se dio cuenta de que también él podía sacar algo. Sí, le ayudaría, como estaba haciendo en ese momento. La mezcla de coca y caballo le tendría fuera de combate mientras él le limpiaba la cuenta del banco. Según decía el muy bocazas, tenía tres o cuatro mil dólares que pensaba sacar para largarse a una isla desierta o una mierda de ésas, porque la policía andaba tras él. Todo esto se lo había contado a Lamar apresuradamente cuando le suplicó que le alojara en su casa, prometiéndole un porcentaje del dinero si le ayudaba. Sí, eso del porcentaje le parecía bien a Lamar, pero sería un porcentaje del cien por cien. Al fin y al cabo, si aquel tío se había cargado a su Suzie, era justo.
Menudo idiota, pensó Lamar, metiendo la tarjeta del tipo en el cajero. Luego introdujo la contraseña, VIRGIN, que no había sido difícil sonsacarle: una dosis de coca y el tipo se ponía a largar como si no hubiera ningún interruptor entre su cerebro y su boca.
Lamar rió otra vez. Pero cuando leyó en la pantalla que no podía sacar más de quinientos dólares de una vez, se le cortó la risa y tuvo que dominarse para no liarse a patadas con la condenada máquina.
Por fin respiró hondo. Se quedaría con la tarjeta, eso es, al día siguiente sacaría otros quinientos dólares, y al siguiente otros quinientos, hasta que se agotara la cuenta. De momento tendría que conformarse con los quinientos en billetes de veinte nuevecitos.
Tocó los billetes y por un instante pensó en los mafiosos italianos y la policía. No pensaba volver a su casa, de ninguna manera. Lo mejor era largarse unos días, incluso una semana. Para entonces el cliente de Suzie estaría detenido o se habría largado. A lo mejor incluso habría muerto.
Lamar echó atrás la cabeza y lanzó una carcajada. La cicatriz enrojecida del cuello se estiró. Luego se metió el dinero en el bolsillo y se dirigió hacia los arcos dorados de la esquina, en busca de sus McMuffins de huevo.
22
Kate mascaba dos chicles Nicorette a la vez y comenzaba a dolerle el mentón.
Había pensado mantener una conversación civilizada con Noreen Stokes, de hecho la había llamado dos veces, pero colgaba cada vez que la mujer contestaba. Al fin y al cabo, ¿qué podía decirle?
Ahora esperaba al otro lado de la calle, delante del bloque de los Stokes, bajo la lluvia, helada hasta los huesos. Noreen mentía. Si había llegado a contratar a un detective, era evidente que sabía dónde estaba su marido. Noreen Stokes, la sufrida esposa. Por mucho que él la hubiera maltratado, ahora le estaba protegiendo, eso seguro.
Pero ¿qué les pasaba a algunas? Si Richard le hubiera hecho lo que Andy a Noreen, Kate le hubiera abandonado de inmediato. ¿O no? ¿Y qué era lo que había hecho Richard? No tenía ni idea. ¿También a ella la había cegado el amor?
– Richard -susurró, reconcomida por un recuerdo: la primera vez que notó que faltaba dinero y Richard le mintió. Pero había sido un error, un terrible error, y Richard juró y perjuró que no volvería a mentir nunca más y ella le creyó. Deseaba creerle con todas sus fuerzas.
«Richard, por favor, dime qué está pasando.»
De pronto sonó el móvil y Kate reconoció el número que apareció en la pantalla. Floyd Brown. «¡Mierda! ¡Ahora no!» No podía hablar con él hasta saber qué estaba pasando. Necesitaba conocer todos los hechos antes que la policía.
Los Nicorette habían perdido sabor. Kate los escupió en un pañuelo de papel y se metió otro en la boca. Notaba el efecto de la droga. Le recordaba los viejos tiempos, las misiones de vigilancia, cuando se pasaba horas metida en un coche de policía, fumando un cigarrillo tras otro, tomando café malo y con el culo entumecido. Ahora echaba de menos las tres cosas: el tabaco, el coche y el café. Ah, sí, y la autoridad. Brown la mataría si supiera que estaba allí, siguiendo a Noreen Stokes, esperando que la mujer la condujera hasta Andy.
Se acordó del agente del FBI, Marty Grange, sentado frente a ella en la sala de conferencias, clavándole aquella mirada suspicaz. Pues ahora estaba demostrándole que no se equivocaba.
Sonó de nuevo el teléfono. Era Brown otra vez. Debería ponerle al corriente de lo que estaba haciendo, pero no contestó. Ya hablaría con él más tarde, cuando supiera algo.
¿Cuando supiera qué?
Miró sus zapatos mojados y destrozados. «Vete a casa. Sabes que esto es una tontería. Déjalo.» Pero no se movió. No podía pensar con claridad. ¿Cómo iba a pensar con claridad después de haber dormido sólo tres horas, mal y con pesadillas? Exigirle sensatez sería pedirle demasiado. Sólo sabía que no podía permitir que Andy Stokes desapareciera llevándose con él lo que pudiera saber del asesinato de Richard. Había hecho una promesa, un juramento, a Richard y a ella misma, y pensaba llegar al final fuera cual fuese la verdad. Tenía que averiguarla antes que nadie. Tenía derecho a ello, ¿no?
Alzó la vista hacia el bloque, como si pudiera ver el interior del piso de los Stokes y los secretos que ocultaba. Se preguntó qué averiguaría.
Por un instante rezó para que Noreen no saliera de aquel maldito edificio.
Noreen Stokes apartó las pilas de jerséis cuidadosamente doblados, sacó el joyero escondido en el fondo del armario y lo dejó en la cama. Hacía años que no guardaba allí ninguna joya. El collar de perlas, los sencillos pendientes de oro, hasta el anillo de compromiso, de diamantes, se habían vendido o empeñado hacía mucho tiempo, acompañados de las habituales promesas de Andy de comprarle joyas más grandes y más caras cuando las cosas mejorasen, cosa que no pasó nunca.