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Pero a ella le daba igual. Nunca le habían interesado mucho las joyas. Siendo una chica del Medio Oeste con título de bibliotecaria, nunca había esperado demasiado de la vida.

Sacó la parte superior del joyero forrado de terciopelo, acordándose de la primera vez que vio a Andrew Stokes, un chico guapo con cara de niño que se había acercado al mostrador de la biblioteca con aquella sonrisa tan suya. Más tarde, cuando tuvieron su primera cita, no podía creerse que un hombre como Andrew Stokes le prestara a ella la menor atención y mucho menos que, sólo después de salir unas cuantas veces, la pidiera en matrimonio. Cuando Noreen le preguntó por qué quería casarse, él explicó que con ella se sentía seguro, y aunque no era exactamente la respuesta que a ella le hubiera gustado, se quedó conforme. Su padre, banquero, y su madre, bibliotecaria, tampoco entendían nada hasta que al cabo de un año de casados Andy comenzó a pedirles préstamos, a los que ellos accedieron… al menos durante una época.

Noreen sacó del joyero el dinero que llevaba ahorrando en secreto desde que se había dado cuenta de que su marido no era tan buen partido como ella esperaba. En diez años Noreen había conseguido ahorrar más de veinte mil dólares.

Había estado a punto de dejarle más de una vez: sus desapariciones sin explicación, la bebida, las drogas, y sobre todo cuando el detective le dio la mala noticia y le enseñó las fotos de Andrew con aquellas mujeres. Pero aquello era cosa del pasado. Andrew la necesitaba de nuevo, había suplicado su perdón y había confesado sus pecados (por tercera o cuarta vez desde que estaban casados), pero también había reiterado su amor eterno, y eso era lo que contaba. Andrew entendía que se había equivocado y prometía cambiar, le suplicaba otra oportunidad. Podían escaparse juntos, le dijo, comenzar una nueva vida. Y aunque algo le decía a Noreen que tuviera cuidado, no recordaba haberse sentido tan feliz desde el día que vio por primera vez la sonrisa deslumbrante de Andrew Stokes. No pensaba permitir que nadie le arrebatara aquella sensación, y esta vez ella tenía todos los ases.

Ató los fajos de billetes con gomas y los colocó ordenadamente en una bolsa pequeña, escondidos debajo de varias prendas de ropa interior, una blusa, un jersey fino, un bañador y unas sandalias, lo justo para ir tirando unos días. También metió unas cuantas cosas para Andy.

El corazón le latía deprisa. Nunca en su vida había hecho nada parecido, nada tan… emocionante. Iba a huir con Andy, el bribón de su marido. Ella se había ocupado de todo: de poner la casa en venta, abrir una cuenta en el extranjero para que le ingresaran el dinero, reservar una habitación en un hotel de Guadalajara («pequeño, encantador, apartado», según la guía de viajes). Tenía ya los billetes en el aeropuerto JFK. Al día siguiente estarían paseando cogidos de la mano por una solitaria playa de México.

Se metió los pasaportes en el bolsillo, se puso un pañuelo en la cabeza y se lo ató bajo la barbilla. Le gustaría haber tenido una boina o un sombrero de ala, como el que llevaba Ingrid Bergman en Casablanca o Faye Dunaway en Bonnie and Clyde. Quería parecer tan peligrosa y tan elegante como se sentía.

Se imaginó a su pobre marido asustado, escondido en el Bronx. Cómo acudiría ella en su rescate, qué agradecido se sentiría él siempre.

Intentó imaginarse la habitación del hotel de Guadalajara. Esperaba que fuera bonita porque esta vez, si Andy quería, estaba dispuesta a ladrar.

En la esquina norte entre las calles Setenta y dos y Park Avenue, un joven ataviado con una anodina chaqueta gris y una gorra que le tapaba la mitad del rostro, se ocultaba a la sombra de una furgoneta de reparto aparcada en doble fila, junto a un Navy Blue Chevy Malibu. Llevaba allí casi dos horas. La fina llovizna le había empapado los zapatos y tenía los pies entumecidos. Cambió el peso de una pierna a otra, pensando en meterse en el coche, pero al final no lo hizo. Otro joven estaba al volante del Malibu, esperando que le diera la orden.

Echó un vistazo al edificio de los Stokes y luego a Kate. Se metió en la boca dos chicles Doublemint. La estúpida cancioncilla del anuncio seguía sonando en su mente:… doble placer, doble diversión.

Maldita sea, tenía los pies helados. Se asomó por detrás de la furgoneta y vio que Kate también miraba el edificio, esperando, igual que él. Se imaginó lo que le gustaría hacer con ella, pero cuando la fantasía comenzaba a formarse, Noreen Stokes salió de la casa, el portero le abrió la puerta de un taxi y se marchó.

Un instante después, Kate hizo exactamente lo mismo y entonces él se deslizó en el Malibu con la agilidad de una serpiente entre la hierba.

Ahora que se había desvanecido el efecto de las drogas, Andy Stokes estaba tembloroso, le picaba la piel, le ardía el estómago. Se inclinó sobre el retrete de Lamar, sucio y agrietado y vomitó un hilillo de bilis. Se agarró al lavabo para erguirse hasta verse en el espejo. Su pelo rubio raleaba y lo tenía desgreñado, la piel pálida, los ojos inyectados en sangre. «Es sólo una jodida pesadilla, tío.»

Se pasó la mano por el pelo. «Eh, rubiales, ¿dónde te habías metido?» Frunció el entrecejo y se volvió. Tal vez no era más que un mal sueño. Sintió otra náusea, pero tenía el estómago vacío. Dentro sólo llevaba asco y fracaso. Mierda. No era culpa suya, eso lo sabría cualquiera, ¿no? En realidad no era un mal tipo. Lo suyo era… una necesidad. No tenía elección.

¿Un sueño? No, una pesadilla. Como en aquel momento, cuando nada más despertarse supo que Lamar no sólo había desaparecido, sino que además le había robado la cartera.

Cogió la oxidada maquinilla de afeitar que había en el lavabo y se la llevó a la muñeca. «Qué coño, acaba de una puta vez, hazle un favor al mundo.» Pero no podía. Qué demonios, era incapaz de todo.

Entonces se acordó de que Noreen iba a sacarle de aquel hoyo. Saldría del país, lo dejaría todo atrás, comenzaría de nuevo. Noreen iba a salvarle porque él le había dicho cuánto la quería, cuánto la necesitaba.

Se echó a reír. La buena de Noreen, siempre tan leal, siempre tan merecedora de confianza, tan responsable. Más fiel que un cachorrito, aunque sin tanto encanto.

Alzó la vista hacia la foto de Suzie White que Lamar tenía pegada con chinchetas al lado del espejo. La arrancó de la pared, la rompió en pedazos, la arrojó al retrete y tiró de la cadena.

En una calle sin árboles del Bronx, Kate vio a Noreen salir del taxi y entrar en un edificio que debía de ostentar el premio al peor bloque de la ciudad, con su fachada de ladrillos picados, las ventanas tapiadas con tablones, el portal cubierto de papeles.

Kate echó un vistazo alrededor: dos niños negros de unos doce años deambulaban por la calle, bien pasada su hora de irse a la cama, con auriculares en los oídos y pantalones holgados, tan bajos en sus caderas que amenazaban con caerse. El letrero de neón de un bar parpadeaba como si estuviera a punto de fundirse.

La llovizna se había convertido en lluvia e interpretaba un solo de batería en el techo metálico del coche. Le atacaba los nervios. Kate respiró hondo varias veces soltando el aire despacio. Podía esperar. Noreen saldría en cualquier momento con Andy.

Floyd la iba a matar, eso seguro. Ya se le ocurriría qué decirle, qué mentira contarle. Aunque Floyd no se creería nada. Pero eso sería más tarde. De momento sólo podía pensar en Andy Stokes, en conseguir que le contara lo que estaba pasando y lo que había pasado.

Siguió mirando el portal del bloque. Pasó otro minuto que le pareció una hora. Un minuto más, no iba a darles más tiempo.