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«Mira -dice el artista. Se levanta y se acerca a una gran mesa atestada de tubos de óleo y botes de pigmentos. Alza un bote de cristal lleno de polvo oscuro. La cámara se acerca para tomar un primer plano-. Parece negro, ¿verdad?» -Sí, sí -replica él, sentado al borde del sofá, con la cara pegada a la pantalla, embelesado.

Werther destapa el frasco y derrama un reguero de polvo en su paleta de cristal.

«Es pigmento puro -explica-, antes de convertirse en pintura. -A continuación abre una lata y añade al pigmento unas gotas de un líquido untuoso-. Aceite de linaza. -Y con una pequeña espátula los mezcla hasta formar una densa pasta brillante. Luego saca un pincel de una lata de café, lo moja en la pintura de aceite que acaba de crear y traza una larga pincelada en un lienzo blanco-. Es como magia, ¿no? Azul verdoso.»

¿Azul? Qué va. A él le sigue pareciendo negro.

«Claro que el pigmento y la linaza deberían molerse con un mortero, para que la mezcla sea perfecta -comenta Werther, volviendo a su sitio junto a Kate-. Pero ya has visto que el pigmento cobra vida con el aceite.»

«Desde luego -responde ella-. Es precioso.»

¿Es precioso? ¿Por qué?

«La pintura al óleo es una técnica muy antigua -explica Werther-, pero para mí es la mejor.» «Sí -dice Kate, asumiendo un tono profesional mientras la cámara se centra en ella-. La inventaron los holandeses, posiblemente el gran maestro De Flemalle o los hermanos Hubert y Jan van Eyck, a principios o mediados del siglo XV. La pintura al óleo permitía crear tonos más lisos y perfiles más sutiles, cosa que los pintores anteriores no podían lograr con sus temperas al huevo, que se secaban muy deprisa, o con sus laboriosos frescos.» «El mayor logro de la pintura», comenta Werther.

«¿Qué les diría pues a los pintores que restringen su paleta, o a los que no utilizan el color y se limitan al blanco y negro?», pregunta Kate.

«Les diría que no se molesten en pintar. Fíjate en Franz Kline. Él ya lo ha hecho, y nadie lo va a superar. Hoy en día es algo muy aburrido, que no ofrece nada. Yo nunca lo haría, jamás. La verdad es que yo, sin colores, me suicidaría.»

Aquella frase se repite sin cesar en la mente de éclass="underline" sin colores me suicidaría… sin colores me suicidaría… sin colores me suicidaría… La cámara recorre de nuevo la mesa de pintura de Werther.

Él ansia aprender con toda su alma, mezclar sus propios colores como acaba de hacer el artista, mejorar, comprenderlo todo.

Quiere que el artista le enseñe.

«En el próximo programa -anuncia Kate-, tendremos algo muy especial. La capilla Rothko, en Houston, uno de los grandes testimonios del arte. -Esboza una cálida sonrisa-. Y no se olviden de asistir a la exposición de WKL Hand, que se inaugura en la galería Vincent Petrycoff de Chelsea.» Una última sonrisa antes de que su rostro se funda para dejar paso a los títulos de crédito.

En el cuaderno donde ha anotado «No li ta» y «Mulberry Street», escribe: «WKL Hand, galería Vin-Sent Petricof, Chelsi.» Luego se levanta del sillón para ver si sus cuadros se han secado. Le tiemblan las manos mientras los cubre con plásticos y los pega todos juntos con cinta adhesiva. De la pared trasera descuelga con cuidado algunas reproducciones de su galería de maestros: el Francis Bacon de la pareja gris, uno de los animales de Soutine y un Jasper Johns. Ha decidido que quiere conocer la opinión del pintor sobre ellos. Y si todo sale bien, puede que hasta le dé uno de regalo, como muestra de respeto mutuo.

Se detiene un momento para considerar qué más necesita, repasa los contenidos de la mochila y sus pertrechos habituales, y saca los pinceles. Allí habrá de sobra.

Una conversación de pintor a pintor. Tiembla de la emoción.

Ahora, con el mapa del metro de Nueva York abierto ante sí, va pasando la lupa hasta encontrar Mulberry Street y una parada cercana. Cierra los ojos, vuelve a recordar el principio del programa, el hombre andando por la calle, algunas de las tiendas por las que pasó, la puerta ante la que sacó las llaves, y lo ve a la perfección: el número del portal es el 302.

25

Nola insistió en ver Vidas de artistas, aunque Kate no estaba de humor. No hacía más que repasar la jornada una y otra vez: las conversaciones con Brown y Freeman, las acusaciones de Noreen en el hospital, todo se mezclaba en su mente compitiendo por su atención, y la entrevista con Boyd Werther que ahora aparecía en la pantalla no era suficiente ni mucho menos para distraerla. Aun así logró mantener una charla con Nola, sonreír, decir que todo iba bien, hasta que la chica por fin se fue a la cama. Entonces Kate se sirvió un vaso de Johnny Walker y se puso a cavilar en su situación, tenía que comprender lo que pasaba y encontrar alguna solución, si es que la había.

Puso en el estéreo, con el volumen bajo, un CD de Julia Fordham, uno de sus favoritos, que no había podido escuchar desde la muerte de Richard. Incluía tantas canciones de penas de amor o sobre la felicidad que pensó que jamás sería capaz de oírlo de nuevo. Pero ahora, sin advertirlo siquiera, estaba cantando en susurros uno de sus temas favoritos, Missing Man, y las palabras llenaban la sala y empapaban las paredes, la alfombra, su corazón dolorido. Entonces se dio cuenta de que llevaba varios días con esa canción en la cabeza, Missing Man, el hombre desaparecido, una oración para Richard, su hombre desaparecido.

Salió al pasillo de puntillas y se asomó a la habitación de Nola. Escuchó un momento hasta que percibió su respiración tranquila y entonces se apoyó contra el umbral observando su hermoso rostro iluminado por la luna que entraba por la ventana. Tuvo ganas de acariciarle la frente, abrazarla y protegerla, prometerle que nunca dejaría que les pasara nada, ni a ella ni a su hijo.

Pero ¿cómo podía hacer esa promesa? Se sentía incapaz de proteger a nadie.

Cerró la puerta sin hacer ruido y volvió al salón para servirse otro whisky, todavía intentando poner en orden lo que sabía y lo que no, bajo el arrullo de la magnífica voz y las tiernas letras de Julia Fordham.

Una llamada al contable de Richard había confirmado que el bufete tenía graves dificultades financieras debido a varias retiradas de fondos muy cuantiosas e inexplicables la semana anterior a la muerte de Richard. El contable le había llamado entonces preocupado, pero la reunión que quedaron en mantener para discutir el asunto no llegó a celebrarse, puesto que estaba prevista para el día después de su asesinato.

¿Había estado Richard retirando dinero para pagar un préstamo a la mafia? ¿No podía haberlo pagado fácilmente con sus fondos personales? El contable había asegurado a Kate que el patrimonio personal de Richard estaba intacto. Aquello no tenía sentido. Además, si Richard había estado pagando la deuda (cosa que Noreen negaba), ¿por qué querrían matarle?

Kate se paseó en torno a la sala, mirando sin ver los objetos de arte que ya no significaban nada para ella. Los daría todos sin dudar a cambio de saber la verdad.

Según Noreen, todo había sido culpa de Richard. Pero también culpaba a Kate de la muerte de Andy. Era natural que quisiera hacerle daño. ¿Seguiría mintiendo a pesar de que ya no importaba? Tal vez Noreen ignoraba que su marido la engañaba; tal vez aquélla era sencillamente la versión de Andrew Stokes, un hombre que llevaba años mintiendo a su mujer, que frecuentaba prostitutas, que conocía al proxeneta Lamar Black hasta el punto de esconderse en su apartamento, que confraternizaba con mafiosos tan conocidos como Giulio Lombardi.

Fue al teléfono y comenzó a marcar el número privado de Floyd Brown, ansiosa por pedirle que volviera a incluirla en el caso, que la dejara seguir, ayudar a descubrir la verdad.

Pero ¿cómo iban a averiguar nada? Stokes había muerto. Baldoni había muerto.

Richard había muerto. La idea resonó en su interior.