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– Dime, ¿de qué conoces a Kate McKinnon? -preguntó en el ascensor.

– Pues… nos conocemos desde hace tiempo. Era mi… mi profesora.

– ¿En Columbia? ¿Historia del arte?

– Sí y somos… no sé, buenos amigos.

– Así que te dijo que vinieras a verme, ¿eh?

– Sí. Me dijo que le enseñara mi obra, que usted me daría algunos consejos. No me quedaré mucho.

«Eso seguro.» Werther salió del ascensor y guió al chico hasta su loft.

Él se puso de inmediato a sacar sus cuadros y extenderlos por el suelo del estudio. Werther ahogó un gemido. Eran peores de lo que pensaba. De colores chillones, nada sofisticados, torpes. ¿Qué demonios iba a decir de aquella basura? Desde luego le iba a echar una buena bronca a McKinnon. Además, el joven ni siquiera miraba su propia obra, cosa que le cabreó. Esperaba y estaba acostumbrado a una cierta atención, sobre todo por parte de los jóvenes aspirantes a artistas.

El chaval terminó de colocar las telas en el suelo y se incorporó con gesto expectante.

– Bueno, ¿qué le parece?

– Pues… -Werther se acarició el mentón y miró los crudos bodegones y escenas callejeras, los excéntricos colores-. En primer lugar, ¿por qué no te quitas las gafas para ver mejor?

– Ah, se me había olvidado. -Se las quitó y parpadeó.

Werther le miró a los ojos. No había visto en su vida a nadie que pareciera tan triste, tan dolido.

– ¿Estás bien?

– Sí. Geniaaaaaal.

– Es que te he visto parpadear y pensé…

– Qué va, no es nada. Es que tengo… una enfermedad.

«Sí -pensó Werther mirando las telas-. Una enfermedad, desde luego, que consiste en no poseer talento alguno.» -Bueno, ¿qué le parece?

Joder, el chaval era como un cachorro necesitado de afecto y atención.

– Pues son… interesantes.

– ¿Qué quiere decir?

«Cono.» -Pues, por ejemplo tu forma de utilizar el color. Es… muy poco habitual.

– ¿Ah, sí? -El chico miró las telas forzando la vista-. No sé por qué -comentó con cierta tensión.

– Hombre, estarás de acuerdo en que no es muy normal. Pintas las nubes púrpura y las manzanas azules. ¿Has estado estudiando a los fauves?

El joven miró las telas con toda su atención. ¿De qué hablaba el pintor? Los colores estaban bien, eso seguro.

– Me parece que se equivoca.

– ¿En cuanto a los fauves?

– No.

– O sea que no es fauve. ¿Entonces qué, los expresionistas alemanes?

– No. -La cabeza le dolía un poco y la música había comenzado a sonar junto con tonadillas de anuncios.

– No sé qué os enseñan en la academia hoy en día.

– Yo no voy a la academia.

– ¿No decías que Kate era tu profesora en Columbia?

– Fui a una clase nocturna, nada más. -Pestañeó como si le hubiera cegado un destello de flash y rápidamente esbozó una estudiada sonrisa seductora.

Werther le observó. Tenía labios gruesos y una fina estructura ósea, era casi demasiado guapo, pero había en él algo raro también.

– Mira, mejor hablamos en otro momento.

– No, éste es el mejor momento. ¡Eso es! ¡Es Coca-Cola! ¡Lo auténtico!

– ¿Cómo dices?

– Un momento. -El joven sacó unos papeles de su mochila-. Son para usted. Un regalo.

Werther los miró. Eran un puñado de ilustraciones, obviamente arrancadas de libros, con los bordes gastados: Bacon, Jasperjohns, un Soutine.

– Vaya, gracias.

– Son geniaaaales, ¿verdad?

– Bueno, Johns es muy bueno, y el Soutine es interesante, aunque un poco pasado de tono para mi gusto. Pero Bacon, bueno… -Alzó la reproducción con el brazo estirado y arrugando la nariz-. La verdad es que no me llega.

No me llega… No me llega… Las palabras del artista resonaron en su cerebro junto con las canciones y los anuncios.

– ¿Por qué no?

Werther se encogió de hombros.

– ¿Quién sabe? -respondió tendiéndole las ilustraciones-. Deberías quedártelas tú. Supongo que para ti significan mucho más que para mí.

– ¿No le gustan?

– No están mal, pero yo tengo muchos libros de arte y reproducciones. Y además poseo un cuadro de Johns.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que compré un cuadro de Jasper Johns, que es mío.

– ¿Puedo verlo?

– No está aquí. Lo tengo en casa. Esto es sólo mi estudio. -Werther se estaba impacientando-. Oye, ahora tengo que irme a casa.

– Pero si acabamos de empezar. No me ha enseñado nada.

Werther suspiró.

– Mira, ya hablaremos otro día, ¿de acuerdo? -«Por ejemplo, nunca»-. Estoy cansado. Ha sido un día muy largo.

– Sólo un momento, de verdad. Luego me voy, ¿vale? -suplicó pestañeando y mirando a Werther con sus ojos tristes.

Werther se miró el reloj. Cinco minutos, no pensaba darle ni un segundo más.

– Está bien.

– ¡Geniaaaaal! -El joven señaló una de sus telas en el suelo, una escena callejera-. ¿Qué le parece ésa?

– Es… está bien. Una construcción… muy agradable. -Werther quería decirle que era una mierda, pero también quería que el tipo se marchara.

– ¿A qué se refiere?

– Pues mira, la composición, la forma en que has dispuesto la escena. Está muy bien. -No se le ocurrió otra cosa.

El joven sonrió.

– ¿Y el color?

– ¿El color?

– Sí, el color.

– Pero si no hay colores.

– Claro que hay colores. ¿Está loco o qué? -A veces te parece que estas loco…

– Bueno, si te refieres a la gradación de los tonos o…

– No; a los colores.

– Pero si está en blanco y negro.

– ¡Mentira! -Tenía los nervios de punta, comenzaba a entrarle el pánico-. ¿Se está burlando de mí?

– ¿Por qué iba a burlarme de ti?

– Porque… -No sabía que el artista iba a ser tan cruel con él. Recogió bruscamente la tela del suelo y se la puso delante de las narices-. Hay montones de colores. -Los ojos le lagrimeaban-. Usted se equivoca.

«Este cabrón está chiflado. Tengo que quitármelo de encima.» -Oye, tengo que irme.

– ¿Adónde?

– A mi casa.

– Una pregunta más, por favor.

Werther lanzó un hondo suspiro.

– A ver…

– Vale, es en blanco y negro, pero es bueno, ¿no?

– Sí, está bien. A mí me gusta.

– ¿Que le gusta? -El joven se lo quedó mirando, parpadeando con sus ojos tristes-. A usted no le gusta. Usted piensa que el blanco y negro es aburrido. Piensa que cualquier pintor que no utilice el color está perdiendo el tiempo.

– ¿De qué hablas?

– Le vi, oí lo que dijo sobre el blanco y negro. Dijo que era aburrido.

– Ah. -Werther se echó a reír-. Estás hablando del programa de televisión, el de Kate.

– Sí.

– Mira, ¿por qué no recoges las telas? Ya hablaremos otro día.

– Estoy intentando aprender. De verdad.

– Claro, claro -replicó Werther, captando el tono suplicante del joven. «Está como una cabra.» Se moría de ganas de cantarle las cuarenta a Kate. Si es que conocía al tipo aquel, cosa que comenzaba a dudar. Estaba recogiendo las telas. ¿Tenía lágrimas en las mejillas? «Joder.»-. Oye, lo que yo piense no importa.