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El chico se enjugó las lágrimas y Werther se volvió.

Cuando Werther abrió los ojos le dolía la cabeza y al intentar moverse comprobó que no podía. Se debatió contra la cinta adhesiva que ataba su pecho a la silla y vio que también tenía sujetos los tobillos y las muñecas. ¿Cuánto tiempo llevaba inconsciente? No tenía ni idea. Lo último que recordaba era que el joven recogía sus cuadros llorando. No, eso no era lo último. Una mano se había acercado a su rostro por detrás, luego olió un producto químico e intentó debatirse, pero el estudio comenzó a girar.

El chico se frotaba el brazo, donde le estaba saliendo un moratón.

– Me ha hecho daño, ¿sabe?

– ¿Qué cono está pasando aquí?

El joven parpadeó y miró hacia un lado.

– Oye, Tony, apaga la luz, ¿quieres? -Esperó con los ojos entornados, protegiéndoselos de los focos del estudio. Al cabo de un momento se acercó a la pared, apagó el interruptor y la sala quedó en penumbra-. Vaya, lo tengo que hacer todo yo. Muchas gracias, Tony.

Boyd Werther miró en torno al chico. Allí no había nadie más.

– Te he preguntado qué coño está pasando aquí. ¿Qué quieres?

– Quiero… quiero que me ayude.

– ¡Que te den por el culo! ¡Suéltame ahora mismo! ¿Estás loco, imbécil? -Werther forcejeó con las ataduras y la silla se movió.

El joven se colocó detrás de él y comenzó a enrollar más cinta en torno a su cuerpo, atando la silla a una tubería de la calefacción.

– ¿Qué haces? -Werther se esforzó por calmarse-. Dime lo que quieres, ¿vale? Seguro que podemos solucionarlo.

– Shhh. -El joven ladeó la cabeza como un perro, como si escuchase algo-. ¿Qué? No, Tony, ahora no. Perdone, ¿qué me decía?

– Pues… te preguntaba qué querías.

– Ah. Hablar.

– ¿Hablar?

– Sí.

Werther comenzaba a sentir pánico. La bilis se le agolpaba en la garganta como si fuera a vomitar. Pero no, tenía que mantener la calma, aquel loco no era más que un chaval, podría manejarle, tenía que salir de aquella situación absurda.

– Ya te he dicho antes que podemos hablar en cualquier momento.

– No, usted quería echarme.

– Estaba cansado, nada más.

– Y no le han gustado. Los dioses -explicó, señalando las ilustraciones que yacían en el suelo-: Bacon, Johns, Soutine.

– Eso no es verdad. Te he dicho que ya tengo un cuadro de Jasper Johns.

– Está… enfermo, ¿sabe?

– ¿Quién?

– Jasper Johns.

«¿De qué coño me está hablando este lunático?»

– ¿De verdad?

– Sí.

Werther no podía mirar su reloj pero sabía que Victoria, su ayudante, volvería pronto. «Que siga hablando.»

– Oye, tú… ¿Tú cuántos años tienes? ¿Veintidós, veintitrés?

– ¿Por qué? -La silueta del muchacho parecía ahora más grande. Se movía mascullando por el estudio. La pregunta le había dejado confuso. Nunca había sabido su verdadera edad.

– No, por curiosidad. Eres muy joven y… -Werther iba improvisando-. No sé, siempre he querido… tener un hijo, alguien a quien pudiera hacerle de mentor.

El chico dejó de moverse.

– ¿Mentor?

– Sí, ya sabes, alguien a quien ayudar, a quien enseñar el oficio. En tu caso, ayudarte con tu… con tu obra.

– ¿De verdad lo haría?

– Pues claro. Me encantaría.

– ¡Jo! ¡Sería geniaaaaaal! Lo mejor es lo auténtico, ¿sabe? Quiero decir, con Sanitas estás en buenas manos. -El joven le puso la mano en el hombro-. Vamos a jugar a una cosa. Yo le señalo una zona de sus cuadros y usted me dice de qué color es.

– Va a ser un poco difícil en esta penumbra. -Recordó cómo parpadeaba el chico antes con las brillantes luces.

Retrocedió y encendió de nuevo el interruptor.

– Lo de las luces lo hago por usted. No quisiera ser… contraproducente. -Parpadeaba y se llevó la mano a los ojos para hacerse sombra. Uno de los focos iluminaba la gruesa cadenilla que Werther llevaba al cuello.

– ¿Eso qué es?

– ¿El qué?

– Lo que lleva al cuello.

– Ah. Una cadenilla. Es muy antigua y muy rara. Medieval.

– Ah, sí. He leído sobre eso. La Edad Media, ¿no?

– Eso es. Es un regalo. -Werther recordó fugazmente el momento en que su bella primera esposa se la había puesto al cuello después de hacer el amor. En otras circunstancias habría sonreído-. La llevo porque da buena suerte. -De pronto se le ocurrió algo-. Oye, ¿por qué no te la quedas? Te traerá suerte.

– ¡Vaya! Es usted muy amable. -El muchacho se inclinó sobre él y por un instante Werther pensó en hincarle los dientes en el antebrazo, pero entonces vio una gruesa cicatriz en la muñeca y no fue capaz.

El muchacho le quitó la cadenilla, la admiró un momento y se la puso al cuello.

– Muchísimas gracias. No lo olvidaré.

– De nada. -Werther hizo un esfuerzo por sonreír.

– Muy bien. Vamos a jugar. Es para aprender sobre los colores, ¿vale?

– Vale.

El joven se volvió hacia uno de los enormes cuadros abstractos de Werther y señaló una zona de un amarillo intenso.

– ¿De qué color es?

– Amarillo.

– ¿Amarillo? ¿Está seguro? -Señaló otra zona y volvió a preguntar-. ¿Y esto?

– Pues… rojo.

El chico entornó los ojos.

– A mí no me joda.

– ¡Pero si es rojo! ¿Es que no lo ves?

– ¡Pues claro que lo veo!

– Vale, vale, seguro que lo ves. -Werther no sabía qué decir, no entendía el juego. ¿Por qué le estaba haciendo aquellas preguntas? El corazón le palpitaba contra la cinta adhesiva-. Oye, ¿tienes algún problema en los ojos?

– ¿Como qué?

– No lo sé. Pero… parece que no ves bien los colores.

El muchacho se acercó con brusquedad y le espetó:

– No-tengo-ningún-problema.

– Vale, vale. De acuerdo.

El joven fue hasta la larga mesa de pintura, en la que había una paleta de cristal con pequeñas manchas de pintura seca y docenas de tubos de óleos alineados junto a botes de pigmento. Inspeccionó los tubos hasta que abrió uno y se lo puso al artista en las narices. La pintura rezumaba por la boca del tubo.

– ¿Es esto? ¿Esto es rojo? -preguntó, señalando con la cabeza.

Werther miró el óleo verde oscuro sin saber qué decir.

– ¿Es rojo?

– Pues… no.

– ¿Me está diciendo que esto no es rojo?

– Eh… mira la etiqueta.

El joven se acercó el tubo a los ojos, pero sin su lupa le resultaba imposible leer claramente lo que ponía: verde esmeralda. Entonces tocó la pintura con la lengua.

– Sabe a rojo -comentó-. Pruébela. -Pegó el tubo a la boca de Werther y el verde salobre le manchó los labios apretados.

– Sí -contestó el artista. Un poco de pintura verde se filtró entre sus labios-. Estaba equivocado.

El joven se dirigió a otro cuadro de Werther y con un rápido gesto, apretando el tubo, trazó un manchurrón de un lado a otro de la tela. Luego se apartó para observar el resultado.

– No coincide -dijo, parpadeando y frunciendo el entrecejo al ver que los tonos eran diferentes-. Puede que tenga razón. -Se volvió hacia Werther-. Pero si me miente esto no va a funcionar. Es contraproducente. Yo pensaba que iba a ser mi… ¿cómo era eso que dijo?

– ¿Tu mentor?

– Eso, mi mentor.

Werther se quedó mirando el grueso gusano de pintura verde que goteaba por la tela estropeando su cuadro.

– ¿Y aquí? ¿Éste qué color es? -El joven señaló una zona de naranja intenso.

Werther inspiró, percibiendo el olor de la pintura que tenía en los labios.

– Es naranja. Una mezcla de… esto… rojo cadmio medio y amarillo limón con un poco de blanco titanio.

El chico miró la zona entornando los ojos. A él le parecía un tono marrón grisáceo medio.