– Enséñeme.
Werther se revolvió contra sus ataduras.
– ¿Cómo voy a poder?
El joven fue de nuevo a la mesa y se puso a recoger tubos de pintura en sus brazos como si fueran niños pequeños.
– Se mueve -dijo Werther.
– ¿El qué?
– La mesa. Se mueve. Tiene ruedas.
– Ah, qué bien -dijo el chalado, empujando la mesa hacia el pintor-. ¿Tiene una lupa?
– Sí, ahí -contestó Werther, señalando con el mentón un escritorio al otro lado del estudio.
– ¿Para que la utiliza? ¿Está usted enfermo?
– Pues… para ver diapositivas de cuadros.
– Ah -replicó el otro, decepcionado. Pasó la lupa sobre los caros tubos de óleos y seleccionó el rojo cadmio medio, el amarillo limón y el blanco titanio. Quitó los tapones y echó en la paleta unos pegotes de pintura que luego mezcló con un pincel sin dejar de parpadear-. ¿Qué tal? -preguntó por fin, mirando lo que a él se le antojaba una mancha marrón grisácea.
Werther se quedó contemplando a aquel chico tan guapo y tan triste. No se podía creer lo que estaba pasando y no comprendía de qué iba todo aquello.
– Esto… necesitas un poco más de amarillo.
El joven parpadeó y miró las manchas de pintura en la paleta.
– Es el de la derecha -explicó Werther casi en un susurro, como si supiera que su ayuda no sería bien recibida.
– ¡Ya lo sé! -Añadió más amarillo a la mezcla, trazó con ella una pincelada sobre la zona que Werther había calificado de naranja y se apartó para observar el resultado. Por lo menos la tonalidad coincidía-. Supongo que ha dicho la verdad.
– ¿Por qué iba a mentir?
– Todo el mundo miente. -Señaló con el pincel otra zona, una ancha banda que corría a todo lo largo del cuadro, de arriba abajo-. ¿Es eso también naranja, maestro, quiero decir, mentor?
– No. Es… rosa.
El joven aplicó una pincelada de pintura naranja encima del rosa. A sus ojos, los dos colores coincidían a la perfección.
– ¿Intenta engañarme?
– No.
– Pero es naranja, ¿no?
– Vale.
– ¿Vale qué?
– Que vale, que tienes razón. Que los dos son naranja, como tú dices.
El joven se volvió.
– Tony, ¿es naranja o rosa? -Luego se volvió de nuevo y rugió-: ¡Es geniaaaaaal! -A continuación añadió con su voz normal-: Tony podría estar mintiendo. A veces miente. -Se giró a la derecha-. ¿Quién miente, Donna? -Y su voz subió una octava-: ¡Los dos mienten! -Se volvió bruscamente hacia Werther-. ¿Cómo puede ser un mentor si me miente?
Werther no supo qué decir. Se humedeció nervioso los labios y percibió el sabor de la pintura mientras el muchacho se acercaba a él apuntándole con el pincel como si fuera una pistola.
– Su… supongo que me he equivocado -balbuceó-. No; te has equivocado tú. Es decir…
– Que yo me he equivocado -repitió el otro, parpadeando-. ¿Que yo me he equivocado? -exclamó más fuerte-. ¿Es que se cree que soy tonto?
– No, no, nada de eso.
– Pues entonces, ¿por qué me iba a equivocar? -Sacó la lengua y lamió la punta del pincel-. Esto sabe a naranja.
– Sí, sí, por supuesto. Es naranja. Tienes razón. -El corazón le martilleaba en el pecho.
El joven se acercó un paso y le plantó el pincel contra los labios.
– Pruébelo.
Werther los apretó con fuerza y masculló:
– Mmm… sí. Naranja.
– ¡Que lo pruebe! -Le apretó las mejillas hasta que los músculos de la mandíbula se aflojaron y el pintor abrió la boca. Entonces le metió el pincel de golpe-. ¿Es que no nota el sabor? ¡Naranja! ¿No? ¡Naranja! -Y sacó el pincel bruscamente.
Werther resolló escupiendo pintura aceitosa.
– Es naranja, ¿no? Ha notado el sabor, ¿no?
– S-sí.
El chico cogió de la mesa un raspador de paletas, en realidad una cuchilla. Se volvió hacia el cuadro más grande y lo cortó de un tajo hacia la derecha, otro hacia la izquierda, hacia arriba y hacia abajo. Una tela que valía una fortuna destruida en unos segundos. El lienzo colgó del bastidor hecho jirones. El muchacho cortó unos trozos de lienzo, los olió y se los llevó a Werther.
– ¿Esto de qué color es?
– Es… es… -El regusto a aceite, resina y pigmento lo estaba mareando.
– Le voy a dar una pista. Es mi color favorito.
– ¿D-de verdad?
– Sí. Así que dígame, ¿qué color es?
– Eh… siena.
– No, no es siena. -El chico se inclinó sobre él-. Es alboroto.
– ¿Alboroto? No sé qué es eso…
– ¿Se hace llamar artista y no conoce el alboroto? -preguntó el muchacho pestañeando con frenesí y con la cara congestionada.
– Explícamelo, por favor. -Werther notó la pintura deslizarse por su garganta, era como ácido y le quemaba.
– Dígamelo usted. Usted es el que lo sabe todo del color.
– No… yo no…
– Pero usted mismo lo dijo.
– No. Nunca.
– Sí.
– ¿Cuándo?
– En la tele, ¿no se acuerda?
– No, yo…
– Sí. Usted lo sabe todo y no quiere enseñarme.
– Te enseñaré, te lo juro. Seré tu mentor, ya te lo he dicho. Desátame y deja que te enseñe de verdad. Podemos ser amigos.
– ¿Amigos? -El joven se quedó inexpresivo-. Donna, Dylan, ¿qué pensáis? -Pareció escuchar con la cabeza ladeada, sin dejar de parpadear-. Sí, estoy de acuerdo.
– ¿Qué?
El muchacho sonrió tristemente y se inclinó hacia las manos atadas de Werther con la cuchilla sobre ellas.
– Creen que está mintiendo.
– ¿Quiénes?
– Mis amigos.
– No te miento.
El joven miró sus telas, apiladas ordenadamente en el suelo con el paisaje callejero encima.
– Ya sé lo que piensa, que el blanco y negro es aburrido, que yo soy aburrido. Donna dice que me está mintiendo para que me sienta mal. Y Donna siempre sabe lo que pasa. -Alzó bruscamente el cuadro en blanco y negro-. Usted dice que aquí no hay colores, pero Donna dice que hay montones de colores, colores preciosos. -Agarró un bote de pigmento de la mesa y se lo vertió a Werther en la cabeza cubriéndole de azul-. Está muy guapo -comentó, echándose a reír-. Todo de color menta mágica. Y ahora…
Se apartó mirando a Werther como si fuera una obra de arte, se vació un tubo de óleo en la mano y le pintarrajeó de rojo brillante toda la cara y el pecho.
– A ver, ¿qué color es éste?
– Es… rojo.
– ¡Mentira!
– No, yo…
– ¿Es que no sabe reconocer el verde? ¿Usted? ¡Usted que duerme, sueña y come en color!
Agarró otro tubo y obligó a Werther a abrir la boca. Entonces le metió el tubo y lo vació por completo. Lo tiró al suelo e hizo lo mismo con otro y con otro y con otro. Un auténtico arco iris manaba de la boca de Werther sobre el mentón, la camisa, el regazo.
Werther se asfixiaba, pero todavía respiraba cuando al chico se le ocurrió una idea: estaba a punto de perder una rara oportunidad, y con un artista auténtico. Soltó a Werther y se puso a rebuscar en su mochila mientras el pintor resollaba y escupía intentando respirar. Al cabo de un momento el joven se acercó a él y de un rápido tajo le abrió el vientre. En ese instante la sala explotó a su alrededor con los más magníficos y exquisitos colores que había visto nunca, colores que ni siquiera había llegado a imaginar (fucsia y salmón). Agarró a puñados las vísceras ensangrentadas que se vertían sobre el regazo de Werther y se precipitó hacia sus enormes telas para correr de una a otra manchando y pintando, aplicándoles las tripas en grandes trazos.
Boyd Werther estuvo agonizando largo rato, sin habla y viendo a aquel desconocido correr entre su cuerpo ensangrentado y los cuadros, hundir las manos en su vientre abierto y utilizar su sangre y sus vísceras para pintar algo que cada vez se parecía más a la ilustración de Soutine, Buey desollado, que yacía en el suelo a sus pies.