Kate se tambaleó y respiró hondo. Se sentía atrapada y escrutaba las sombrías superficies que no ofrecían respuestas ni mucho menos compelo.
¿Era eso lo que buscaba, consuelo? Pero ¿por qué? ¿Qué era exactamente lo que estaba buscando? Respuestas, por supuesto. Por un marido que se había marchado sin despedirse, sin explicaciones.
Miró los turbios granates, los negros manchados.
¿Era Richard culpable de su propia muerte o sólo una víctima? Miró las losas color ébano y se preguntó si su muerte sería siempre tan remota y desconcertante como aquellas pinturas.
«Ay, Richard.» Alzó la vista hacia la claraboya del techo como preguntándole al cielo. A través del entramado metálico, las nubes pasaban como dirigiéndose a cumplir una misión. Luego volvió a las pinturas, impenetrables, celosas de sus secretos. El artista había eliminado los sujetos, lo había eliminado casi todo.
Eran obras de arte muy sofisticadas, telas que funcionaban en ausencia de todo color, objetos de meditación, de reflexión, recipientes en los que caer. Mark Rothko, un artista difícil, dedicado y distante, había preferido no seducir al observador con magníficos colores, sino más bien dejarlo a solas para que se enfrentase a sí mismo ante aquellos monolitos de desesperación.
Las nubes pasaban por la claraboya iluminando y ensombreciendo la sala como si Dios estuviera jugando con un interruptor, pintando opacas superficies negras un instante y luego velos de humo. Kate alzó la vista y en ese momento las nubes se abrieron y el sol la cegó. Pestañeó. Los cuadros parecían cambiar a cada instante: adelante, atrás, negro, blanco, positivo, negativo, mientras otras obras parpadeaban también en su mente, justo lo contrario de los Rothkos (colores chillones, palabras como un mapa bajo ellos).
Cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos la capilla se tornó por un instante toda blanca, como si estuviera ciega.
«Ciego, claro. Está ciego.» Pero ¿era posible que el asesino fuera ciego? En ese caso, ¿cómo podía cometer sus espantosos crímenes y pintar? No, no era eso. Parpadeó de nuevo y se quedó mirando uno de los vacíos negros de Rothko. ¡Claro! ¡Era daltónico! Los colores desentonados, las palabras (rojo, verde, sandía silvestre, alboroto) escritas bajo las zonas coloreadas, como una guía. Cada cuadro era una prueba para él.
Eso era lo que estaban buscando: un pintor que no veía los colores.
El sol se ocultó, los grises volvieron a ser negros, los velos se tornaron criptas, los secretos volvieron al vacío.
Es daltónico, pensó Kate mirando uno de los vacíos cuadros negros de Rothko, y en ese momento su móvil rompió el silencio de la capilla. Afortunadamente estaba ella sola.
Qué curioso, pensó al ver el número en la pantalla, que Brown la llamara justo cuando ella misma iba a hacerlo.
– Ahora no puedo hablar -susurró-. Estoy en una capilla, en Houston.
– ¿Texas?
– Eso parece.
– ¿Por qué? Bueno, da igual. ¿Cuándo vuelves?
– Hoy mismo. ¿Por qué? -Te necesito en comisaría. -Pensaba que estaba fuera.
– Lo estás. Bueno, lo estabas. -Brown respiró hondo-. Pero hay novedades.
28
El funeral de Boyd Werther repercutió en todo el mundillo del arte. Artistas, tratantes, conservadores y coleccionistas acudieron masivamente, todos ataviados con carísima ropa negra, y se pronunciaron discursos interminables y alabanzas a un hombre al que la mayoría envidiaba su fama y su fortuna. Kate no oyó gran cosa de lo que se dijo, angustiada por la idea de que tal vez había sido ella la que llevó al asesino hasta Werther.
No podía dejar de pensar en la reunión de emergencia a la que había asistido justo antes del funeral, ni se quitaba de la cabeza las fotografías de la escena del crimen, en el estudio de Boyd Werther. Pero lo que más la atormentaba no eran las espantosas fotografías de Werther, sino las de los cuadros del asesino, dispuestos ordenadamente en una pared como si hubiera montado él solo una exposición. Pero ¿para quién? ¿Para Werther o para la policía? No tenía ni idea.
Y menos después del nuevo hallazgo: su. propio nombre en los bordes garabateados de los cuadros del psicópata. Aquello fue un auténtico golpe. ¿Qué relación podía existir entre el asesino y ella? Kate sólo sabía que la prensa había exagerado mucho su participación en el caso. Freeman pensaba que el asesino podía haberla visto en televisión, lo cual era en efecto una posibilidad. Al fin y al cabo, el programa grabado con Werther se había emitido hacía unos días. La idea de que aquel monstruo pudiera estar viéndola desde su cubil y escribiendo su nombre una y otra vez le ponía los pelos de punta.
Blair Sumner le dio un codazo cuando otro artista subió al podio para seguir entonando alabanzas a Werther.
– ¿De verdad era tan santo? -susurró Blair.
Ella tardó un momento en contestar.
– No, pero… -Volvió a visualizarlas fotografías de Werther abierto en canal, cubierto de sangre y pintura-. Era muy respetado -concluyó suavemente.
– Muy diplomática.
Según Freeman, el ritual del asesino estaba cambiando. Algo debió de provocar su ataque contra Werther y luego contra su ayudante; además, no se había molestado en limpiar el lugar, había dejado saliva en los pinceles con la que podría realizarse un análisis de ADN. Claro que la policía todavía no tenía nada con qué compararlo. Pero ¿por qué había sido tan descuidado? ¿Acaso quería que lo atrapasen?
Grange estaba en Washington, reclutando a más agentes, mientras que Tapell organizaba los efectivos locales. Ahora prácticamente toda la policía de Nueva York participaría en la búsqueda.
Kate alzó la vista hacia el podio. Una joven hacía esfuerzos por dominar sus lágrimas.
– He sido ayudante de Boyd durante los dos últimos años -comenzó.
«La otra ayudante -pensó Kate-, la afortunada.»
– Boyd Werther me enseñó mucho. Me enseñó que hay que obsesionarse con la propia obra, que hay que centrarse y fijarse en todos los detalles…
Obsesionarse. Centrarse. Esas palabras le evocaron otra vez la reciente reunión de emergencia.
– No creo que estuviera obsesionado con Werther -había comentado Freeman.
– ¿Entonces con quién? -preguntó Perlmutter.
Freeman miró a Kate.
– Lo siento, pero tu nombre está en los cuadros, y el asesino escogió a un artista que tú conocías. No hace falta gran cosa para que esos tipos se obsesionen. A veces se obsesionan con alguien sólo porque se lo han cruzado por la calle. Otras veces se trata de alguien conocido, como Jodie Foster, por ejemplo. Y no olvides que tú eres una pequeña celebridad.
Kate se estremeció y Blair le acarició el brazo.
– ¿Estás bien, cariño?
– Sí -mintió ella, visualizando las fotos de los cuadros destrozados de Werther, los nombres de los colores que el psicópata había escrito en ellos, algunos acertados, muchos equivocados.
Identificación. De eso se trataba. Kate estaba segura y había informado a la brigada. El asesino era daltónico. Estaban buscando a una persona ciega al color. Kate casi podía imaginar el juego de psicópata: interrogaría a Werther sobre los colores, discutiría sus respuestas y por fin lo asesinaría en un arrebato de rabia.
La ayudante de Werther se echó a llorar y se tapó la boca. Kate recordó otro elemento nuevo en las pinturas del asesino: toscos y diminutos dibujos a lápiz de caras con la boca tapada con cinta adhesiva. Freeman había sugerido que podían ser autorretratos.