¿Sería mudo además de daltónico?
– ¿Kate? -Blair le estaba dando palmaditas en el hombro-. Kate.
– ¿Qué?
– Se ha terminado, cariño.
– Ah. -Kate no había visto ni oído a ningún otro orador después de la ayudante, ni siquiera recordaba que la chica hubiera bajado del podio.
– Me tienes preocupada -dijo Blair, cogiéndola del brazo-. ¿Nos vamos?
– Me gustaría quedarme un momento. Por respeto a Boyd.
Habían servido un poco de vino y queso, como si fuera la inauguración de alguna galería, pero a Kate no le apetecía. Al cabo de un rato se arrepintió de no haberse marchado con Blair. Estaba deseando irse, pero Vincent Petrycoff, el galerista de Boyd Werther, se acercó a ella.
– Tú no accederías a vender uno de los dos Werther grandes que tienes en East Hampton, ¿verdad?
La mala impresión que le causó el comentario asomó a su rostro.
– Perdona, no quería parecer grosero -añadió Petrycoff-. Te lo pregunto porque, como ya sabes, el maníaco que mató al pobre Boyd destrozó toda su obra nueva y… en fin, que ahora no es que queden muchas cosas nuevas de él…
– No tengo ninguna intención de vender esos cuadros -replicó Kate con sequedad.
Ramona Gross, directora de arte contemporáneo en una de las casas de subastas más famosas de Nueva York, se acercó a ellos.
– Qué horror -exclamó con un gesto melodramático y cerrando unos párpados cargados de maquillaje-. Pero ¿cómo se le ocurrió destrozar los cuadros? ¿A quién podían ofender?
– A mí -dijo con desdén un artista conceptual de veintitantos años que últimamente estaba llamando la atención por los espectáculos que ofrecía desnudo en el agua-. ¿Cuadros de colorines? Venga ya. Si la pintura está muerta…
– También está muerta Esther Williams -replicó Petrycoff.
«Se acabó.» Kate no se molestó en despedirse. Salió apresuradamente deseando llegar a su siguiente cita. Las fotos de la escena del crimen seguían frescas en su mente, sobre todo la forma en que el asesino había destrozado tanto la obra como al autor y aun así había tenido tiempo de colocar sus propios cuadros como en una exposición.
¡Claro! Eso era. Eso era lo que quería. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? El asesino quería tener su propia exposición. Kate se preguntó si no sería posible organizarle una. ¿Estaría de acuerdo la brigada?
Una vez en el taxi consultó el reloj. No quería llegar tarde. Si estaba en lo cierto y el asesino era daltónico, quería saberlo todo sobre el tema.
El profesor Abraham Brillstein era un hombre bajo y encorvado, de nariz larga y puntiaguda y pelo ralo y canoso peinado hacia atrás. Unas gafas de culo de vaso aumentaban sus ojos de color castaño rojizo al tamaño de pelotas de ping-pong. Había sido jefe de neurología en Mount Sinai, además de tener su propia y lucrativa consulta, pero Brillstein lo había dejado todo para dedicarse a la investigación después de un viaje a Guam, donde había acudido con un equipo de neurólogos para estudiar una enfermedad parecida al Parkinson llamada lytico-bodig. Esto a su vez le había llevado de peregrinaje a un remoto grupo de islas del Pacífico entre cuya población se daba una alta proporción de ceguera a los colores. Allí descubrió la obsesión de su vida.
El despacho de Brillstein era gris, sin ventanas, la celda perfecta para alguien que estudiaba la ausencia de color.
El profesor alzó un vaso medio lleno de zumo de naranja.
– Imagínese que esto le parece barro gris. Probablemente no tendría muchas ganas de bebérselo.
– No -contestó Kate.
– Piénselo: filetes grises, zumo de tomate negro, plátanos marrones. El cerebro puede incluso traducir los tonos musicales de manera que la música se convierta en una experiencia deprimente, sin color -concluyó, antes de terminarse el zumo de un trago. La nuez le brincó en el cuello delgado y fibroso.
– ¿Y todo eso es posible? -preguntó Kate.
– En casos de total acromatopsia cerebral, sí -respondió mirándola fijamente con sus ojos aumentados.
– ¿Me lo traduce, por favor?
– Perdone. -Tamborileó con un lápiz contra el borde de una mesa atestada de papeles, carpetas y montoncitos de clips enmarañados-. Me refiero a una forma extrema de daltonismo que ocurre por una causa concreta, ya sea una enfermedad o un accidente. Verá, casi todos los casos de daltonismo son congénitos, se nace así. No es tan raro, sobre todo en los hombres. Claro, esa condición tiene varios grados. En primer lugar está la tricomatía anómala, la forma más común de daltonismo, en el que el sujeto tiene problemas para distinguir entre los colores, pero los ve. Luego tenemos el daltonismo dicromático, en el que se confunden los colores rojo y verde. Aquí se incluyen los daltónicos deuteranopes, aproximadamente un cinco por ciento de los hombres, y los protanopes, un uno por ciento más o menos, que son individuos insensibles al rojo. Un protanope percibe menos cualquier tonalidad roja. Un semáforo en rojo, por ejemplo, podría confundirse con amarillo o ámbar.
– Pues sería muy peligroso -comentó Kate.
– Desde luego. -Brillstein se subió las gafas sobre el puente de la nariz y sus ojos aumentaron de tamaño-. Pero la acromatopsia total es muy rara y muy severa. Afecta a… no sé, digamos una persona de cada treinta o cuarenta mil. Se trata de un problema de conos.
– Los conos son los encargados de descodificar el color, ¿no es así? Al contrario de los bastones -aventuró Kate, intentando recordar sus clases de biología.
– Sí. -Brillstein sonrió-. Los bastones, que no proporcionan la visión de los colores, están localizados en la periferia de la retina. Los conos, los receptores del color, están en el centro de la retina. Existen tres clases de conos, rojos, azules y verdes, aunque estoy simplificando mucho.
– Ya lo supongo. -Kate intentaba asimilarlo todo mientras el profesor cambiaba el lápiz por un clip que comenzó a doblar-. El caso, doctor Brillstein, es que tenemos a un asesino que pinta, pero sus colores están desentonados, los etiqueta de manera equivocada y…
– Ah, ¿así que no conoce al sujeto? -Brillstein clavó en Kate sus ojos enormes y distorsionados.
– Por desgracia, no.
– ¿Y cómo sabe que es ciego al color?
– Pues no lo sé con seguridad. -Kate cogió también un clip y se unió el profesor en su juego de inquietos manoseos-. Pero es un presentimiento. Ya sé que esto le parecerá absurdo a un doctor, un científico, pero…
– En absoluto. -Brillstein sonrió con afecto-. El hecho es que la mitad de lo que hace un investigador es por instinto. Al final uno espera que el instinto dé frutos, pero sin intuiciones y sin hipótesis, sin presentimientos, como dice usted, no llegaríamos a ninguna parte -aseguró, sonriendo de nuevo-. Así que, por favor, cuénteme todo lo que sepa, por qué tiene usted este presentimiento, cualquier cosa que pueda ayudarme a comprender qué la ha llevado a esa conclusión.
Kate se pasó veinte minutos explicando los cuadros de extraños colores, las palabras escritas en las telas, el asesinato de Boyd Werther, su experiencia en la capilla Rothko, todo lo que pudo recordar, además de enseñarle las fotografías de los cuadros del psicópata encontrados junto a sus víctimas y las del estudio de Werther.
– Le repito que estoy dando palos de ciego, y nunca mejor dicho -concluyó-, pero de pronto me di cuenta de que nuestro hombre está intentando aprender los colores y eso me llevó a la idea de que es daltónico.
Brillstein se quitó las gafas y se frotó los ojos, sorprendentemente pequeños.
– No es una hipótesis descabellada, ni mucho menos.
– Muy bien. Supongamos entonces que estoy en lo cierto, que el asesino es completamente ciego a los colores. ¿Qué puede usted decirme?