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Se mira las manos y advierte un ligero tinte. Sabe por qué: la sangre del pintor, escarlata, frambuesa, magenta, morada, cereza, alboroto, corre por sus venas.

Pone la televisión y va cambiando de canal hasta que encuentra algo reconfortante y familiar, Los Picapiedra, y ve a Pedro y Vilma contra un paisaje prehistórico multicolor. Y queriendo creer con todas sus fuerzas prueba con otra cadena y, sí, el pelo de Zena es de un lustroso negro azulado. Pero al cabo de un momento se desvanece y él recuerda aquellos primeros días después del accidente, cuando quería morirse.

Pero ahora no.

Al matar al pintor se sintió vivo y cerca de ella, de Kate, de su historia-dura. Y ahora quiere sentirse todavía más cerca.

En cuanto Kate vio a Willie se echó a llorar, sintiendo una mezcla de felicidad y de toda la pena que había intentado ahogar durante las dos semanas transcurridas desde la muerte de Richard. Willie, a quien conocía desde que Richard y ella lo habían adoptado en Un Futuro Mejor; Willie, el chico listo y capaz que se había convertido en un artista de éxito; Willie, que era casi como su hijo.

– ¡Vaya por Dios! Lo siento, de verdad. Es que me alegro muchísimo de verte. -Kate le abrazó y él también se echó a llorar. Mantuvieron el abrazo hasta que Kate se apartó-. Estás estupendo -comentó entre hipidos-. Más maduro, creo.

– Pero no más alto -bromeó Willie mientras ella le pasaba el brazo por los hombros y se lo llevaba a la cocina.

– Oye, chaval, no te creas que la vida aquí arriba, a metro ochenta de altitud, es un camino de rosas. Estoy segura de que ya he relatado con todo detalle los horrores de ser una niña de un metro ochenta en noveno curso. No es muy agradable. -Se enjugó las lágrimas de las mejillas y puso un filtro en la cafetera-. Hazme caso, tú estás perfecto como estás.

Willie esbozó una de sus sonrisas radiantes y Kate notó que se le ensanchaba el corazón.

– Me alegro de haber vuelto. Allí en Alemania hay demasiados tipos arios y altos. Claro que conmigo han sido de lo más agradable. Pero ya me estaban poniendo nervioso.

– Con una semana en Nueva York te recuperarás. Ojalá te quedaras más tiempo.

– Ya me gustaría, pero tengo que dar varias charlas en Berlín y Frankfurt. La verdad es que te hacen trabajar un montón con las becas estas. Un rollo.

Kate se quedó mirándolo. Willie era todo un hombre, un artista de éxito, y se acordó del niño que ella conoció y no pudo evitar que se le nublara de nuevo la vista.

– ¿Estás bien? -preguntó él tocándole el brazo.

– Me pondré bien. -Kate se apresuró a cambiar de tema. Bueno, cuéntame lo de la exposición. Estoy deseando ver tus nuevos cuadros.

– Estoy aterrado. Oye, ese Petrycoff es una pasada.

– Tiene la mejor galería de Nueva York.

– No sé si daré la talla.

– Yo lo tengo muy claro -aseguró Kate.

– Pues yo no. -Sonrió y luego frunció el entrecejo-. No me quito de la cabeza lo que le ocurrió a Boyd Werther.

Las fotos del crimen pasaron por la mente de Kate como una baraja de cartas.

– Sí, es horrible -contestó-. Yo todavía no me lo creo. -Últimamente pasaban muchas cosas muy difíciles de creer.

– ¿Qué tal lo lleva Petrycoff?

– Está demasiado ocupado intentando doblar el precio de los cuadros de Werther para pensar en ello. -Arrugó la frente-. Pero no debería decir eso. Todo el mundo supera la pena como puede. -Superar la pena. Algo que ella misma tendría que considerar.

– Sólo si eres un ser humano. Y Petrycoff, en fin…

Kate se echó a reír.

– ¿Cuándo puedo ver tus cuadros?

– Vamos a instalarlos mañana. Pásate por la galería.

– Cuenta con ello.

– ¿Dónde está Nola? Me mandó un e-mail contándome que está hecha una ballena.

– Ha ido al médico. Ya volverá. Se moría de ganas de verte.

– Y yo también. No me puedo creer que vaya a tener un hijo.

– Yo ya me he acostumbrado a la idea -aseguró Kate.

Después de tomar un café Willie tuvo que marcharse a una entrevista con un redactor de Art in America que estaba escribiendo un artículo sobre su nueva obra. Kate no volvió a llorar hasta que cerró la puerta.

Cuando sonó el teléfono dejó que saltara el contestador, hasta que oyó que era el doctor Brillstein.

– Me ha venido de pronto a la cabeza lo que quería recordar -comentó-. Era el caso de un chico acromatópsico, un adolescente que estuvo internado un tiempo a mediados de los años noventa. Una de las terapeutas que trabajó con él describió su experiencia en una revista de psiquiatría. Era la doctora Margo Schiller. Si quiere se lo paso por fax. Creo que lo encontrará de lo más fascinante.

Poco después Kate recibía los papeles en su aparato de fax. Se sentó en el sillón, absorta desde la primera línea: «Tony T, paciente del Instituto Psiquiátrico Pilgrim es totalmente ciego al color.» Pasó por encima la jerga científica más técnica y se centró en las notas que la psiquiatra había tomado durante la terapia, que se encontraban esparcidas por el texto.

«El sujeto sufre de extrema paranoia delirante, posiblemente dos o más personalidades. Habla y recibe consejos de amigos imaginarios…» «El paciente ha pasado de matar insectos a matar roedores. Cree que el acto de matar le devuelve la visión normal.» Kate tuvo un escalofrío. ¿Podría ser su hombre? No se mencionaba si se había curado, ni siquiera si seguía vivo.

La doctora Margo Schiller no era en absoluto lo que Kate imaginaba. Era una mujer guapa alrededor de los cincuenta años, de ojos chispeantes pintados con lápiz negro, pelo oscuro y una voz aguda y dulce casi de niña. Llevó a Kate a una habitación con un enorme ventanal que ofrecía una vista despejada desde la Quinta Avenida hasta el Empire State Building.

– Tony T -comenzó Kate, después de los preliminares-. Ya sé que se trata de información confidencial, pero me gustaría que me dijera qué significa la T.

– Cuando el chico desapareció la policía intentó también averiguar su nombre. Pero el único que él nos dio fue el de Tony el Tigre, que evidentemente no era auténtico.

Tony el Tigre. Tony. Uno de los nombres en los bordes garabateados de los cuadros del psicópata.

– El chico decía que lo había tomado prestado -prosiguió la doctora Schiller-. Una vez me confió que no recordaba su nombre auténtico, pero era muy difícil saber cuándo mentía y cuándo decía la verdad. Yo no estoy segura siquiera de que él mismo lo supiera. Muchas veces se interrumpía a media frase. Estoy convencida de que oía voces y tenía alucinaciones auditivas. Naturalmente, cualquier terapeuta intenta siempre extraer la verdad a los pacientes, pero con él era casi imposible.

– ¿Qué se sabe de su infancia?

La doctora esbozó una sonrisa.

– Él decía que era huérfano, que le abandonaron de pequeño y se crió en la calle. Pero una vez se desmoronó y contó una infancia espantosa, de increíbles malos tratos, algo escalofriante. Al día siguiente confesó que se lo había inventado todo, que uno de sus «amigos» se lo había pedido. -Al decir «amigos» marcó unas comillas con los dedos-. La verdad es que yo no sabía cuándo me estaba tomando el pelo, pero en aquel entonces pensé que la historia de los malos tratos era cierta y que cuando él mismo la recordó tuvo que negarla de inmediato porque los recuerdos eran demasiado dolorosos.

Kate asintió. Había conocido muchos casos de niños maltratados, tanto en la policía como en la fundación Un Futuro Mejor.