– ¿Qué edad tenía cuando lo trató?
– No lo sé muy bien. No teníamos ningún dato de su familia. Yo diría que unos doce o trece años, tal vez un poco más. Es difícil concretar. Se cambiaba la edad y la fecha de cumpleaños cada poco tiempo. En algunos aspectos era como un niño pequeño, pero en otros parecía muy maduro. -La doctora miró por la ventana como si estuviera viendo el pasado-. Tenía unos ojos azules increíbles, pero estaban… muertos. -Entonces se volvió de nuevo hacia Kate-. Lo traté dos veces a la semana durante casi un año, pero ya le digo que era muy difícil llegar a conocerle. Era muy listo, eso sí, aunque no tenía ninguna educación. Tan pronto se mostraba encantador como se volvía introspectivo y malhumorado. Y era muy guapo, algo de lo que él mismo era muy consciente -añadió, alzando una ceja perfilada con lápiz-. Muchas veces coqueteaba conmigo de manera totalmente inadecuada. Muchos niños maltratados llegan a tener una sexualidad excesiva, es decir, aprenden a utilizar su atractivo, o más concretamente el sexo, para conseguir lo que quieren. -Suspiró-. Yo creo que en el fondo sólo buscaba aprobación, algún gesto de bondad, algo de cariño, aunque dudo que fuera capaz de aceptar el amor auténtico. Tenía un ego muy dañado, pero a la vez muy necesitado. En aquella época pensé que era un verdadero psicópata -concluyó con un suspiro-. Había en él algo trágico y a la vez aterrador. Era un auténtico solitario, jamás se relacionaba con nadie y, cuando pensaba que no le observaban, movía los labios y a veces hablaba con voces distintas.
– Sus amigos imaginarios.
– Eso creo, aunque si le preguntábamos no hablaba de ellos.
Kate iba tomando notas.
– Y era ciego a los colores.
– Por completo. Nos lo enviaron los médicos que le trataron después de que sufriera un accidente, una lesión cerebral.
– ¿No recordará usted el nombre de alguno de aquellos médicos?
– Bueno, me acuerdo de uno, el doctor Warren Weinberg. Es amigo mío y por eso me enviaron al chico. Warren le trató en el hospital Roosevelt.
– ¿Y por qué pensó que Tony T debía ingresar en un hospital psiquiátrico? -La expresión «hospital psiquiátrico» le trajo recuerdos en los que no quería pensar.
– Warren, el doctor Weinberg, descubrió que tenía unas oscilaciones tremendas, que pasaba de pronto de la depresión a una hostilidad extrema. Y además, no quería contar lo que le había pasado. A mí tampoco me lo dijo, ni a ningún otro terapeuta del centro. El accidente que le provocó la acromatopsia sigue siendo un misterio. -La doctora meneó la cabeza-. Warren pensó que tal vez aquí le ayudáramos a enfrentarse al hecho de su ceguera, que él negaba categóricamente, aunque era evidente que sufría los mismos síntomas de cualquier acromatópsico cerebraclass="underline" visión limitada, extrema sensibilidad a la luz. Llevaba gafas todo el tiempo, aunque fingía que sólo eran parte de su atuendo, sólo para presumir. Siempre estaba intentando demostrar que no era ciego a los colores, y decía cosas como «qué blusa rosa más bonita», pero solía equivocarse de color, claro. Y si le corregíamos, se ponía furioso. Una vez se puso tan violento que hubo que reducirle, y todo porque un auxiliar se había burlado de su condición.
– ¿Le trató usted todo el tiempo que permaneció en Pilgrim?
– En el Pilgrim Instituto Psiquiátrico. Sí, ya le digo, durante casi un año.
– Se trata del mismo centro, ¿no?
– Ya veo que conoce un poco la historia de la institución, señora McKinnon. Admito que ha habido mucha controversia sobre el Pilgrim, pero ya no es lo que era hace treinta o cuarenta años.
– Me alegro de oírlo. Doctora, en su artículo no quedaba claro si Tony T había respondido al tratamiento.
– Me gustaría decirle que sí. -Meneó la cabeza-. Pero por desgracia era bastante resistente a la mayoría de las medicaciones psicotrópicas. -La doctora pasó las manos por los reposabrazos de su silla-. Yo no defiendo necesariamente la TEC, pero no dependía del todo de mí. Los otros médicos que le trataban pensaron que sería beneficiosa.
– ¿TEC?
– Terapia electroconvulsiva. Electroshock.
Por supuesto. ¿Cómo se le había olvidado?
– No sabía que todavía se utilizara.
– Sí, sí. La terapia electroconvulsiva es muy respetable hoy en día. En este momento hay más de cien mil pacientes que la reciben. Ya sé que la gente se ha formado una opinión negativa con películas cuino Alguien voló sobre el nido del cuco, pero ya no es el método brutal que se empleaba en los viejos tiempos.
La opinión de Kate al respecto no se basaba en las películas, pero no quería discutirlo con la doctora Schiller, a pesar de que era una mujer inteligente y compasiva.
– Le aseguro que la terapia electroconvulsiva ha avanzado mucho desde los tiempos de la enfermera Ratchett -prosiguió Schiller-. A los pacientes ya no se les ata a la camilla, reciben anestesia y relajantes musculares, y el ritmo cardiaco está controlado en cada momento. Es algo muy civilizado.
– ¿Civilizado? ¿Una descarga eléctrica en el cerebro? -Kate suspiró, dejando ir también sus malos recuerdos-. Lo siento, pero a mí sigue pareciéndome brutal.
– Bueno, no es usted la única -comentó la doctora-. Ya le digo que yo tampoco soy precisamente una entusiasta de la terapia, aunque muchos consideran que es una forma limpia y eficiente de tratar la depresión grave o a un paciente suicida, cuando falla la medicación.
– ¿Y Tony T? ¿Respondió a la terapia?
– Bueno, en principio pareció que las voces se aquietaban y su rabia disminuía, por lo menos provisionalmente. Pero no duró mucho. No, no puedo decir que la terapia funcionara.
– Me decía usted que el chico desapareció.
– Sí.
– ¿Cómo? ¿Se marchó sin más?
– No estaba encerrado en el Pilgrim como si fuera un criminal, señora McKinnon. Tony T no había cometido ningún delito. Todavía. -Inspiró deprisa-. Estaba previsto trasladarle a otro centro más seguro, pero el chico desapareció. Créame, no podíamos haberle dado el alta. En primer lugar, porque era menor de edad. -Se movió en la silla y se tapó las rodillas con la falda-. Cuando se marchó no hubo manera de encontrarlo. No teníamos datos de él, ni un certificado de nacimiento, ni parientes conocidos, ni gente de la que nos hubiera hablado.
– Ha dicho que la policía le buscaba.
– No dieron con él. Lo único que teníamos era su ficha dental, pero no encontraron a nadie que coincidiera.
– ¿Y por qué intervino la policía?
– En principio tenía que haber intervenido sencillamente porque el muchacho había desaparecido, pero el asunto resultó más complicado. -Se pasó la mano por el pelo azabache y Kate advirtió que estaba temblando-. Encontraron a una enfermera asesinada el mismo día que Tony desapareció. Horriblemente mutilada. No había ninguna prueba de que hubiera sido el chico, pero era el único paciente desaparecido, y de hecho nunca encontraron al asesino.
– No recordará por casualidad el nombre de la enfermera…
Schiller se dio unos golpecitos con las uñas en la barbilla.
– Linda, creo, o no, Belinda… Seguro que tendrán su nombre en los archivos del centro. Siento no ser más precisa, pero es que han pasado diez años.
– De hecho parece que se acuerda usted de muchas cosas.
La doctora la miró a los ojos.
– Algunos pacientes no se olvidan nunca.
– Doctora Schiller, le comenté por teléfono que la policía estaba muy desorientada con este caso. También le dije por qué me interesaba su artículo.
– Sí.
– Espero contar con su discreción.
– Es la base de mi profesión, señora McKinnon, y yo la respeto.
– Se me ha ocurrido una idea, una manera de hacer salir a nuestro sospechoso, y me gustaría conocer su opinión profesional.