– Por supuesto, si puedo ayudar en lo que sea…
– Pensaba que podríamos organizar una exposición de sus cuadros. Tenemos varios, que dejó junto a sus víctimas.
La doctora se pasó la lengua por los labios maquillados de carmín coral, el mismo tono que sus uñas.
– Si lo que me está preguntando es si el paciente que yo conocía, bueno… la verdad es que no puedo decir que le conociera, pero en fin… si quiere saber si su idea funcionaría con él, yo diría que sí. Es una tentación a la que pocos podrían resistirse, ya estén locos o cuerdos -aseguró mirándola a los ojos-. Pero por otro lado, los más susceptibles de caer en la trampa, como Tony T, tienen el ego tan brutalmente dañado que suelen ser muy paranoicos. Yo creo que sospechará, y no tengo que decirle que será muy peligroso.
– Sí. -Kate anotó algo en su libreta-. Claro que no hay forma de saber si el sospechoso que buscamos es el mismo adolescente al que usted trató, pero ¿piensa que podría estar vivo? -Kate hizo los cálculos: si tenía doce o trece años cuando entró en Pilgrim, debía de tener trece o catorce cuando escapó, o sea que ahora andaría por los veintitrés o veinticuatro.
– No tengo ni idea, pero… -la doctora miró por la ventana y suspiró-. Tenía una capacidad de supervivencia extrema. No podía ser de otra manera, teniendo en cuenta los malos tratos que había sufrido. -Se frotó los brazos como si tuviera frío.
Kate reflexionó un momento.
– Ha dicho usted que siempre estaba intentando averiguar de qué color eran las cosas.
– Sí, aunque ya le digo que solía equivocarse. Y utilizaba nombres como… -Miró el techo y cerró los ojos-. Esto… menta mágica o…
– ¿Alboroto?
– Sí, exacto.
El doctor Warren Weinberg se quitó una brizna de atún de la bata blanca.
– Es lo que pasa por comer y hablar al mismo tiempo -se disculpó con una sonrisa.
– Le aseguro que no tengo ni una blusa sin manchas de comida -replicó Kate-. Siento robarle su tiempo, doctor.
– No, si yo no tengo tiempo ninguno, de manera que no me lo puede estar robando. -Dejó el bocadillo en su mesa y suspiró-. Atiendo a veinte pacientes al día para ganar lo suficiente para que la maldita compañía de seguros no me cierre la consulta, y eso sin contar las noches que me paso en el Roosevelt…
– Allí fue donde le trató, ¿no es así? En el hospital Roosevelt.
– Sí. No tengo las fichas porque después de un año se pasa todo a microfilmes, pero me acuerdo de él. Un caso muy poco habitual. Nunca me había encontrado con un caso de acromatopsia cerebral ni lo he vuelto a encontrar. Algo increíble, se lo aseguro. Una pérdida total de la percepción del color. -Cerró los ojos un momento-. La noche que ingresó estaba yo a cargo de Urgencias. Entró hecho un auténtico desastre, parecía que le hubieran dado una buena paliza. -Se frotó la mancha de atún-. Hicimos lo habitual, limpiarlo, ponerle unos puntos de sutura. De todo eso no me acuerdo demasiado.
– ¿Qué es lo que recuerda entonces?
– Pues que le íbamos a dar el alta, pero atacó a una auxiliar, una chica encantadora que venía como voluntaria. La pobre sólo quería ser amable con él, distraerle mientras yo terminaba de coserle. El caso es que hizo un comentario sobre mi camisa azul, dijo que no era normal que un médico llevara una camisa azul o algo así, y el muchacho se volvió loco. Se puso a gritar que era gris y cuando la auxiliar contestó que no, que era azul, se lanzó contra ella hecho una furia. Hasta aquel momento no nos habíamos dado cuenta de que las lesiones le habían provocado daños cerebrales.
– ¿Y su camisa era azul?
– Azul oscuro -contestó Weinberg-. Decidimos tenerlo en observación unos días, hacerle varias pruebas. Entonces supimos lo que había pasado. Algo había interrumpido la conexión entre el ojo y el centro de visión del cerebro, dejándole totalmente ciego a los colores. Pero él lo negaba. Tenía una depresión muy grave, incluso intentó suicidarse abriéndose una muñeca. -El médico apretó los labios.
– ¿Le quedaría cicatriz?
– Desde luego, y bien ancha. Utilizó unas tijeras y no fue una herida muy limpia precisamente. -Fue a coger el bocadillo de atún, pero se detuvo-. También tenía otras cicatrices, y ésas no se las había provocado él. Le hicimos una exploración completa y le aseguro que a ese chico le habían pegado y violado muchas veces, probablemente desde que era muy pequeño.
Kate se estremeció.
– ¿Tenía antecedentes familiares? ¿Había informes de los malos tratos?
– Nada. Él decía que no tenía familia y que no se acordaba de nada, ni del accidente ni de su nombre, nada. Amnesia total. Se la pudo producir el golpe que sufrió en la cabeza, pero no llegamos a saberlo a ciencia cierta. Al final lo enviamos a Pilgrim. ¿Qué podíamos hacer? Nadie vino a reclamarlo ni tenía adonde ir. Ignoraba su edad, pero le estimamos unos trece años. -Weinberg se arrellanó en la silla con la mirada perdida unos instantes-. Parecía muy inmaduro para su edad y al mismo tiempo… muy anciano, no sé si me entiende. Era infantil pero astuto, a veces parecía saber demasiado -concluyó, meneando la cabeza.
Justo lo que la doctora Schiller había dicho.
– El chaval tenía algún problema, y era evidente que no se debía sólo al golpe de la cabeza.
– ¿Podría describirle?
– Fue hace mucho tiempo, pero… -Weinberg cerró de nuevo los ojos-. Era alto para su edad, y delgado. Pelo rubio y ojos grandes, azules. Parecía uno de esos ídolos de las adolescentes, ¿sabe usted?, casi demasiado guapo, femenino incluso. -Se incorporó en la silla y miró a Kate-. La verdad es que me he acordado de él alguna que otra vez, preguntándome si seguiría vivo.
Kate distribuyó copias del artículo de la revista de psiquiatría e informó a la brigada de sus entrevistas con los doctores Schiller, Weinberg y Brillstein. Terminó con el asesinato de la enfermera el día que Tony T desapareció del centro psiquiátrico y luego fue pasando otros documentos.
– Son los informes del Centro Nacional de Información Delictiva sobre la enfermera Belinda MacConnell -comentó-. Fue asesinada y eviscerada de manera muy similar al ritual de nuestro sospechoso.
– ¿Y cómo vamos a encontrar a un hombre de cuya existencia no consta ni un solo dato? -preguntó Tapell.
– El FBI puede organizar una búsqueda -sugirió Grange.
– Dudo que encuentren algo -replicó Kate-. Y menos si se trata del mismo hombre. En Pilgrim no llegaron a tener nunca un historial, y la policía tampoco.
– ¿Entonces cómo? -insistió Tapell.
– Lo he estado pensando. -Kate miró a la jefa de policía y luego a los demás-. Supongamos que logramos que acuda él a nosotros.
– ¿Cómo? -quiso saber Grange.
Kate mostró una foto del asesinato de Boyd Werther, la de los cuadros del psicópata ordenados en fila.
– Creo que nos está diciendo lo que quiere: una exposición de su obra. Y nosotros se la podemos organizar. Tenemos sus telas.
– Joder -exclamó Tapell. Estaba pensando en el alcalde, que no dejaba de preguntarle cuándo atraparían a aquel loco, como si ella pudiera decir: «Muy bien, ahí está el asesino, en la esquina de Lexington y la Treinta y uno, a por él, chicos», como si ella fuera Wyatt Earp. Suspiró. Más le valía convertirse en Wyatt Earp o algún otro sheriff legendario si no quería quedarse sin trabajo o, lo que era peor, terminar de nuevo en Astoria-. No sé.
– ¿Se os ocurre alguna otra cosa? -replicó Kate-. ¿Nos quedamos esperando a que aparezca el próximo cadáver?
– Es un riesgo -apuntó Brown.
– Todo es arriesgado.
– ¿Y si no cae en la trampa? -terció Grange.
– Pues no habremos perdido nada, ¿no?
– Excepto un tiempo precioso de la policía -dijo Tapell-, y el dinero de los contribuyentes. -«Del cual tengo que responder», pensó.