– Mira, Clare, aquí no hay nada garantizado, eso lo sabes. -Kate se remetió el pelo detrás de las orejas y advirtió que Grange la miraba, aunque de inmediato desvió la vista hacia un punto junto a ella.
Freeman, que hasta entonces había guardado silencio, intervino por fin:
– Eso podría sacarle de su escondrijo. Una exposición de su obra…
– Eso piensa también la doctora Schiller -confirmó Kate-. Voy a poneros el anuncio que he grabado para la televisión. Dura dos minutos. -Apagó las luces y todos vieron su rostro en la pantalla, que señalaba la hora, el lugar y las fechas, acompañado de una imagen de las obras del asesino.
– ¿Ha hecho usted esto sin autorización? -preguntó Grange.
– Lo único que he hecho, agente Grange, es grabar una cinta y hacer unas llamadas. El que pasemos o no a la acción ya no depende de mí.
– ¿Dónde se haría? -quiso saber Brown.
– He hablado con Herbert Bloom, que tiene una galería en Chelsea y nos dejaría utilizarla dos o tres días. No es muy grande y no tiene puerta trasera. Sólo se puede acceder a ella desde la calle.
– Aun así, se trataría de un operativo a gran escala -apuntó Brown-. Necesitaremos por lo menos una docena de hombres en la galería y fuera también.
– Además de mis hombres -comentó Grange-. Que conste que todavía no he dicho que estuviera de acuerdo.
– Eso significa por lo menos dos docenas de policías durante dos a tres días. -Tapell intentaba calcular el coste de todo aquello-. ¿Y por qué tienen que ser varios días?
Kate sacó la cinta del aparato de vídeo.
– Para darle tiempo de enterarse y de decidir que tiene que ver la exposición sin falta. Con algo de suerte aparecerá el primer día.
– Con mucha suerte -replicó Tapell, aunque parecía estar considerándolo.
– Esto no es nada ortodoxo -comentó Brown-. Y si se entera la prensa…
– Bueno, no vamos a enviar un comunicado -dijo Kate.
– ¿Y desde cuándo lo necesitan?
Tapell se levantó y empezó a pasearse de un lado a otro.
– No digo que esté de acuerdo. Pero, Floyd, si lo hiciéramos, ¿cuánto tiempo necesitarías para movilizar a las tropas?
– Casi todo el personal de Homicidios y la mitad de la jefatura llevan casi una semana en alerta. Sólo me harían falta un par de llamadas y dos o tres reuniones. -Floyd se volvió hacia Kate-. ¿Y la galería?
– Necesitaríamos unas horas para colgar los cuadros en la pared.
De pronto todo pareció apresurarse en la sala: Grange hablaba por el móvil, Brown tomaba notas, Tapell seguía paseándose. Una especie de aceleración colectiva casi palpable.
– Tengo que hablar con el alcalde -dijo Tapell, dirigiéndose hacia la puerta.
– Podría dar resultado -opinó Brown.
Tapell se volvió:
– Más nos vale.
30
Liz se arrellanó en el sillón, mirando los preciosos objetos de arte del salón de Kate.
– Te aseguro que es estupendo poder salir unos días de Quantico y ver a mi hermana, a mi sobrino, a ti… Aunque a ti no es que te haya visto mucho.
Kate ofreció a su vieja amiga y compañera una lánguida sonrisa.
– Es por el caso este. Bueno, los casos en realidad. Lo siento, pero es que no hemos podido parar un momento.
– Pero ¿no habías dejado la policía?
– Eso pensaba yo también. -Kate suspiró-. Acabo de salir de una reunión con la brigada. Les he dicho lo que acabo de contarte, sobre la psiquiatra y el médico.
– Lo del adolescente perturbado y ciego a los colores.
– Sí. En Pilgrim han verificado que desapareció sin dejar rastro, y la central nos ha enviado la ficha del asesinato de la enfermera. El modus operandi es como el de nuestro sospechoso.
– Así que crees que se trata del mismo hombre.
– Podría ser. -Kate se levantó, se sentó y se levantó de nuevo-. Oye, he quedado con Willie, pero tengo una hora libre. ¿Te apetece dar un paseo?
Fuera del San Remo no se veía ni un asomo de cielo azul. Unas nubes bajas cubrían la ciudad de un gris implacable.
Liz entrelazó el brazo con el de Kate.
– ¿Sabes? Nunca he visto Strawberry Fields.
– Está al otro lado de la calle, enfrente del Dakota, donde vivían John y Yoko. -Kate señaló el monolito pseudogótico en la esquina de la calle Setenta y dos-. Vamos.
El parque estaba tranquilo. El serpenteante camino que llevaba a Strawberry Fields se veía flanqueado de árboles.
– Aquí estamos -dijo Kate, señalando el círculo de mosaico en el suelo con la palabra IMAGINE en el centro-. Al principio Yoko Ono puso un anuncio en el Times pidiendo donaciones de todo el mundo, y tengo entendido que empezaron a llegar de inmediato: bancos marroquíes, fuentes francesas… Pero el departamento de parques y jardines los rechazó y a Yoko se le ocurrió una idea más simple para un jardín internacional.
Liz miró el mosaico. Estaba cubierto de fotos y monedas, y había un ramo de flores ya marchitas.
– La gente viene a presentar sus respetos -comentó Kate, con una oleada de tristeza y dolor-. Vamos, que te voy a enseñar una zona del parque muy especial, muy tranquila.
¿Es real? ¿Está ocurriendo de verdad, o ve alucinaciones? Se levanta las gafas y se frota los ojos. No se lo puede creer.
La historia-dura, en colores. Su pelo castaño ondea en la brisa. Tiene la sensación de que se va a morir y, en ese momento, le parece bien.
La última vez que estuvo junto a su edificio pensó que tal vez se la había inventado, que era un producto de su imaginación. Pero no. Es real.
– Mira, Tony -susurra-. Es ella.
La mira cruzar la calle con otra mujer. El corazón se le acelera.
Kate tomó un sendero que discurría junto al lago, que ese día se veía de un gris opaco. Estaba sereno y tranquilo y sólo habían salido unos pocos botes.
– Parece increíble que estemos en el centro de Manhattan -comentó Liz.
– Gracias al genio de Olmsted.
– ¿Qué ha dicho la brigada de lo de organizar la exposición?
– Lo están considerando -contestó Kate-. Espero que por lo menos lo intenten. Es mejor hacer algo que esperar de brazos cruzados. -Era lo que ella llevaba haciendo las dos últimas semanas: moverse, estar siempre en movimiento.
Kate avanzó sobre el pequeño puente y se detuvo, esperando un momento a que Liz contemplara el paisaje.
– Es curioso -comentó Liz, mirando el agua serena y cubierta de una masa de algas tan gruesa que el estanque relucía de un intenso amarillo verdoso, a la vez magnífico y espantoso. Cruzaron el puente y siguieron un camino casi oculto entre los árboles.
– Aquí era donde quería traerte, el Ramble. -Aunque al mirar alrededor, viendo los árboles oscuros y el recóndito sendero, ya no estaba tan segura de que hubiera sido una buena idea. Allí no había ni un alma.
Él conoce bien la zona, tiene sus lugares preferidos entre los árboles y las colinas, pero su favorito es un poco más inaccesible, hay que trepar una verja, aunque eso nunca le ha detenido, ni a él ni a los pervertidos que pagaban por sus servicios.
Acecha a su historia-dura y a la otra mujer, oculto entre los árboles y matorrales. Ella habla y gesticula y, aunque no se entienden sus palabras, su tono es reconocible al instante por su programa de televisión. Le gustaría echar a correr, tocarla, abrazarla un momento, explicarle lo que ella ha conseguido (darle la capacidad de ver los colores y de seguir viviendo).
Dios, cómo la quiere.
Un destello… Una cara. Esa otra cara. La de ella. ¿Amor? ¿Odio? ¿Qué es lo que siente?
Abrazarla. Acariciarla. Herirla. ¡Follarla! ¡Matarla!
No, a ella no. ¿Entonces a quién? ¿A qué «ella»? ¿A cuál? Su mente, como una radio, está perdiendo la señal, todo son ruidos estáticos.