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Alivio. Eso es lo que necesita.

Kate llevó a Liz por un camino que atravesaba una serie de rocas de aspecto casi prehistórico.

– He grabado un anuncio que se va a emitir cada hora en cuanto se dé el visto bueno -informó.

– ¿Tú crees que lo verá?

Kate vaciló un momento. Había visto un movimiento entre los árboles, ¿alguien entre la densa vegetación? Se metió un chicle Nicorette en la boca.

– Bueno, tenemos la teoría de que ha estado viendo mi programa. Por eso llegó a saber de Boyd Werther. -Kate se estremeció. ¿Sólo por el recuerdo de Boyd, o por encontrarse en aquel rincón donde las sombras habían tornado más frío el aire otoñal?

– Nunca te había visto mascar chicle. Ni siquiera en los viejos tiempos, antes de que te convirtieras en una dama.

– Muy graciosa. Es Nicorette. Y no puedo parar. Estoy pensando en comprarme parches para desengancharme de los chicles.

Liz se echó a reír.

– Oye, esto es un poco siniestro -dijo, mirando los alrededores-. No he visto ni un alma desde que cruzamos el puente.

– Por eso es especial. Aunque yo no recomendaría venir sola. -Otro escalofrío y aquel zumbido en la cabeza-. Oye, yo también me estoy poniendo nerviosa. Me parece que no ha sido muy buena idea. Si vamos por ahí llegaremos al castillo de Belvedere. Allí siempre hay gente.

No. No puede marcharse. Todavía no. Tiene que… ¿Qué? ¿Hablar con ella? ¿Hacerle preguntas? ¿Has conducido un Ford últimamente? ¿De verdad quieres hacerme daño? ¿Decirle cosas? ¡Quiero mi MTV! Con Sanitas estás en buenas manos.

Concentración. ¿Hacia dónde se dirigen? ¿Al castillo de Belvedere? Sí, eso parece.

Pero ¿cómo va a contenerse?

La verja no es un problema, es fácil saltarla. Sabe dónde termina la escalera tallada en roca, oscura y fría: en la cueva cerrada. Baja los escalones deprisa, un descenso al infierno de quince escalones. ¿Cuántas veces ha estado allí? ¿Diez? ¿Cien? El sitio perfecto para una cita de veinte dólares, tantas que ha perdido la cuenta.

Al fondo de las escaleras se baja la cremallera para liberar su erección.

Por su mente corre un collage de caras e imágenes: la cara de Kate, la de ella, los rostros sin nombre de los que ha matado, y colores, deslumbrantes colores imaginarios.

«Eso es. Abróchate. Muévete.»

Un castillo le llama.

Kate estaba en el mirador de piedra de Vista Rock, contemplando el imponente estanque Turtle Pond de oscuros juncos verdes y agua lodosa.

– Muy bonito -comentó Liz-, pero muy solitario.

Había allí unas veinte personas, turistas, pensó Kate sin fijarse en ellas. Un par de niños tiraban piedras desde el mirador.

Solitario: la palabra le daba vueltas en la cabeza. No sabía muy bien si se sentía sola o no. No había tenido tiempo de pensarlo. Tal vez por eso era incapaz de olvidar el mal presentimiento que todavía la acompañaba.

– Deberíamos irnos -dijo.

Los niños le están poniendo furioso, sus risas estridentes, la adoración de sus padres.

Está entre dos parejas que hablan un idioma que no comprende. Se pregunta si se tratará de una especie de código, si serán extraterrestres. Da lo mismo, le ofrecen camuflaje. La historia-dura no le ve. Pero él la ve con claridad, y a la otra mujer que le suena de algo. ¿De qué? No lo sabe. Ahora no puede recordarlo. Está demasiado excitado.

Kate mira el agua.

Parece triste. ¿Por qué?

¿Qué razones puede tener para estar triste?

El se pega a los turistas, moviéndose con ellos, siempre oculto, y entonces, justo cuando cree que se va a atrever a acercarse a ella y hacerle unas preguntas (¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo has encendido los colores? ¿Ha sido magia?), ella se aparta y echa a andar por el camino.

Él la sigue, siempre fuera del sendero, rezagándose, observándolas, dos figuras algo borrosas entre los árboles.

Cuando la ve, los árboles se tornan de pronto de un verde brillante; cuando ella desaparece, los árboles vuelven a ser negros.

Sí. Ella tiene poderes.

¡Es ella!¡Coca-Cola es así!

Al final del parque, las dos mujeres se abrazan y Kate llama a un taxi.

Oculto entre los árboles verdes y oscuros, él vacila un momento. La adrenalina corre por sus venas. Cuando la ve cerrar la puerta del taxi echa a correr por el sendero e imita su gesto.

Un momento después él también va en un taxi. Mira el taxímetro que va marcando dólares y centavos mientras los árboles marrón grisáceos de Central Park van pasando en un borrón por las ventanillas. Sólo un poco de color, pero suficiente para darle esperanzas. No puede perderla. Ahora no.

– ¿Adónde va? -pregunta el taxista.

– ¿Podría… eh… seguir a aquel taxi? Es mi… amiga.

Nunca ha hecho eso, se siente como en una película de espías.

– Mezclado, no agitado -masculla entre dientes.

¿Por qué tenía los nervios tan crispados? ¿Era sólo por la perspectiva de organizar la exposición del asesino? Kate no lo sabía muy bien. Por la ventanilla contempló los oscilantes colores de las luces de neón de Times Square. ¿Qué sentiría si los carteles y los anuncios se tornaran grises? Se reclinó en el asiento y cerró los ojos.

El hecho de que su nombre apareciera ahora en los cuadros le rondaba la mente como un parásito. Mierda, ¿por qué siempre acababa persiguiendo delincuentes o siendo perseguida por ellos? ¿Se debía a que se acercaba demasiado, o a que les tocaba alguna fibra íntima?

Kate recordó todas las atrocidades que había visto, la fealdad a la que un policía se enfrenta casi a diario. Por eso había dejado el cuerpo. Por no mencionar el sueldo miserable y las acuciantes sospechas que al final acababa sintiendo todo policía, el presentimiento de que todos los seres humanos eran mentirosos y estafadores y probablemente algo peor, que al final todo acaba por filtrarse en la vida propia, si es que uno lograba tener una vida propia.

¿Por qué se había puesto tan nerviosa en el parque? ¿Simplemente por la tensión del caso, por la muerte de Richard, por todo lo que había pasado? Central Park era uno de sus lugares favoritos. Kate cerró de nuevo los ojos y se acordó de la primera vez que había salido con Richard. Asistieron a una ópera en el parque. Tres semanas y seis días más tarde, él se había declarado en una pizzería, cerca de la comisaría de Astoria. Ella había cazado al vuelo la ocasión, la posibilidad de empezar una nueva vida. Cuánto le quería. Su futuro se extendía ante ellos como el horizonte del mar el día más claro del año.

Y todo salió bien, incluso mejor de lo que esperaba. Y no por el dinero ni los privilegios, aunque desde luego le habían venido bien. Claro que lo suyo no era perfecto. Pero ¿qué matrimonio lo era? Ella desde luego no era perfecta. A veces estaba de mal humor o se volvía introvertida, y Richard podía mostrarse egoísta e inmaduro, y era un manirroto, aunque Kate siempre había pensado que eso era señal de su generosidad, sobre todo en lo referente a ella. Eso le recordó el dinero que faltaba en el bufete de Richard. No tenía ningún sentido. Kate seguía creyendo que, si hubiera habido problemas, Richard se lo habría contado. Su vida juntos no había sido una mentira. ¿No?