«No era una mentira, ¿verdad, Richard?»
La ciudad era un borrón en la ventanilla del taxi.
Tal vez su matrimonio no era perfecto, pero se habían querido, eso era cierto, y confiaban el uno en el otro. Por eso estaba dispuesta a llegar al final, a arriesgarlo todo para demostrar que tenía razón, que Richard era un hombre bueno y decente, que su vida juntos no había sido una mentira.
Pero ¿cómo iba a demostrar eso ahora?
La gente iba «haciendo» las galerías, según la jerga del mundillo: artistas, coleccionistas, turistas y mirones iban y venían por la amplia calle Chelsea, ciñéndose las chaquetas y los abrigos, preguntándose quién habría robado el sol de otoño.
Kate agradeció la distracción, sobre todo sabiendo que iba a ver los cuadros de Willie, aunque no podía dejar de pensar en el asesinato de Boyd Werther ni de cuestionar la idea de organizar una exposición con las pinturas del psicópata.
Al cruzar la calle miró el reloj. No sabía si Nola habría llegado ya a la galería. Se acordó de la última exposición de Willie, de cómo había organizado sus enormes y complejas piezas que mezclaban pintura con otros medios diversos, así como conceptos abstractos y figurativos. Estaba tan absorta en sus pensamientos que de pronto se encontró formando parte de un grupo de mujeres que ocupaban toda la acera charlando entre ellas.
– ¡Ay! -exclamó una rubia atildada a la perfección, con el pelo lleno de laca, un maquillaje impecable, un traje de Chanel repleto de hebillas y cadenitas brillantes y unos mocasines con hebillas y cadenitas a juego. Kate acababa de darle un pisotón.
– Perdón.
La rubia arrugó la frente, pero enseguida se animó.
– ¡Ay, madre mía! Usted es Katherine McKinnon.
Al instante se vio envuelta en sonido surround, con una docena de mujeres hablando a la vez. («¡Me encanta su programa! ¡Es fabuloso! ¡Es usted fabulosa!»), y perfume suficiente para solucionar de una vez por todas el problema de la mano de lady Macbeth.
Kate sonrió, murmurando: «Gracias, muchas gracias», hasta que logró desenredarse del grupo, aunque una nube de perfume siguió envolviéndola a lo largo de otra manzana. Todavía estaba disfrutando de su momento de fama cuando alguien pasó por su lado, v aunque sólo fue un instante, se fijó bien: un joven alto, con gafas de sol. Kate se giró hacia él, lo vio un momento de perfil y entonces una joven salió de una galería y le dio un beso.
No, no podía ser el solitario insociable que había descrito la doctora Schiller.
¿O sí? Schiller también había dicho que podía mostrarse encantador, que era muy capaz de engañar a cualquiera. Kate observó a la joven pareja alejarse por la calle de la mano y sintió un escalofrío. Se había alarmado sólo por las gafas de sol. Una cosa inocua. Pero se preguntó si cada vez que viera unas gafas de sol saltaría la alarma. Era absurdo, por supuesto. Ella misma llevaba gafas.
Qué hermosa es. Su pelo es un poco más cobrizo de lo que pensaba, la blusa de un oscuro color cereza. Todavía funciona.
La observa desde el otro lado de la calle. Ella contempla a una joven pareja que va de la mano y él se imagina que los abre en canal y sus vísceras caen al suelo, una cornucopia de deliciosos colores. Casi se desmaya.
Un momento más tarde ella desaparece dentro de una galería.
¿Se atreverá a seguirla? ¡Sólo por diversión! No. Demasiado arriesgado. Esperará. Se entretendrá con fantasías sobre el grupo de mujeres que pasa delante en ese momento. No se parecen en nada a las mujeres que ha conocido en su vida. Todas van muy arregladas y huelen muy bien, charlan y gesticulan, algunas se vuelven hacia él con una sonrisa.
¡Seguro que no puedes comerte sólo una!
La galería Vincent Petrycoff ocupaba media manzana de una de las mejores áreas de Chelsea. Sin escaparates desde los que pudiera verse el interior, la fachada de hormigón blanqueado hablaba de intimidad, un santuario dedicado al arte de mirar sin distracciones.
Kate siguió a un par de montadores a través de unas puertas con un discreto carteclass="underline" INSTALACIÓN EN CURSO.
Dentro, la sala de exposiciones era del tamaño de un gimnasio, de techos tan altos que no se podía ni calcular el espacio. Se veían cajas de cartón y plástico de embalaje por el suelo, varios hombres encaramados en escaleras, parcheando y lijando, tapando marcas y grietas con prístina pintura blanca.
Nola ya había llegado y observaba a Willie, que organizaba a los montadores desde el centro de la sala como un director de circo, pidiendo que movieran un cuadro unos centímetros a la derecha o a la izquierda, que cambiaran esa tela por aquélla. Tenía los rizos rastafaris peinados hacia atrás y la cara desencajada de tensión.
– A ver si montamos esto bien -comentó mientras saludaba a Kate con un beso.
– Son geniales, ¿verdad? -dijo Nola.
Kate contempló la obra, cuadros grandes de 3 X 2,5 metros apoyados contra las paredes. Todos con el inconfundible estilo de Willie, su peculiar mezcla de pintura y escultura. Se fijó en una pieza en concreto: varias tapas metálicas de cubos de basura, llenas de abolladuras y cubiertas de grafiti, clavadas a la superficie del cuadro y rodeadas de más grafiti sobre las gruesas costras de pintura. Parecía un yacimiento arqueológico urbano. Otra obra combinaba trozos de cristal y espejo incrustados en la pintura, de manera que el observador se convertía en parte del cuadro, su propio rostro reflejado en fragmentos desconcertantes.
Kate se fue moviendo de un cuadro a otro.
– Son increíbles.
– ¿Lo dices de verdad?
– Pues claro que sí -aseguró ella. Por mucho éxito que tuvieran, casi todos los artistas solían sentirse inseguros. Se acordó de Mark Rothko, que había terminado abriéndose las venas, y de sus pinturas negras en la capilla Rothko, obras llenas de incertidumbre y misterio-. Te has superado, de verdad -comentó, intentando concentrarse en la obra de Willie-. Me encanta que utilices tantos elementos dispares a la vez, todo suspendido, como flotando en los cuadros, inesperado y a la vez totalmente inevitable.
– No parecen un vertedero, ¿verdad? No son sólo un montón de… basura.
Kate alzó la mano como si llamase un taxi.
– Doctor Freud. Aquí alguien le necesita.
– Ya, ya. -Willie rió-. Son los nervios de la inauguración, supongo.
– Tranquilo. -Kate le tocó el brazo-. Son muy buenos.
– ¿Lo dices de verdad?
– Venga, Willie, que ya me conoces. Yo nunca miento sobre el arte.
– Ya, pero si te parecieran horrorosos tampoco me lo dirías.
– Nunca me parecerían horrorosos, porque tú eres incapaz de hacer nada horroroso.
– Yo le he dicho cien veces que son buenísimos -terció Nola.
– ¿Y quién te ha dicho que cien veces es suficiente? -Willie sonrió-. Pero os quiero mucho a las dos.
Kate captó fragmentos de su propio rostro en el cuadro de los espejos. Parecía plasmar exactamente cómo se sentía desde que había recorrido aquel callejón funesto: hecha pedazos.
– Yo también te quiero -dijo-. Oye, ¿por qué no cambias aquellos dos cuadros? La gente debería encontrarse el de los espejos de manera inesperada y no nada más entrar.
– Buena idea.
– Perdonadme un momento -se disculpó Nola, tocándose la barriga-. Tengo que hacer pis.
Los montadores estaban cambiando los cuadros cuando Vincent Petrycoff entró en la sala. El traje oscuro se le ajustaba al cuerpo como si se lo hubieran cosido puesto, lo cual era muy probable.
– Bueno, ¿qué te parece nuestro niño prodigio? -preguntó, saludando a Kate con dos besos al aire junto a sus mejillas.
– Creo que es muy bueno. Y los cuadros también. Tienen fuerza, son densos, inteligentes.