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– ¿Y si no es ese tipo? -preguntó un joven detective de la primera fila.

– Sea quien sea, se trata de un psicópata. Y podría estar fuera de control.

– ¿Significa eso que va a aparecer disparando a todo el mundo?

– Lo dudo. La psiquiatra cree que querrá echar un buen vistazo a su obra antes de intentar nada. Pero de todas formas, llevaréis chalecos. -Brown se tiró de la oreja-. En la galería habrá también por lo menos unos veinte amantes del arte y coleccionistas que el galerista ha invitado, para dar visos de credibilidad al montaje. De manera que lo primordial será la precaución y la sensatez. El portero tendrá una lista con los nombres de los invitados. Naturalmente, a cualquier persona sospechosa se le permitirá el acceso. Precisamente es de lo que se trata.

Brown miró a los agentes Sobieski y Marcusa, que tomaban notas para su jefe, puesto que Grange estaba ocupado instruyendo a unos cuantos agentes nuevos para el operativo.

– El FBI también mandará varios hombres con micrófonos conectados a una furgoneta que estará detrás de la esquina. En todo momento habrá un agente al otro lado de la calle y otros dos en un coche. Ah, otra cosa, tendréis que hacer bien vuestro papel.

Brown hizo una seña a Kate, que se situó junto a él.

– Lo primero es ir de negro -comenzó, mirando a los agentes y detectives que se harían pasar por amantes del arte en la galería. Constituían una mezcla bastante equilibrada de hombres y mujeres-. El negro es el uniforme del mundillo del arte. El que aparezca con una camisa de flores o de rayas, se la estará jugando. Esta inauguración tiene que parecer auténtica. No sabemos si el sospechoso ha estado alguna vez en una exposición, pero, por si acaso, todos tenéis que actuar bien. -Observó a los hombres-. Los chicos pueden llevar tejanos negros, algunos con una camisa negra decente o una camisa blanca, que también vale. Pero que a nadie se le ocurra llevar una camisa con botones en el cuello.

– ¿Se aceptan las chaquetas vaqueras? -preguntó Brown-. En algún sitio tendrán que esconder las pistolas.

– Vale, pero no vengáis todos vestidos igual. Podéis poneros una chaqueta deportiva negra, si es que guardáis alguna en el trastero. Y las chicas, también de negro. Tejanos o pantalones negros, camisetas negras. El blanco también vale, si es por ejemplo una blusa blanca. Pero que sea todo sencillo. Nada demasiado bueno y desde luego nada recargado ni llamativo.

Una detective de la primera fila se tocó tímidamente los volantes de su blusa rosa.

– Y nada de zapatillas de deporte ni los zapatos cómodos de policía. -Miró a las mujeres, agentes y detectives, se acordó de sus tiempos en Astoria y quiso hacer algo por ellas-. A ver, si no tenéis, compraos unos zapatos negros de los caros. Id a Jeffrey, está unas manzanas al sur de la calle Catorce, en el antiguo distrito de la carne. Es famoso por sus zapatos, y es donde van las mujeres del mundo del arte que se lo pueden permitir. Y no os desmayéis al ver los precios.

Una mano se alzó en el aire. Era una mujer joven, rubia teñida.

– Guardad el ticket y se os devolverá el dinero -dijo Kate, anticipándose a la pregunta.

Entonces hizo una seña a Floyd Brown, indicándole que pensaba hacerse cargo del gasto. Qué demonios, pensó, se podía permitir pagar una docena de zapatos de diseño. Miró a las sonrientes mujeres y se acordó de su época de policía, cuando compraba siempre en almacenes de saldo. ¿Por qué no iban a tener ellas un par de zapatos elegantes?

– Escoged algunos que os gusten de verdad -añadió-, porque luego os los quedaréis. Lo único es que tienen que ser negros.

– ¡Eh! -exclamó un policía corpulento de la segunda fila-, que a mí también me vendrían bien unos zapatos de Yves Saint Laurent.

Todo el mundo se echó a reír, incluida Kate.

– Lo siento, pero os tendréis que apañar con unas deportivas negras. Sinceramente, a nadie le importa un pimiento lo que los tíos llevéis en los pies.

Más risas. Era la primera vez que los agentes que no pertenecían a la Brigada Especial de Homicidios no le hacían el vacío.

Nicky Perlmutter le guiñó el ojo.

– Bueno -prosiguió Kate-, y ahora unas cuantas reglas de comportamiento para una inauguración. En primer lugar, está bien mirar la obra, pero que nadie se muestre muy interesado. Es una cuestión de actitud. -Miró el tablón de corcho cubierto de espantosas fotos de asesinatos, alzó una ceja, apretó los labios, se cruzó de brazos y compuso una expresión de absoluto hastío-. ¿Veis lo que quiero decir?

– ¿Como si alguien se hubiera tirado un pedo? -preguntó el mismo detective corpulento, que evidentemente había sido el bromista de la clase cuando era jovencito y todavía seguía interpretando el papel.

– No del todo, pero algo así. -Esta vez Kate no sonrió-. Y hablad con el compañero, decid cosas como «interesante» o «fascinante», pero nunca, en ningún caso, digáis que una pieza es bonita. Eso es lo último.

– ¡Vaya por Dios! -exclamó el bromista-. ¿Tampoco podemos decir que es monísima?

Brown le clavó la mirada y dijo:

– Buscamos a un asesino, McGrath. Un psicópata muy astuto, joven y fuerte, ¿entiendes?

McGrath pareció encogerse un poco.

– Las armas escondidas, pero de fácil acceso -prosiguió Brown-. Y nada de reacciones exageradas. No vayamos a asustarle. Y lo queremos vivo.

– ¿Eso por qué? -preguntó un agente muy joven que estaba apoyado contra la pared.

– Porque tiene que responder muchas preguntas.

– Eh, espera un momento -llamó Kate.

Nicky Perlmutter, que recorría el pasillo a largas zancadas, se volvió con una de sus sonrisas de Huckleberry Finn, pero se puso serio en cuanto vio que el bromista y su compañero se dirigían hacia ellos.

Los dos necesitaban seriamente un gimnasio. El bromista le dio una palmada en la espalda.

– ¿Qué pasa, Nicky, tío? ¿Vas a ir a esa tienda a comprarte unos zapatitos? -Le dio un codazo a su obeso amigo y los dos se alejaron riéndose como niños de diez años.

– No sé cuál de los dos es más tonto -comentó Kate.

– En eso llevas razón -contestó Perlmutter, pero no sonreía. La miró fijamente con sus ojos azules y vaciló un momento-. No te imaginas lo que es ser un policía gay.

– No, pero sé lo que es ser una mujer policía en Queens, nada menos, y lo que es ser mujer en general. -Se irguió y fingió voz de presentador de televisión-. Todos los ciudadanos de segunda que alcen la mano, por favor. -Y levantó la mano.

– Bueno, los gays son más bien ciudadanos de tercera, y los policías gays, vete a saber -concluyó, encogiendo sus anchos hombros.

Su confesión no sorprendió a Kate.

– Ya conoces el chiste. ¿Cómo se llama a un afroamericano con un título de Harvard? -Perlmutter aguardó un instante-. Negrata. -Se pasó la mano por la boca como para limpiar aquella palabra-. Cada vez que salgo de alguna sala, siempre hay algún cretino que murmura: «Maricón.» Y ya oíste al agente Sobieski cuando mataron a aquel pobre chavaclass="underline" «Un maricón menos.» -Sobieski es un gilipollas -saltó Kate.

– La mitad de la gente de este país piensa que los tipos como yo vamos derechos al infierno.

– Puede ser, pero el Tribunal Supremo ha aceptado los matrimonios del mismo sexo y ha abolido las leyes de sodomía.

– Sí. Y Pat Robertson está rezando para que los jueces responsables se mueran. Eso sí que es un buen ejemplo para los niños: Chavales, si alguien no está de acuerdo con vosotros, pedid a Dios que se muera. -Perlmutter suspiró-. Una vez, cuando tenía diez años, fui a la iglesia con mi madre, que seguía asistiendo a pesar de haberse casado con un judío. Imagínate. -Se encogió de hombros-. En fin, el caso es que el cura se puso a predicar, explicándonos que los homosexuales iban al infierno. No lo olvidaré nunca.

– Mira, a ver si te sabes éste. En el Titanic van un asistente social, un abogado y un cura. El barco se está hundiendo y el asistente social dice: «Salvad a los niños.» El abogado: «¡A los niños que les den por el culo!» Y el cura salta: «¿Tú crees que nos dará tiempo?»