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– Te pongo en la lista de espera -le dijo a la mujer. Se volvió hacia Brown y susurró-: Puedo venderlos discretamente. No tiene por qué enterarse nadie. Y la policía de Nueva York, o la organización que usted quiera, se llevaría un porcentaje. Hable con sus superiores, hable con quien haga falta, por Dios.

– No -replicaron Kate y Brown al unísono.

Una mujer de aspecto anoréxico, ataviada con unos ajustados pantalones de cuero, pasó un delgado brazo por los hombros de Bloom.

– Son alucinantes -dijo sonriendo-. Auténticos recordatorios de la muerte. Pero no creo que los colores hagan juego con mis pinturas de nativos americanos, ya sabes, las que me vendiste el año pasado. Ni con mis últimas piezas de esqueletos diminutos encastrados en cobre.

– No recuerdo haberte vendido ninguna pieza de cobre -contestó Bloom.

– Es cierto. Las compré durante mi viaje por la selva tropical. No me acuerdo del nombre de la tribu, pero son fabulosas. Los esqueletos son humanos, de recién nacidos. Los indios los meten en cobre blando. No sé cómo lo hacen, pero son unas piezas preciosas. Claro que son ilegales, pero bueno, tampoco es que hubieran matado a los bebés ni nada de eso. Los bebés murieron y ya está. O sea que no pasa nada por utilizarlos, ¿no? -Sus ojos, oscuros y sin vida, miraron los cuadros del psicópata-. Oye, Herb, ¿no es posible…? O sea, ¿no tienes alguna pintura un poco más oscura?

– Sólo quiero que sepa -terció Kate, inclinándose hacia ella- que acabo de anotar absolutamente todo lo que ha dicho y pienso denunciarla a Aduanas y a Importaciones y Exportaciones y… -No había terminado de inventarse la lista cuando la mujer se marchó presurosa, con Herbert Bloom detrás de ella.

En ese momento se acercó Nicky Perlmutter, que llevaba una camiseta sin mangas negra y unos tejanos también negros y planchados a la perfección.

– ¿Importaciones y Exportaciones?

– No se me ha ocurrido otra cosa -contestó Kate.

– ¿Qué tal Monstruos Anónimos?

– ¿Y la Liga de Decencia Humana?

– Puñeteros necrófilos. ¡Quieren comprar las obras del psicópata! Lo de los palos de golf de Kennedy y la alianza de Marilyn Monroe lo entiendo, pero esto… -Un hombre se inclinaba sobre uno de los cuadros, y Perlmutter advirtió que varios policías no le quitaban el ojo de encima-. ¿Sabes? Se supone que el Instituto Smithsoniano posee el pene de Dillinger. Ésa sí que es una pieza que no me importaría tener en el salón.

– Ya la he comprado yo -replicó Kate, y se hubiera echado a reír, pero sintió un escalofrío. Un joven había entrado en la galería y el policía de la puerta le hizo una señal. El recién llegado se puso justo delante de ella. Sus gafas de espejo reflejaban un fragmento de un cuadro y la cara de Kate. Ella se metió la mano bajo la chaqueta y rozó su pistola del 45. El tipo estaba tan cerca que Kate olía su laca o lo que utilizara para ponerse el pelo de punta.

Perlmutter se acercó un poco más, igual que Grange. Los dos agentes se colocaron de tal manera que el desconocido quedó atrapado entre ellos.

– Eh, tío -le dijo el joven a Grange-. ¿Te importa dejarme sitio?

Kate se acercó, con Brown al lado.

Cuadraba con la descripción, la misma edad, alto, delgado y guapo.

– ¿No te resulta difícil ver los cuadros así? -preguntó Kate, esbozando una sonrisa para disimular su ansiedad.

– ¿Cómo? -El joven hizo un gesto con la cabeza y el rostro de Kate danzó en el espejo de las gafas.

– Con las gafas. -Kate notó una descarga de adrenalina y el corazón se le aceleró-. Deberías apreciar bien los colores de estas obras.

Perlmutter no le quitaba ojo de encima. Otros dos agentes advirtieron lo que pasaba y se acercaron también.

El joven se quitó las gafas.

– Pues no sé para qué iba a querer apreciar esta bazofia.

– ¿No te gustan los cuadros?

– No; son espantosos.

¿Diría eso el psicópata de su propia obra? No, a menos que fuera muy buen actor. Pero Kate insistió:

– ¿Y los colores?

– Una mierda. -Hizo una mueca-. Sólo he venido para ver cómo son en directo los cuadros de un asesino, pero la verdad es que me dan mal rollo. -Al volverse, su mirada se cruzó un instante con la de Perlmutter. Se puso de nuevo las gafas y se alejó.

– No es nuestro hombre -susurró Kate.

– Podría estar fingiendo -dijo Grange.

– Cuando se quitó las gafas no parpadeó ni entornó los ojos. Y tampoco le he visto ninguna cicatriz en la muñeca.

– Estoy de acuerdo con Kate -terció Perlmutter, sin quitarle ojo al joven.

Un ruido estático surgió de la mano de Grange, que se llevó la muñeca a la oreja sin mucha sutileza y se marchó.

– Muy disimulado -comentó Perlmutter mirándole.

– Así es Grange.

– Muy guapo.

– ¿Grange? -preguntó ella.

– No, el del pelo de punta -aclaró Perlmutter.

– Pues entonces, ¿por qué no le echas un vistazo?

– Muy bien.

Kate fue al centro de la sala y giró despacio, intentando ver a todo el mundo lo mejor posible. El tipo de la esquina, el único que llevaba gafas de sol aparte del joven, estaba hablando con una chica. Era evidente que pretendía ligar con ella y no tenía ningún interés en los cuadros. Todos los demás estaban enzarzados en conversaciones. Muchos eran demasiado mayores, decidió, otros eran parejas. Y la mayoría estaban en la lista de invitados de Bloom.

Aun así no podía relajarse. Comenzaba a notar aquel extraño zumbido y no sabía si era su instinto natural de policía o si estaba pasando algo por alto. Se concentró en una persona tras otra hasta que empezó a ver borroso y todas las voces se mezclaron en un rumor como de langostas. Al notar una mano en la espalda se giró bruscamente llevándose la mano a la Glock.

– Joder, Mitch. No vuelvas a hacerme eso.

– Perdona.

– Vale, no te preocupes. Es que tengo los nervios de punta.

– Como todos. -Freeman miró en torno a la sala y luego hacia la entrada-. Espero que tengan los ojos abiertos ahí fuera. Nuestro hombre podría estar disfrutando del evento desde lejos.

– ¿No crees que querrá verlo de cerca? Es su primera y su última exposición. -Kate divisó a otro joven que entraba en ese momento, solo, con una gorra de béisbol baja sobre la frente, el rostro en sombras. Hizo una seña a Bloom-. ¿Está en tu lista?

El galerista negó con la cabeza.

El joven entró despacio, con andares torpes, los brazos colgando a los costados, contemplando con atención cada cuadro.

Kate y Freeman le vigilaban y no eran los únicos. Brown también lo había visto y había llamado la atención de varios policías que tampoco le quitaban el ojo. Grange se acercaba.

El recién llegado coincidía con la descripción: veintipocos años, pelo rubio sobre unos ojos que no dejaban de parpadear.

¡Sí, parpadeaba!

Kate cruzó la sala a toda prisa.

Dos policías, el bromista y la rubia teñida, se acercaron también y rodearon al chico, aunque sin hacer todavía ningún movimiento. La rubia teñida metió la mano en el bolso, donde llevaba su arma.

«Tranquilos.» Kate dio otro paso hacia el joven. Perlmutter iba a su lado y Brown se acercaba de frente. De pronto seis o siete brazos sujetaron al muchacho, que abrió los ojos como platos sin dejar de parpadear.

El resto del público se volvió para ver qué estaba ocurriendo.

– Fuera -siseó Brown-. Llevadlo fuera.

Una vez en la calle, el aire era un poco más fresco, pero los policías rezumaban calor.

– Yo no he hecho nada -protestó el joven con voz y aguda y cierto acento del Sur-. No iba a robar nada, lo juro -aseguró, guiñando los ojos.

Los policías habían sacado ya las pistolas y las esposas.

El bromista puso al chico contra una pared de ladrillos. Un par de invitados de la galería se asomaron fuera un momento, pero volvieron dentro. Los dos policías de vigilancia habían bajado del coche y cruzaban presurosos la calle pistola en mano. El agente disfrazado de vagabundo también se acercaba. En pocos segundos todos los agentes de la galería habían salido a la calle.